Además de los 30.000 desaparecidos, la destrucción de las redes de socialización, la pauperización generalizada, la degradación de la industria nacional y tanto estrago desatado entre 1976 y 1983, la dictadura eclesiástico-cívico-militar perpetró en forma sistemática uno de los crímenes de lesa humanidad más espeluznantes que registra la Historia: el robo de los pequeños hijos de los cautivos. Infamia imprescriptible, sigue ocurriendo como el asesinato de sus madres y padres. Al día de hoy, 46 años después, las Abuelas de Plaza de Mayo lograron restituir su identidad a 137 nietos, en tanto se estima que aún faltan ubicar a 300 ó 400.
Evocar estos siniestros acontecimientos no solo resulta una tarea militante sino una necesidad histórica, en particular cuando desde aquel entonces ya han transcurrido dos generaciones y los intentos por opacar esa memoria se comprueban como parcialmente eficaces. Revitalizar esas historias ha sido la tarea emprendida por Mariana Zaffaroni Islas ( Buenos Aires, 1975; ella misma nieta restituida), Analía Argento (Río Negro, 1970; su tío permanece desaparecido) y Sabrina Gullino Valenzuela Negro (Paraná, 1978; también hija de desaparecidos, sigue buscando a su hermano mellizo). Esta última es la encargada de las ilustraciones y las dos primeras de la escritura de las trece historias relatadas en Los nietos te cuentan cómo fue, flamante publicación de una editorial abocada a los Derechos Humanos.
Tanto la selección de víctimas, que hoy superan los cuarenta años, como la sistematización de esas historias y el tenor de cómo, en qué lenguaje, para qué publico, no han de haber sido elecciones emocional y técnicamente simples. Optaron por realizar sendas entrevistas a fin de consignar cómo se enteraron de su condición, la restitución de la identidad, el vínculo con sus apropiadores, el encuentro con las familias biológicas, infancia y adolescencia, en fin, la vida misma. Con este material construyeron relatos “que son reales, no son un cuento”, en un lenguaje acorde a las lecturas usuales de jóvenes culminando la escuela primaria, inicios de la secundaria: las nuevas generaciones. Tono ágil, didáctico, complementado con viñetas personales, playlists de música preferida, películas favoritas, alguna anécdota y hasta códigos QR que reenvían a información suplementaria. Tanto las sutiles ilustraciones donde se recortan escenas paradigmáticas de cada historia, como el conjunto de la diagramación, remedan –sin serlo— la disposición estética de los libros de texto.
Presentación formal por cierto eficaz, empática con los usos y costumbres de la adolescencia, hace al ritmo y diferenciación de la escritura, requisito fundamental para la lectura, más cuando se trabaja con eventos enhebrados a un mismo hilo conductor. Cuidado particular, despojado de golpes bajos, logra una hondura narrativa apta, con holgura, al acceso de adultos. Lo que nunca viene mal, de paso. En este espíritu, cada capítulo despliega las vicisitudes de un niño, niña, comenzando con un recuadro donde se reseña la vida de los padres biológicos, el nacimiento, secuestro y restitución: una guía rápida de contexto. En respetuosa tercera persona, las autoras glosan las respectivas historias, siempre estremecedoras, cada tanto con situaciones simpáticas, matizadas con los recuadros sobre aficiones (libros, películas, etc.), viñetas e ilustraciones en formato de brevísima historieta.
Las razones con que cada piba, pibe, elige sus preferencias, a menudo reconfortan. Quien se percibe fan de Harry Potter, Kurosawa o Star Wars, aduce: “Siempre que hay algo justo por lo que pelear, y hay un gran adversario que rompe y destruye todo, y vuelve la reconstrucción. Ahí está nuestra historia. Nosotros somos historia de reconstrucción, para generar, ojalá, algo nuevo”. En otro pasaje, hoy una mujer, durante un encuentro con su familia de origen en una playa “descalzos y en ojotas. En un momento miré para abajo y encontré un montón e pies exactamente iguales a los míos. En ese momento me sentí como el patito feo cuando descubre a los cisnes: él era muy feliz siendo patito, pero cuando ve a los cisnes se da cuenta de que es ahí adonde pertenece”.
No todo es dichoso, desde ya. Mujer madura, recuperó nombre y documento, sin embargo “le faltan trámites para completar quien es: ‘Les quiero sacar el apellido a mi primer hijo y a mis nietos porque les quedó el apellido de mi apropiadora. Algunos me dicen que no es tan trascendental. Para mí es muy importante. No era mi familia. Lo pasé muy mal y aunque lo hubiese pasado bien también lo querría cambiar. Por algo mi hermano me dijo mi apellido. Esa es mi identidad y la de mis hijos’”.
Un orden interno de pensamientos encuentra su propia, original disposición cuando ésta ha sido alterada. Va reconociéndose en rasgos de carácter y aún físicos: “Me pasó al revés que todo el mundo, yo sentía que se parecían a mí en un montón de cosas en lugar de parecerme yo a ellos. Ya que en mi vida ellos llegaron después que yo”. Más que una anécdota pintoresca, este último fragmento materializa un procedimiento ético de reacomodamiento, en la mejor de las oportunidades efecto de un trabajo personal capaz de ser de duda, búsqueda y encuentro. Pero asimismo, un trayecto sinuoso, a menudo ríspido, en el que van sumándose personajes solidarios y de los otros; compañeros de ruta, funcionarios judiciales bien dispuestos u hostiles; por supuesto, las Abuelas, fuente de toda razón y Justicia.
Es el espíritu que fluye a todo lo largo de Los nietos te cuentan cómo fue al hacerle honor a su subtítulo: Historias de identidad. El pagano sacrosanto derecho a saber quién se es, de dónde se viene, hijo de, hermano de, primo de, sobrino de, nieto de, sitúa a cada persona fuera del terrorífico vacío de permanecer colgado de la nada. O lo que sin duda puede llegar a ser peor, preso de una filiación falsaria en que las piezas nunca encajan, plagada de tenebrosas oquedades, dentro de una atmósfera espesa, contagiosa de una duda que hasta hace desconfiar de la propia percepción. En este aspecto, la labor de Analía Argento, Mariana Zaffaroni Islas y Sabrina Gullino Valenzuela Negro constituye, sí, un crucial aporte a la construcción y difusión de la memoria. Pero por sobre todo se trata de un peculiar ejercicio sobre la verdad. Esa que se despliega, multiforme, en cada relato y en su conjunto hace coherente, compatible, lo diverso; un acto de libertad. La verdadera libertad.