Conocidos por estos paganos pagos como “pastores brasileros” o “tele-evangelistas” por su masiva invasión mediática y prédica salvacionista, las iglesias de raíz protestante y actual cariz pentecostal no son las únicas en el espectro evangélico ni las que se postulan como opciones al catolicismo. Constituiría una desidia histórica dejar de lado aquellas congregaciones cristianas ajenas a la burocracia vaticana que desde comienzos del siglo XX —y antes aún— se insertaron en la sociedad en pos de la laicidad del Estado a la par de una igualdad religiosa y el fin del monopolio católico en las capellanías militares. Inicialmente encabezadas por el movimiento Metodista y a partir de las comunidades inglesa, alemana y nórdica, las distintas versiones de religiosidad que se reconocen descendientes de Lutero y Calvino sostuvieron una importante lucha por los Derechos Humanos durante la ultima dictadura y sembraron un fuerte pensamiento crítico a través de sus seminarios teológicos.
Muy distinto, casi opuesto, es el principal engorde de recicladas versiones de estos agrupamientos en el subcontinente, que se desata en los espacios dejados vacantes por el verticalismo católico tradicionalmente aliado a las clases dominantes y en las franjas desposeídas de la población en las que se verifica la fragilidad o, directamente, la ausencia del Estado. Si en el siglo pasado nueve de cada diez pobladores de Latinoamérica se reivindicaban católicos, hasta el último lustro, del 84% de los fieles que habían crecido como tal, sólo el 64% afirmaba conservar la misma confesión. En contraste, el 9% de latinoamericanos provenientes de familias evangélicas, se extendió al 19% de la población, proveniente de otros rituales.
La geométrica expansión de los neopentecostales catódicos se atribuye también a la promoción de una “ideología del milagro” que, bajo la forma de la “teología de la prosperidad”, desculpabiliza al creyente de fatalidades sociales y cagadas individuales que le hayan hundido en la miseria material y espiritual, atribuyéndolas a una presencia satánica que, por cierto, la fe personificada en el pastor está en condiciones de erradicar. Para, entonces, dar lugar a una era de holgura económica, dicha familiar y reconocimiento social. De esta manera, la ostentación de bienes materiales, una familia conservadora heteropatriarcal y devota, resultan señales inequívocas de la milagrosa bendición divina para con quien cumple al pie de la letra los preceptos pastorales. Y aporta su diezmo, desde ya.
Quien desarrolla en profundidad el establecimiento de estos grupos religiosos que avanzan sobre la corporación política en América Latina es el doctor en Ciencias Sociales de la UBA Ariel Goldstein (Buenos Aires, 1987). En Poder evangélico recorre país por país la incidencia creciente en las últimas décadas. No es azaroso que la investigación presenta la situación en los Estados Unidos y en Brasil en primer término, en tanto ambos territorios constituyen otros tantos focos de irradiación de la metodología neopentecostal en el continente, en particular luego del advenimiento de Donald Trump y Jair Bolsonaro.
En la sede del imperio capitalista americano las congregaciones evangélicas se hallan inscriptas en sus actas fundacionales, aunque su alianza con el conservadurismo fundamentalista blanco y con el Partido Republicano se afianza a finales del siglo pasado, con la conversión de George W. Bush; y se encripta en el poder a partir del lobby avalado por el blondo mandatario recientemente desplazado por el imperio de las urnas. Goldstein adjudica tamaña movida a la animadversión generada hacia y por las comunidades afroamericanas, latina y los millenials, no menos que a la creciente fragilidad política: “La derecha religiosa fue convocada por el discurso racista y nacionalista (…) que obtuvo el 81% del voto evangélico”, que de tal modo obtuvo importantes cargos en la Casa Blanca.
En otro contexto social, el Brasil de Bolsonaro consolida su hegemonía desde el vacío de un mensaje mesiánico antipolítico, correlato de la demonización del enemigo encarnado en Lula y sus seguidores como agentes satánicos. Territorio regado por las redes mediáticas neo-pentecostales, cuyos voceros trazan una comunicación directa con dios que les habilita a hablar en su nombre y proclamar sus sacros designios. Con una inserción en los sectores más desposeídos, los pastores de menor rango ejecutan un severo trabajo de base en los espacios en que el Estado permanece ausente, alcanzando hasta los narcos, quienes adoptan otra fe “y se hacen llamar ‘traficantes de Jesús’, persiguen a quienes manifiestan otras religiones o espiritualidad, de tipo africano o umbanda”. Violenta hegemonía que constituye “una táctica discursiva utilizada como forma de representar en el imaginario de la nación una mayoría”.
Para la Argentina, Poder evangélico consigna un crecimiento de estas sectas mediáticas un 10% en la última década, mientras entre los católicos se detecta una reducción del 15% en el mismo lapso. Tras un repaso de su inserción en los años ’70 del siglo pasado y la visibilización a partir del memorable pastor Giménez en los ’90, el autor historiza un proceso cuyo cenit es alcanzado en 2008, cuando Macri intendente promueve un evento con Luis Palau frente a 800.000 personas y llega hasta las últimas elecciones en una leve caída, de la mano de la diputada Cyntia Hotton, la alianza con la iglesia católica en la pugna contra el aborto y la candidatura de Gómez Centurión en 2019.
Con un exhaustivo relevamiento de los partidos políticos trenzados con las diversas iglesias evangélicas, el desarrollo de sus propias plataformas electorales y la coincidencia en los programas ultraconservadores, Goldstein profundiza las particularidades vigentes también en Colombia, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Perú, Venezuela, México, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Ocasión relevante que al mismo tiempo permite al lector aproximarse a la historia política reciente de los países hermanos. Interesan, entre tanto, las consideraciones vertidas sobre el Uruguay, territorio laico, “antídoto contra la expansión evangélica (…) atacando sus fundamentos religiosos”.
Mediante una descripción pormenorizada, Ariel Goldstein avanza en la construcción de una teoría acerca de las razones de esa expansión “allí donde se exhibe una fractura del tejido social-familiar y de la asistencia estatal en contextos de crisis económica”, que les permite “ser parte de la cadena estatal de implementación de políticas sociales”, escalón desde el que trepan a la cooptación de los poderes del Estado. Epifenómenos que al autor le animan a proponer medidas destinadas a “limitar el poder de estos grupos religiosos para preservar la esfera púbica democrática”, atendiendo las “dos fuentes de construcción del poder: el territorial y el mediático”. Advierte finalmente la necesidad de “preservar la razón y la libertad en sociedades cuyas democracias débiles se encuentran amenazadas por liderazgos mesiánicos aliados a los fantasmas del autoritarismo religioso”, pues, queda demostrado, las fuerzas progresistas que pactan por oportunismo coyuntural “termina a largo plazo, y de forma inevitable, restringiendo sus márgenes de acción y contradiciendo sus propias aspiraciones”.