El capitán se sienta a almorzar y espera un nuevo destino de sus superiores. Después, anota en el libro de navegación que zarpará rumbo a la Argentina. Debe cruzar el océano Atlántico, ingresar al Río de la Plata para luego subir por el Paraná y cargar maíz en el puerto de Dreyfus de General Lagos, al sur de Rosario, principal polo cerealero de la pampa húmeda y del mundo. Aún le esperan nuevas sorpresas en esta, la última misión de su vida.
Hay que aguantar. Hay que aguantar. El mantra de Bernard Joseph cae como una gota de agua sobre la frente. No hay metáfora cuando la lluvia se filtra por el techo de esa sala oscura donde está la chimenea, en la parte más alta del buque. Ahora es de noche, la primera noche, pero todo empezó a la madrugada.
Viajar como polizón hacia otros mundos surgió como una avalancha. Su vida debía cambiar y rápido. Había dejado su casa de Tanzania a los 19 años y los meses que pasaron nada salió como lo esperaba. No podía seguir viviendo en la calle. Bernard dijo vamos y John, su compañero en las noches hostiles del viaducto, se sumó. Salieron sin más equipaje que una manzana verde para cada uno, medio litro de agua y una bolsa con glucosa en polvo para calmar el hambre. Cerca de las 3 de la madrugada, cuando empezaron la fuga de África, ni siquiera sabían si lograrían colarse en algún barco.
La barrera inicial fue la pared del puerto. Bernard y John la saltaron y vieron a un gigante de acero en uno de los muelles. Eligieron el área de embarque de los petroleros. La parte donde se cargan las frutas tiene muchos controles y se cuidan de los invasores. La de contenedores es muy peligrosa, no hay pasillos por donde esconderse y muchos jóvenes que lo intentan terminan muertos o aplastados. Bernard apostó a un buque tanque, como le dicen a los que transportan combustible.
Notó la bandera amarilla y la altura del mar sobre la línea de flotación. Dos señales de que ya estaba cargado y listo para salir. Podían tener dos o tres días de espera pero no más que eso. Él había aprendido esos pocos datos útiles en algunos trabajos aislados que hizo en el puerto y sobre todo con las historias de polizones que contaban sus compañeros. Igual, no había mucho más para pensar. Aprovecharon que no había guardias en el muelle y corrieron.
Se metieron entre los hierros. Vieron las luces prendidas en la zona de camarotes pero no había nadie en los pasillos. Subieron una escalera y después otra. Treparon hasta el piso más alto de la popa. Vieron una puerta de una habitación algo alejada del resto. El último rincón del viejo mundo, o el primero del nuevo.
Cuando entraron una máquina estaba encendida y latía de fondo. Fuuu. A un costado, la chimenea. Un hueco les permitió meterse detrás del equipo de aire de un metro y medio de alto que no paraba de sonar. Fuuuu. Apenas había lugar para sentarse en cuclillas. Rodillas al pecho. Fuuuuu. Los ojos blancos flotando en esa habitación húmeda. Los cuerpos tímidos y toscos. El metro ochenta y pico y los 85 kilos de Bernard como un ovillo, un caracol temeroso. La adrenalina bajó.
Lo hicimos, pensó Bernard. Se lo dijo a John, también de Tanzania y un año menor que él. Habló bajito, para no ser escuchado.
–Kitu Na Box.
Esperaron. Pura ansiedad. La cabeza no da órdenes en esos momentos. Es un mar revuelto de emociones que en el fondo se reduce a directivas mínimas: no te muevas, no hables, no hagas nada. Se piensa con las tripas. De pronto, la puerta se abrió y descubrieron que hay distintas clases de frío. El del invierno africano que se cuela por debajo de la puerta, se envuelve con el que baja del techo perforado y el del equipo de aire; y también está el frío caliente que sube por el interior de la espalda y paraliza todo.
Alguien que ellos no llegaron a ver se asomó en la pieza pero no revisó en la parte de atrás, entre la máquina y la chimenea. Se fue. Al rato, algo se movió. Todo se movió y el barco zarpó. Los cálculos de Bernard no fallaron.
Una alegría tensa los inundó. No una felicidad; apenas una gracia. Un estado de alerta que termina para que empiece otro nuevo, igual de desconocido.
La luz que asomaba desde el techo los fue dejando. Empezó a llover.
Hay que aguantar. Fuuuuuu. Hay que aguantar. Fuuuuuuu.
*** El capitán del RM Power, Florin Filip, da la orden de zarpar del puerto de Matadi, en la República Democrática del Congo, este miércoles 3 de julio. Ya descargó las 19 mil toneladas de arroz y completó las planillas. Antes de partir, encarga a su tripulación revisar que no haya intrusos escondidos en el buque. La misión la toma el primer oficial Robert Racovita. Los dos son de Constanza, la ciudad rumana que mira al mar Negro. El capitán tiene 55 años y le lleva casi 20 a su segundo. Se conocen, ya trabajaron juntos.
El mediodía pasa. Racovita y el marinero de primera Vicente Siguan encuentran a dos jóvenes en el castillo de proa. El puerto es un hormiguero de containers que suben y bajan de otros barcos. Un oasis de actividad económica enclavado en un país condenado, pobre entre los pobres del mundo. Ese contraste implica un alto riesgo de polizones para los buques comerciales. Los marineros lo saben, los capitanes lo saben y los dueños de las compañías lo saben.
Los habitantes del ex Congo belga tienen una esperanza de vida de 60 años, un Estado débil y una economía saqueada. ¿Por qué no arriesgarse a huir de esa nación acribillada por las guerras civiles, con 4,5 millones de desplazados?
La ciudad de Matadi fue fundada en 1879 por Henry Morton Stanley, un explorador británico del África central. Stanley sirvió al rey Leopoldo II de Bélgica en la explotación del Estado Libre del Congo. Un colega, Richard Burton, describió con precisión sus aptitudes: "Dispara contra los negros como si fueran monos".
Los polizones que se esconden en los rincones más inhóspitos de los barcos con la ilusión de sobrevivir a un largo viaje saben que hay nuevos Henry Morton Stanley allá afuera. Pero igual lo intentan, de a miles. A Florin Filip le toca actuar como si nada de eso le importara. Denuncia a los dos intrusos hallados en el castillo de proa ante la Policía local. Cuando van a entregarlos, uno de los jóvenes empuja al agente de seguridad, salta desde la escalera de estribor atada al muelle y se escapa.
*** Bernard deja de sentir los pies después de estar horas en cuclillas. No puede estirar las piernas hacia adelante porque está el equipo de aire frío. El armatoste ruidoso compensa el calor de la chimenea por donde suben, cada tanto, los vapores del monstruo de metal. Todo se amontona en esa sala pequeña que tiene el piso mojado por la lluvia.
No durmió esa primera noche. No comió. No tiene hambre ni sueño. Podría estar muerto y no se daría cuenta. Por la luz que se filtra del techo ahora cree que es de mañana. Saca la botella de agua y apenas se moja los labios. La humedad en la boca le confirma que está, que es. El dolor en las rodillas pasa a un primer plano. Intenta pararse y no sabe por dónde empezar. Pone las palmas de sus manos de guerrero sobre el suelo húmedo. Siente sus dedos como dos esponjas cargadas. Le molesta la cintura de un cuerpo que no parece el suyo. Un leve vaivén del torso lo ayuda a girar y arrodillarse, primero, y a pararse, después.
Ya pasó un día. Bernard calcula que tienen que esperar seis más. El barco debe dejar atrás una línea imaginaria, el último punto de comunicación con el continente africano: Freetown, la capital de Sierra Leona. Cuando se alejen de esa ciudad sobre el Atlántico y el buque ingrese en altamar, ya no habrá marcha atrás ni margen para devolverlos a tierra firme.
¿Son siete días los que tienen que pasar, o seis; o son ocho? No lo sabe. No es una ciencia. Solo tiene el eco de las narraciones de otros. Los relatos de sus amigos, Machine y Chili, y el resto. Los que un día estaban y al otro ya no más. ¿Sabés dónde está tal? En Australia, llamó a la familia para avisar. ¿Y aquel otro? Llegó a Japón. No, ese se fue al Reino Unido. A Europa. Cada noticia que circulaba entre los suyos fue cimentando su propio escape. Irse a esos lugares donde todo es mejor y más fácil y no hay que dormir sobre un cartón debajo de un puente. Ni cuidarse de los pandilleros y los viejos borrachos que encienden la bronca por nada.
Pero antes hay que saber un par de cosas. El barco a abordar tiene que estar cargado y listo para salir porque te puede pasar lo de aquel cuento que dan ganas de reír y de llorar. Un pibe se coló en un depósito de un barco y se quedó escondido. Esperó. Soportó el hambre y la sed a cambio de un futuro de plata y comodidades. Al séptimo día salió a conquistar todo eso. Se creyó cegado por el sol y, cuando entendió que los ojos no lo engañaban, ahí estaba. En el mismo buque anclado al mismo puerto. El más inmóvil de los éxodos.
En esas changas consiguió la ropa que tiene puesta ahora, en lo más alto de la popa del barco: un overol de trabajo de una pieza y con cierre al medio que se puso la madrugada que salió. También los borcegos. Bernard agradece estar bien equipado pero el frío tiene tiempo de sobra para dar la batalla. “Tengo que comer algo”, piensa. Saca la manzana verde y la muerde sin hambre por primera vez. John hace lo mismo. No hay mucho para decir y dicen poco. Al rato, muy al rato, quizás una hora o dos horas después, un segundo mordisco. Masticar lento como si después de tragar se apagara el mundo. Oscurece. Se va el segundo día.
***
Entre las vueltas del río Congo, que llevan al barco RM Power a veces por el sur de ese país y otras por el norte de Angola, siempre entre verdes intensos y salvajes, el capitán Filip pide una segunda búsqueda de polizones. Su tripulación cumple, entre las 16.30 y las 17.15: sin novedades.
A las 18.23 y 50 kilómetros aguas abajo, llegan al fondeadero de Boma, la ciudad que nació alrededor de un puerto para llevar esclavos negros a Europa en el siglo XI. Filip ordena tirar el ancla porque ya es de noche, muy tarde para las maniobras de practicaje, que permiten entrar y salir de la dársena con ayuda local. No es tarde, en cambio, para iniciar un tercer registro de posibles intrusos. Allí van los marineros obligados a rastrillar el bulk carrier de 190 metros de largo y 32,26 de ancho, con infinitos rincones en su interior. A las 21.45 de ese largo primer día de viaje, el primer oficial Robert Racovita informa al capitán que no hay invasores.
Al mediodía del jueves 4 de julio, día dos, el buque se libra del abismal río y en la salida al Atlántico se detiene en el práctico de Banana, una caprichosa extensión de tierra más delgada que un cabo, como el filo de una espada. Pero el RM Power aún no está listo para cruzar los mares.Tiene que subir 80 millas náuticas al norte (unos 130 kilómetros) y cargar combustible en Pointe Noire, en la vecina República del Congo, ex Congo francés.
El viernes, a las 14, un aviso alimenta los temores de Filip. El tercer oficial Liviu Marian Colgiu, joven rumano de 25 años, escucha voces mientras hace una ronda de cubierta. El ruido nace de la entrada de popa de la bodega de carga número 3, hacia el centro del buque. El marinero notifica al puente, el edificio donde están los altos mandos de la nave. El propio capitán junto con el primer oficial Racovita y marineros filipinos de cubierta se encargan de ver qué pasa. Escuchan golpes. Abren la escotilla de las bodegas y encuentran a dos jóvenes africanos encerrados en esa celda penosa.
La noticia enciende la hoguera en el pecho de Filip. El rumano había ordenado revisar hasta el último rincón de su barco varias veces y recién ahora, con el viaje avanzado, encontraban a los intrusos. ¿Su tripulación era inútil o simplemente obviaba sus órdenes? ¿Le decían "sí capitán" para clavarle una sonrisa maliciosa en su espalda? ¿Qué clase de hombres eran aquellos?
Durante dos horas y media, desde las 15 y hasta las 17.30, la tripulación sacude la nave con una inspección furiosa pero sin encontrar a nadie más.
A las 19.25, comienza la carga de combustible en Pointe Noire. Al filo de la medianoche, el RM Power vuelve hacia el práctico de Banana para bajar a los polizones. Los devuelven a la República Democrática del Congo, país donde habían abordado.
Las olas del amanecer del sábado portan malas nuevas para el capitán. A las 8, le notifican que tres nuevos intrusos fueron encontrados en la bodega de carga n° 1. Filip repite el procedimiento: avisa a la Compañía y al seguro. ¿Cómo aparecían esas personas cuando ya no las buscaban si es que alguna vez buscaron y si es que, acaso, alguien lo tomaba en serio en ese buque, su buque?
Nsimba Sakuba, de 26 años, Nzuzi Pierre, 24, y Motiamamca Nuyenda, de 26, habían burlado los controles del buque también en el puerto de Matadi. Por orden del capitán los dejan encerrados en el camarote de Suez. Los dos polizones encontrados el día anterior están en otra habitación desocupada.
–Mantengan la calma, yo voy a informar de esto a las autoridades– le dice Filip a la tripulación como si se hablase a sí mismo.