La revolución feminista está siendo televisada. Ya nadie puede taparse los ojos lo suficiente como para impedir que las ideas del feminismo les generen preguntas sobre sus propios modos de vida.
Hace unas semanas fui a la Feria de Editores y es visible cómo sigue aumentando la oferta de libros escritos por autoras mujeres, sobre todo, dentro de algunas editoriales que van a la vanguardia de este cambio.
Entre los libros que compré, me llamó la atención fue Primera persona, de Margarita García Robayo, editado este año por Marea Editorial. Entre otros atributos, es un libro que demuestra cómo se puede hacer buena literatura metiéndose de lleno en algunos de los grandes temas ideológicos de nuestra época.
Primera persona está compuesto por diez relatos independientes unidos por el tono narrativo de un Yo homogéneo y verosímil. El procedimiento es genealógico: los recuerdos se suceden para dar cuenta de las complejidades que tiene cada tema abordado. Las relaciones con los hombres, por ejemplo, empiezan por el padre. La relación con la madre, por su locura. La maternidad, por la teta como objeto productor de leche para el bebé. Y así.
En la contratapa del libro, Cristian Alarcón escribe que García Robayo posee una ética tan despiadada como bella. Estoy de acuerdo y creo que es porque la autora va despejando, párrafo a párrafo, cualquier connotación moral en la que pueda caer su protagonista.
En todo caso, si la moral solo tiene en cuenta al deber ser y las buenas costumbres, la ética tiene como obligación incluir en ella al deseo. Y esto es lo que hace la protagonista de este libro: nunca retrocede ante las buenas costumbres del grupo al que pertenece y pone en juego su posición —lo que siente, lo que le pasa, sus contradicciones— de manera clara y precisa:
—¿Una caribeña que no nada?
—Odio el mar.
En este sentido, el título que da nombre al libro es excelente. Antes de leerlo, supuse que era una referencia a la llamada literatura intimista, del yo. Quizás también sea eso, pero lo que más me interesa es cómo refleja la posición ética de una vida particular más allá de cualquier bandera ideológica, política o moral. Y esto tiene un costo subjetivo que la autora resalta en cada relato.
En “Historia general de tu vida”, la protagonista expone su insatisfacción, su malestar estructural: “el enojo es un cuerpo compacto que se ha instalado en la boca del estómago y pide salir. Todo el tiempo. Duele como haberse tragado una piedra tan grande que te preguntas cómo fue que pasó por tu garganta. No pasó nunca. Nació y creció allí, y te hace querer vomitar cada vez que chocas con algo que lo irrita”.
La literatura de García Robayo es una búsqueda que siempre pasa por el camino de la complejidad. Si hay contradicciones, las pone sobre la mesa para generar preguntas que la protagonista responde, una por una, de un modo particular. Hay una lógica del desplazamiento que la autora maneja con soltura. La tensión no se resuelve pero se desplaza.
La protagonista siempre está en movimiento. Se va de su país, se muda siete veces, viaja a congresos de literatura y de vacaciones pero todo eso no es más que la orilla que la lleva hacia algo más profundo: ser hija, mujer, madre o escritora también suponen movimientos que no se estancan en identidades fijas. Las etiquetas del ser se deconstruyen una a una al ritmo de estadios que son narrados de una manera elegante y honesta.
En “Amar al padre”, la protagonista reconoce al padre como eje primario de su mundo. Hay algo onírico que le permite introducir una pregunta poco frecuente en literatura: ¿En qué parte de la filiación con mi padre somos lo mismo? ¿Dónde soy él? ¿No parecidos, no iguales (la igualdad es una variable de la diferencia); dónde somos idénticos?
A partir de allí, del rasgo de esa identidad, comienza la evolución y el despliegue de su sexualidad: en las salivas ajenas, la menstruación, el primer sexo, el verdadero sexo, el orgasmo, los amantes y los novios.
En “Leche”, el curso de preparto y la dificultad para que el bebé se prenda a la teta inician la genealogía sobre la maternidad. Hay datos duros, fechas y definiciones de la OMS. Hay una cruzada progresista que levanta la bandera de la lactancia materna en oposición a la leche vacuna. La protagonista se restringe, se refugia en la búsqueda de resolver su conflicto y se abstiene de fijar una posición ideológica.
No queda claro si el novio que la acompaña también es el padre del bebé pero eso no importa. Lo que importa es el desplazamiento que experimenta la mujer cuando se convierte en madre. Por momentos, se ve reducida a una teta; y además, eso no es suficiente. La leche que produce no alcanza. Esta dificultad es el motor del relato y le sirve a la autora para plantear otras de las aristas de la subjetividad femenina: la tensión que existe entre ser mujer y madre.
En “Mi debilidad, apuntes desordenados sobre la condición femenina”, hay un párrafo que revela este procedimiento: “La subjetividad es algo que contiene demasiadas aristas, es el filtro con el que un individuo comprende y construye el mundo, que responde a su bagaje (cultural, académico, sociológico); a su grado de pertenencia a determinada geografía, a determinada ideología, a determinado tiempo y a tantas otras cosas. La subjetividad existe más allá de la conciencia que uno pueda tener de ella”.
Esta definición de subjetividad —solidaria con una idea de literatura que busca poner de relieve lo complejo de la existencia humana— entra en tensión con posiciones ideológicas o políticas que exigen definiciones cristalizadas, unificadoras y que muchas veces terminan en el reduccionismo de la sentencia o consigna política. “El impulso de unirse frente a la diferencia es un combustible potente”, dice la narradora.
Cuando un periodista le pregunta sobre el cupo femenino en literatura, ella abre el tema y, otra vez, lo complejiza. No va hacia ese lugar común al que el periodista la quiere llevar y arma el relato en un contrapunto entre pasado y presente; entre una educación patriarcal y la construcción de su propia condición de mujer y escritora.
Primera persona es también la historia de una deconstrucción femenina. Contra todo determinismo lineal, el recorrido de García Robayo durante estos diez relatos es singular, revisa algunas de las aristas que constituyen su propia subjetividad y nos brinda una fórmula que sirve a hombres y mujeres: “Al luchar contra las imágenes que me han impuesto de lo femenino, también estoy luchando contra parte de lo que soy: cuesta desaprender, es un desgarro permanente pero necesario. Creo que tenemos que ser capaces de repudiarnos. Creo que hay que tenerse un poco de asco para poder cambiar”.
Lo más difícil de la llamada deconstrucción es apuntarse a uno mismo. En lo que a mí me toca, no es un trabajo sencillo y conlleva el riesgo de tomar el atajo hacia una moral impostada. O declarándome feminista o protegiéndome con el escudo del silencio. Prefiero seguir el procedimiento que García Robayo desarrolla en Primera persona.