La escritora mexicana habla sobre su vida y sobre los momentos que fueron jalonando su trabajo como una disruptiva periodista y escritora, y no rehuye a opinar también sobre la actualidad.
Quizás porque hizo muchas (a Nicolás Guillén, a Gloria Trevi, a Fernand Braudel, a Lola Beltrán) y sabe que no siempre es fácil conseguirlas, Elena Poniatowska responde rápido mi primera solicitud de entrevista. «Con gusto la haremos», y pone fecha, hora y lugar. Debajo de la dirección indicada, escribe: «Es solo a unas cuadras de las librerías Gandhi y Fondo de Cultura Económica. Sobre una calle empedrada». Tengo la respuesta de Poniatowska unos días antes de llegar a Ciudad de México, pero ahora mientras escribo ya estoy aquí. La casa en la calle empedrada, ubicada en la colonia de Chimalistac, linda con una capilla, la de San Sebastián Mártir, aunque en esta ciudad cualquier casa linda con una parroquia, con la imagen de una virgen o con algún símbolo religioso más sincrético. He llegado temprano, media hora antes de la cita, así que decido entrar a la iglesia y esperar, después, en el parque que la rodea. Por fin voy hasta la casa y toco el timbre. Una voz del otro lado contesta, con cierta extrañeza, «¡¿Quién es?!» y, mientras me digo para mis adentros «esta no es la voz de Poniatowska», doy mi nombre y el del medio en que trabajo. «Vengo a ver a la señora Elena Poniatowska», aclaro ingenuamente. «Aguarde, por favor», responde la voz femenina. Unos instantes después, la puerta se abre y la mujer que me ha contestado me hace entrar. Se trata, esto lo sabré en unos segundos, de Martina, la señora que trabaja en casa de Elena, que me traerá un vaso de agua y en un instante me dirá que «ahora baja, no se siente muy bien hoy».
Atravieso el enorme jardín lleno de plantas y de flores junto a Martina y entramos en la casa. «Siéntese», me indica. Y yo hago caso. El sillón está rodeado de almohadones bordados –unos con flores, otros con pájaros, uno con la cara de Andrés Manuel López Obrador–. El amplio comedor brilla por sus cuadros, sus adornos y una extensa biblioteca.
Tomo unas fotos del living que, por supuesto, salen mal. Veo, entonces, a Elena bajando las escaleras. Está vestida de rosa. Un buzo rosa, un pantalón rosa, solo faltan unos zapatos rosas. Pero no, lleva unas zapatillas deportivas blancas.
«Ay, disculpe, es que estoy un poco enferma hoy», dice mientras baja. Ya siento que vine a importunar. La culpa es sabia. Pero es imposible recalibrar: mañana ya no estaré en México.
La autora de La noche de Tlatelolco y Hasta no verte Jesús mío y ganadora del Premio Cervantes 2013 se sienta en un sillón y, como experimentada entrevistadora, me hace algunas preguntas antes de que empiece a hacerlas yo. Toca así, mi temor: la dificultad de entrevistar a Elena Poniatowska reside en entrevistar a una entrevistadora. Puede que ella sea, como efectivamente lo es, una cronista y una escritora, pero quien haya leído algunas de sus entrevistas reunidas en los volúmenes Todo México sabe que el don de la pregunta la persigue. Y no hay nada más difícil que preguntarle a un preguntón o a una preguntona. Menos a ella, que hizo de la pregunta directa y de la intervención y los comentarios en las entrevistas un arte (como lo demuestra su «fallida» entrevista al escritor católico François Mauriac, Premio Nobel en 1952, en la que, después de confesarle que no lo había leído, terminó desarrollando una entrevista hilarante –mucho mejor que si hubiese salido «bien»–, que elogió el propio autor de Nudo de víboras y El cordero).
La suerte está echada, y para bien del entrevistador, el último libro de Poniatowska –a quien muchos han llamado la «princesa roja» de México– es El amante polaco, en el que reconstruye parte de su genealogía familiar. Así que, mientras miro la omnipresente estatuilla de la Virgen de Guadalupe que tiene al lado –porque aquí no hace falta creer para ser guadalupano–, empiezo por lo simple: la familia.
Usted nació en París, tiene orígenes mexicanos por parte de su familia materna, polacos por parte de su familia paterna –algo que reconstruye al hablar de los Poniatowski en su último libro El amante polaco– y una historia marcada por la participación tanto de su padre como de su madre en la lucha contra el nazismo en Francia. Imagino que todo eso debe haber forjado algo de su carácter.
Sí, claro, es una historia familiar muy extensa que siempre me ha interesado mucho y que suelo contar. Recuerde que entre mis antepasados está Stanislaw Poniatowski, que fue el último rey de Polonia. Él nació en 1732 y tuvo un reinado muy liberal, muy interesado también en la cultura. Estuvo muy enamorado, además, de Catalina la Grande. Su sobrino, Józef Poniatowski, fue mariscal de Napoleón y se tiró al río Elster antes que entregarse a los rusos. Y mi padre, Jean Poniatowski, nacido en Francia, estuvo implicado en la lucha contra el nazismo. Su intención era cruzar los Pirineos a pie para llegar a África y encontrar allí a De Gaulle y el ejército de la Francia Libre, pero fue capturado en Jaca, una ciudad española muy cercana a la frontera con Francia. Lo apresaron durante 60 días y allí, en la cárcel de Jaca, lo obligaron a saludar a diario a la bandera de España diciendo «Viva Franco». Era algo que despreciaba y se rebeló diciendo «Viva el cerdo», lo que llevó a que lo enviaran a limpiar las letrinas de la cárcel. Luego pudo escapar de allí y se unió al ejército de la Francia Libre y luchó toda la guerra contra los nazis. Mi madre, Paula Amor, también participó en la guerra. Ella se enroló en la Sección Sanitaria Automovilística Femenina que pertenecía a la Cruz Roja y todos los días, por la madrugada, salía en París en busca de los heridos. En 1942 mi madre, mi hermana y yo nos vinimos a México. Y durante cinco años no vimos a mi padre.
¿Cómo fue aquel viaje? ¿Qué sintió al llegar a México?
Vea, llegamos a México con mi madre y mi hermana Kitzia en 1942 en El Marqués de Comillas, un barco en el que viajaron muchos exiliados de la Guerra Civil española. Era, digamos, un barco de refugiados. Entonces yo tenía 10 años, es decir que era una niña. En ese momento una de las cosas que realmente me pareció maravillosa era la cantidad de naranjas que había y que se vendían en las esquinas de las calles. Nunca había visto tal cantidad de naranjas y creo que pensaba que era imposible que hubiera tantas. Me quedé, además, muy impresionada por la dulzura y la gran bondad de la gente. El trato con la gente de la calle y la forma en que las personas respondían y hablaban me impactaron. Pero al mismo tiempo me impresionó mucho la pobreza. Había mucha gente descalza por la calle, sobre todo niños y mujeres indígenas.
Ya aquí en México usted se reunió con parte de su familia materna…
Claro. Aquí yo tenía tías (las Amor) y tenía a mi abuela, Elena Iturbe de Amor, alguien que fue muy importante para mí. La recuerdo siempre por su gran corazón y por su dulzura. Ella tenía pelo rojo e iba con un sombrero de paja como el que usaba el actor francés Maurice Chevalier. Y hacía cosas increíbles. Por ejemplo, recogía de la calle perros cojos, tuertos, con sarna y los llevaba a la casa. Lo hacía a tal punto que llegamos a vivir, en un momento, con 43 perros y todos eran así. Creo que mi abuela, junto a otras personas como Magda, mi nana, me presentó México como mi lugar en el mundo. Cuando vivíamos en París no se hablaba de México, yo no sabía ni que esto existía ni que mi madre era mexicana.
¿Y aun así no tuvo la sensación de sentirse exiliada tras haber dejado París con su familia a causa de la guerra?
No, no tuve la sensación del exilio. En primer lugar, porque era muy niña, yo ni siquiera sabía qué era eso del exilio, aunque hubiésemos venido por la guerra. La verdad es que solo sentía aquí que tenía una abuela muy cariñosa y un país con cosas maravillosas. Me encantaban los perros y sus ladridos, adoraba el sol de la ciudad y, como le decía, los puestos de naranjas y frutas tropicales en las esquinas. Vivía México como una novedad, lo vivía con mucha felicidad, pero sin sensación de exilio.
¿Qué pasaba, en esa niñez y en su época de estudios, con la literatura?
Bueno, en mi época de estudios yo ya sentía una inquietud literaria. Me gustaba mucho leer y escribir. Me apasionaba más la escritura que, por ejemplo, las matemáticas. Por supuesto, leía sobre todo lo de la escuela, y como estudiaba en inglés y en francés, leía a los prerrafaelitas, a Dickens, las fábulas de La Fontaine, a Victor Hugo.
Años más tarde, a comienzos de la década de 1950, usted se involucra en el periodismo a partir de las entrevistas que realiza en el periódico Excelsior. ¿Qué supuso para usted ese comienzo en el campo periodístico?
Yo había visto artículos y entrevistas en el Excelsior que me habían gustado y sencillamente pensé que podría hacer eso. Además, mi madre conocía a Alfonso Reyes, a José Clemente Orozco, a los grandes pintores y muralistas de México, y yo creí que entonces podría hacerles entrevistas como la que ahora usted me está haciendo. Y así lo hice. Primero en el Excelsior, donde ingresé en 1953, y luego en Novedades, ya desde el año siguiente. El periodismo fue y es muy importante para mí. Yo me siento periodista. Pese a que mucha gente ha dicho que el periodismo no es bueno para ser escritor, para mí fue una verdadera escuela. ¿De qué otra manera hubiera tenido yo la posibilidad de entrevistar a tanta gente a la que admiraba si no era a través del periodismo? El periodismo a mí me lo ha dado todo. Yo soy principalmente periodista, aunque en general se tienda a menospreciarlo o a ponerlo en un segundo lugar. Fíjese que, gracias al periodismo, yo pude conocer a Dolores del Río, a Juan Rulfo, a María Félix, a Octavio Paz. Y eso nunca terminaba allí, porque se establecían relaciones. Esas personas me mostraban sus libros, sus obras, sus trabajos, me invitaban a comer, y se generaba un ambiente maravilloso. Octavio Paz, por ejemplo, me llevaba a la librería francesa, me develó autores como Balzac o como Breton.
Usted hacía, además, unas entrevistas muy particulares, con preguntas más bien generales y con descripciones del entorno y del entrevistado que después fueron imprimiendo un estilo y un sello propio. Pero además hacía algunas preguntas que podríamos llamar simpáticas y risueñamente impertinentes.
Sí, yo hacía entrevistas preguntando las cosas básicas. Esa forma de entrevistar no era buscada. Yo simplemente quería saber cosas del otro y hacía preguntas generales por mi ignorancia, por mi desconocimiento. Además, yo había estudiado principalmente en francés e inglés –en el Liceo Franco-Mexicano primero y en el Convento del Sagrado Corazón de Eden Hall en Filadelfia después– y había muchas cosas de México que no sabía. No conocía a todos los personajes a los que entrevistaba. Incluso decía algunas cosas mal en español porque no había sido mi idioma principal. Piense que yo aprendí el idioma en la calle: el español de las lavanderas, de los barrenderos, del jardinero, y quizás de ahí viene también mi apego a todos ellos. Y el español que hablaba con las muchachas.
Es cierto que hacía algunas preguntas que podían ser un tanto impertinentes. Una vez, entrevistando a Diego Rivera –que había pintado desnuda a mi tía, la poeta Pita Amor, lo que había causado un gran revuelo familiar–, le pregunté si sus dientes eran de leche porque los veía muy chiquitos. Esto nacía más de la ingenuidad, de la ignorancia. Y muchas veces generaba simpatía por parte del entrevistado, porque no nacía de ninguna maldad. Además, en los primeros tiempos, cuando hacía entrevistas, tomaba notas en libretas que todavía conservo, porque no había grabadoras. Aunque sabía taquigrafía, no había aprendido la buena: yo había estudiado la Gregg y la buena era la Pitman. Aunque ya un tiempo después conseguí mi primera grabadora, que era un cajón muy pesado, a punto tal que me alargó el brazo derecho.
Todo fuera por preguntar...
Sí. De niña me decían que era una niña preguntona, por lo que hacer preguntas fue un poco una consecuencia de ese carácter. Yo quería preguntar «¿cómo?», «¿por qué?», «¿para dónde?», «¿en qué lugar?». Yo tenía, y siempre las tuve, las preguntas básicas del periodismo. Al entrevistar a distintas personas, algunas incluso conocidas e importantes, yo hacía esas preguntas básicas que eran parte de mi inquietud o de la curiosidad que me inspiraba el otro. A mí lo que más me ayudó en la vida fue, finalmente, no centrarme en mí misma. Por eso en mi vida hay, tal vez, mucho más periodismo que literatura. Alguna vez un crítico, Emmanuel Carballo, me dijo: «Todos van a escribir su autobiografía precoz, tú por favor escribe la tuya». Y yo no escribí nada. No me salía nada, no sabía qué decir. Muchos lo hicieron. Los de la Autobiografía precoz eran unos pequeños libros que se publicaron todos juntos a fines de la década del 60. Pero a mí no me salía. Prestaba más atención a los demás, sentía que tenía algo más interesante que hacer que hablar de mí misma.
En ese ejercicio del periodismo usted comenzó a ir a la cárcel, al viejo Palacio Negro de Lecumberri. ¿Por qué tomó esa decisión, qué fue lo que encontró allí y cómo modificó su perspectiva del país y del mundo cultural y político? ¿Qué implicó para usted ver los márgenes de la sociedad que no eran retratados por la literatura y que rara vez aparecían en el periodismo?
Comencé a ir a la cárcel de Lecumberri mientras trabajaba en la sección de sociales del Excelsior. Había recibido una carta de un preso, Jesús Sánchez García, en la que me invitaba a ver una obra de teatro de su autoría. Fuimos junto a Alberto Beltrán, un gran artista con el que hicimos el libro Todo empezó el domingo. También fui muchas veces con Luis Buñuel, con quien tuvimos una larguísima amistad. Fuimos a ver juntos a Álvaro Mutis, el escritor colombiano que entonces estaba preso. Y además de hablar con muchos de los presos, en Lecumberri yo entrevisté, por ejemplo, a David Alfaro Siqueiros, que estaba preso por motivos políticos y que pintaba allí, en su celda.
Lecumberri implicó ingresar en un mundo nuevo y, para mí, fascinante. De hecho, yo no sospechaba que pudiera existir un mundo así. En el Palacio Negro aprendí mucho más que en el convento de monjas, donde solo me hacían recitar de memoria el Nuevo Testamento, recitar oraciones y pedir perdón por pecados que todavía ni siquiera había cometido. Ver la realidad de la gente y su sufrimiento, pero también su alegría y su valor, constituyó un gran aprendizaje. Y comencé a escribir sobre ellos. Allí conocí, por ejemplo, a los líderes ferrocarrileros de la huelga de 1959, sobre quienes luego escribí mi libro El tren pasa primero. Entre ellos estaba, por ejemplo, Demetrio Vallejo, el líder sindical oaxaqueño. Por eso a todos los jóvenes que se acercan y me dicen que quieren ser escritores les digo que no hay mayor escuela que la de ir a la cárcel.
Lecumberri, en definitiva, implicó entrar en otros mundos, en mundos muy distintos al mío. Traté de entenderlos, de captarlos y, sobre todo, de no traicionarlos.
¿Qué implicaba ser mujer y periodista en aquel tiempo?
Pues muchas cosas. Desde luego que en las entrevistas que hacía en la cárcel yo era la única mujer. Incluso algunos me preguntaban por qué iba a la cárcel, me decían que yo no tenía por qué interesarme en ese tipo de situaciones que eran muy ajenas, obviamente, a las que yo había vivido hasta ese momento. En el ámbito más general del periodismo había mujeres, pero no muchas. Estaba por ejemplo Elvira Vargas, que fue una gran reportera en la época de Lázaro Cárdenas. Pero en general eran pocas y se dedicaban más bien a sociales o a arte. Sociales era una sección sobre bodas, sobre cócteles, sobre todo ese tipo de eventos. Mi sección, al principio, era, de hecho, la de sociales. En aquel tiempo los directores y los periodistas no valoraban a las mujeres periodistas, a punto tal que solían decir que eran periodistas «mmc», que significaba «mientras me caso». La idea era que se iban a casar y que, mientras tanto, estaban haciendo eso, pero que no iban a continuar allí. Tenían la idea de que las mujeres periodistas no iban a llegar a ser nada. Esa situación, afortunadamente, ha cambiado mucho. Hoy hay muchísimas periodistas, hay directoras de periódico, pero en esa época no era así.
¿Fue toda esa combinación de factores (la historia familiar, el reconocimiento de la pobreza, el ejercicio del periodismo en la cárcel, la evidencia de que las mujeres tenían menos posibilidades) la que fue ubicándola usted en lo que podríamos llamar un pensamiento de izquierda?
Yo creo que simplemente mis intereses me llevaron allí. Realmente yo no sabía muy bien qué era, solo que me interesaba un grupo social muy distinto al mío. Yo era una niña privilegiada y me encontré interesada en gentes con vidas muy ajenas a la mía. Era gente que sufría, que trabajaba muy duro. Por supuesto que en mi familia también se trabajaba y mis padres habían sufrido los horrores de la guerra, pero teníamos una situación muy superior a la de las personas que me escribían cartas, a las que yo trataba en la cárcel, con las que conversaba habitualmente en zonas populares. Lo que me decía esa gente me interesaba, me apasionaba muchísimo y era muy superior a lo que yo podía escuchar en las fiestas de niñas de 17 o 18 años a las que yo iba. Creo que eso fue lo que sucedió.
En ese encuentro de vidas y mundos diferentes al suyo ingresa uno de sus libros más importantes. Me refiero a Hasta no verte Jesús mío, en el que relata la vida de una soldadera de la revolución mexicana llamada Josefina Bórquez, a la que usted en su novela rebautiza como Jesusa Palancares. ¿Cómo conoció a Josefina? ¿Y por qué decidió escribir su historia en un momento en el que la mayor parte de las obras asociadas a la revolución contaban las grandes batallas de generales y héroes masculinos?
Tal como dice, el verdadero nombre de Jesusa Palancares –el personaje de mi novela– era Josefina Bórquez. Yo la oí por primera vez gritando en una azotea y quedé impactada por las cosas que decía. En ese momento ella trabajaba de lavandera y todo lo que ella decía me conmovía, me importaba. Hablaba con mucha autoridad, era fuerte, su forma de expresarse me impresionaba. Finalmente la conquisté para ir a verla y hacerle preguntas, para entrevistarla y escuchar su vida. Me contó su historia y todas sus palabras me resultaban las de una mujer con un enorme carácter y una gran dignidad. Ella había sido soldadera, es decir, una «mujer soldado» de la Revolución Mexicana. Esas mujeres no solo habían sido muy olvidadas en la historia, sino que también habían sido despreciadas. Se las consideraba casi como a prostitutas, de ahí las frases que las definían como «colchón de tripas» (que solo servían para la cama de un soldado). Pero sin ellas no hubiera habido revolución.
En la novela, cuando el marido de Jesusa muere en combate, ella decide quedarse sola. Jesusa se plantea una vida independiente (llega a decir literalmente «Por eso yo soy sola, porque no me gusta que me gobierne nadie») y encuentra también liberación en la fe, específicamente en el culto de la Obra Espiritual, donde las mujeres tenían un lugar privilegiado y se creía en la reencarnación. ¿Qué supuso para usted encontrarse con ese plano que combinaba fe y liberación?
Bueno, fue muy interesante. Eran grupos religiosos en los que las mujeres tenían un lugar preponderante, un lugar importante. Todavía hoy hay grupos de las llamadas «marianas trinitarias» que se reúnen en el mismo sentido. Las mujeres se sienten muy gratificadas porque pueden ser sacerdotisas. Es decir, ellas pueden hablar y hacer el bien. Son, digamos, feministas anteriores al feminismo. Es algo popular y religioso, y se produce entre la gente más pobre. Yo fui a sus templos y me resultó muy conmovedor ver cómo ellas podían tomar la palabra y hablar desde el altar.
¿Mantuvo la relación con Josefina durante toda su vida?
Sí, estuve en contacto con ella hasta el día en que murió. Fue alguien muy importante para mí. Muchas veces pienso en ella, como pienso en mi madre. Durante una época en la que estuve durante un tiempo en el extranjero yo le enviaba cartas y postales y ella me respondía. Me contaba cosas que creía que podían interesarme, como novedades políticas. Como ella no sabía leer y escribir, las cartas se las dictaba a los evangelistas de la Plaza Santo Domingo, que eran los mecanógrafos.
El 2 de octubre de 1968 se produjo la masacre de Tlatelolco, en la que alrededor de 300 estudiantes fueron asesinados a manos del Ejército y del grupo paramilitar conocido como el Batallón Olimpia durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. De esa experiencia nació su libro La noche de Tlatelolco, un clásico de la escritura periodística latinoamericana. ¿Cómo vivió aquellas jornadas que ocurrieron en la Plaza de las Tres Culturas y cómo fue produciendo ese libro basado en testimonios que le valió un enorme reconocimiento público?
El 2 de octubre por la noche me hablaron unas amigas que estaban realmente preocupadas y horrorizadas con lo que habían visto. Fueron ellas quienes me comentaron lo que estaba pasando. Decían que había sangre en las calles, en los pasillos y las escaleras, que estaban perforadas las puertas de los elevadores, que había zapatos que quedaban tirados y que pertenecían a la gente que escapaba de la masacre. Fueron ellas quienes me comentaron que habían desnudado y apresado a los que consideraban como líderes de la protesta. Esa noche yo estaba amamantando a mi hijo Felipe, que era todavía muy bebé, y no podía ir hacia allí. Pero a la madrugada siguiente, luego de amamantarlo, fui hasta la zona. Entonces, encontré un paisaje como el que me habían descripto. Era verdaderamente una escena de guerra. Todavía estaban los tanques y los soldados, y los zapatos de los que me había hablado mi amiga estaban allí amontonados. En el suelo había vidrios rotos de las diferentes tiendas. Durante esa mañana llegué a ver a un soldado que desde una caseta de teléfono público decía: «Pásame al niño, pásame al niño que no sé cuánto tiempo nos tendrán aquí». Ya desde ese día empecé a visitar a distintas personas y fui interiorizándome de lo que había sucedido. Al mismo tiempo recibía gente en mi casa, gente que había estado allí durante la masacre. Fui, entonces, tomando sus testimonios y escogiendo aquellos que me resultaban más importantes e interesantes, pero sobre todo los que tenían una mayor carga emotiva. Los domingos, que era el día de visitas en la cárcel de Lecumberri, iba a hablar con los detenidos. El resultado fue un libro coral, un libro de testimonios. Es un mosaico de voces que van construyendo una historia. Las primeras personas con las que hablé, y sin dudas las que más me conmovieron, fueron las madres de los jóvenes que me decían: «Ya me quitaron a mi hijo, ya no me pueden quitar nada más». Ellas tenían una enorme valentía.
A mí, en lo personal, toda la cuestión de los estudiantes me afectaba porque hacía pocos meses había muerto mi hermano Jan en un accidente automovilístico. Él tenía 21 años y cuando yo escribía el libro lo tenía muy presente.
La masacre, además, se produjo en un momento muy particular del país…
Claro, hay que recordar que estaban muy próximos a realizarse aquí en México los Juegos Olímpicos. Y estaba en el país Oriana Fallaci, la gran periodista y entrevistadora italiana. Ella intentó que los deportistas italianos no vinieran. Fallaci, que había estado en muchas guerras, dijo que nunca había visto que se disparara desde arriba contra la gente, contra la multitud. Y que lo había visto en México.
La noche de Tlatelolco se publicó en Era, una editorial de izquierda, progresista, históricamente muy comprometida. Hubo incluso amenazas para no publicarlo, ¿no es cierto?
Claro. Neus Espresate, de editorial Era, vio todos los papeles en mi casa con entrevistas y testimonios que no podía publicar en la prensa porque se había prohibido hablar del tema en los periódicos, y me dijo que ella iba a publicarlo. Y los amenazaron antes de que se publicara. A Tomás Espresate, que era el director editorial de Era, le dijeron que le iban a volar la imprenta. Y él, que había vivido la Guerra Civil española, dijo: «Yo ya decidí: este libro se publica».
Y luego de publicado el libro, quisieron premiarla y rechazó el premio.
Sí. Era el Premio Xavier Villaurrutia. Creía que no estaba bien aceptarlo. Yo les escribí y les dije que quién iba a premiar a los muertos.
En su obra usted retrató a muchas mujeres. Me refiero a Leonora Carrington, a quien le dedicó su novela Leonora, a Elena Garro, sobre quien escribió en Paseo de la Reforma, a Rosario Castellanos, a quien retrató en Ay vida, no me mereces! Ha habido en su literatura una tendencia a recuperar a una serie de mujeres, algo que se ve también muy explícitamente en su libro Las siete cabritas. ¿Cuál es su motivación en este sentido?
Sucede que en México había una tendencia a barrer a las mujeres fuera de la historia. Una tendencia a decir aquello que le comentaba anteriormente, que las soldaderas eran «colchones de tripas de los soldados» y cosas similares. Así que me preocupé por esas mujeres. Por supuesto por Rosario Castellanos, a quien quise mucho, pero también por Lupe Marín, la primera mujer de Diego Rivera, sobre quien escribí Dos veces única, dado que ella misma había escrito una novela que se titulaba La Única. También, claro, escribí sobre Elena Garro, que había estado muy comprometida con los indígenas, a quienes veía y frecuentaba desde niña en Iguala. Ella fue una gran escritora y siempre recuerdo que hablaba en voz muy baja, a veces era casi inaudible. Sobre Leonora Carrington escribí mi libro Leonora y siempre la consideré como una figura extraordinaria. Ella había estado muy enamorada de Max Ernst, el poeta y pintor surrealista, que fue detenido por judío. Leonora se convirtió en una gran defensora de los judíos de una forma muy conmovedora y fue una gran combatiente contra Hitler y el nazismo. Vino a México ayudada por un gran poeta mexicano con el que estuvo casada y al que no se le hace suficiente caso: Renato Leduc. A ella la habían internado en un manicomio en España y fue Leduc quien la ayudó a venir hasta México. Yo la quise muchísimo. Solía verla, pasaba horas en la cocina de su casa, conversábamos allí sobre los temas más diversos.
No sé si ya en su edición de 1954, pero Leonora Carrington ilustró su primer libro, Lilus Kikus…
Claro. Ese fue mi primer librito. Era una historia infantil. Salió apenas yo me había iniciado en el periodismo e inició la colección «Los Presentes», donde escribieron después Carlos Fuentes, que publicó Los días enmascarados, y José Emilio Pacheco y muchos otros que se harían famosos y muy reconocidos.
En este momento, la puerta se abre. Un chico muy joven entra en la casa, pasa a la cocina, saluda a Martina y luego viene hacia el living. Elena dice «Pásale, pásale, siéntate, Axel». Él me saluda, yo también lo saludo. Dentro de un rato, cuando esta entrevista termine –él se quedará escuchando todo muy atentamente y además tendrá la amabilidad de tomar fotos para mí–, me enteraré de que en su vocación está el aprendizaje. Llama a Elena «maestra». «La maestra me enseña muchas cosas», dice. Pero ahora, mientras se sienta en el sillón, un pequeño animal aparece en la escalera y baja. Se detiene en el medio de la escena, mira a un lado y otro y salta al sillón donde está Elena. Mueve la cola y la molesta: «Quítate, Vais», dice Elena. Yo he leído que Elena tenía, al menos hasta hace un tiempo, a Vais, una gata, y a Monsi, un gato. Aquí solo veo a Vais y no sé si estará Monsi o algún otro. Y decido preguntarle…
Hay alguien a quien se siente permanentemente en esta casa, dado que veo que tiene un gato que se llama Vais. Me refiero, claro, a Carlos Monsiváis, el gran ensayista mexicano de quien usted fue íntima amiga. ¿Cómo fue esa amistad, esa relación de tantos años? ¿Y qué representó Monsiváis para la literatura mexicana?
A Monsiváis lo quise mucho, muchísimo. Socialmente, lo tenía todo en contra: era homosexual, había nacido pobre, era hijo de madre soltera y había sido educado en el protestantismo que profesaba su madre, la admirable María Esther. Quizás ahora uno podría decir que eso no era estrictamente en contra, pero sí que lo que traía consigo era algo que se salía del montón, del común. Eso lo hizo un ser muy extraordinario. Yo diría que Monsiváis se hizo a sí mismo y eso para mí resultaba muy conmovedor. Y además era muy generoso.
El sentido crítico de Monsiváis era realmente extraordinario. Era un hombre muy culto, pero además era capaz de hacer algo con una sola idea. Era un hombre que sabía de pintura, de literatura, de política. Su cultura era formidable. Se sabía, por su educación protestante, pasajes enteros de la Biblia de memoria. Y tenía muchísimo sentido del humor. Todo eso lo ayudaba mucho a escribir sus crónicas, sus ensayos, que eran muy leídos. Y hay que tener en cuenta que Monsiváis no había tenido acceso a grandes escuelas ni a viajes, como sí lo habían tenido Octavio Paz o Carlos Fuentes. Él no se metió en la diplomacia, algo que desde Alfonso Reyes muchos escritores hicieron. Y, además, de todos ellos fue el más político, fue el primero que se unió a Andrés Manuel López Obrador y el que más participó en las movilizaciones y marchas por causas muy nobles y dignas. Era muy habitual ver a Monsiváis en marchas del movimiento gay, en marchas de defensa de las mujeres y escribiendo a propósito de eso. Todas sus causas fueron también las mías. Para mí, ser amiga de Monsiváis, que era un enorme ensayista y un hombre de una extraordinaria cultura, fue maravilloso. Fue un verdadero honor.
Recuerdo que en uno de los volúmenes de Todo México –la compilación de sus entrevistas publicada en varios tomos– está incluida una exquisita entrevista suya a Juan Gabriel, a la que acude con Monsiváis porque es él quien la contacta con el músico.
Si, fuimos a ver a Juan Gabriel a su casa de Toluca. Ellos eran amigos y a mí me interesaba mucho Juan Gabriel y le pedí a Monsiváis que nos contactara. Juan Gabriel era muy popular, todos lo querían muchísimo. Tenía un público cautivo enorme. Cuando lo vi sentí la misma simpatía por él que sentía todo el público, sobre todo las mujeres, pero también los hombres. Ellos también le gritaban «¡Papasito!», lo adoraban. Fuimos a esa casa suya en Toluca, un lugar precioso, y recuerdo que me siguió cayendo muy bien porque el lugar estaba amueblado con muy buen gusto. Yo pensé que iba a haber unos decorados teatrales, cortinas de terciopelo rojo cayendo por todas partes, y me encontré con una casa muy sencilla y funcional. Y él me gustó mucho, nos caímos realmente muy bien.
Elena, usted siempre se ha declarado feminista y hace décadas formó parte de la importantísima revista Fem. ¿Cómo ve hoy las demandas de los movimientos feministas?
Yo estoy cercana a Marta Lamas, que es mi amiga, y a muchas feministas. Pero yo no soy una teórica, así que lo que yo quiero es que todas las mujeres tengan los mismos derechos, que les paguen los mismos salarios que a los hombres. Hoy en México las mujeres ganan menos que los hombres haciendo los mismos trabajos. Me alegra que hoy haya tantas mujeres contando sus experiencias sobre la maternidad, que se hable más libremente, que puedan decir las cosas que sienten y que les suceden. Creo que la lucha contra los feminicidios es muy importante. En México las mujeres están cansadas de todas estas situaciones de violencia.
Su implicación ha sido también política. Usted apoyó a Cuauhtémoc Cárdenas primero y a Andrés Manuel López Obrador después. Aquí veo que tiene un almohadón bordado con la cara de amlo. ¿Cómo ve su presidencia?
Yo creo que hasta ahora López Obrador se ha entregado a las causas que desde un principio dijo que iba a defender. Es decir, las causas de los más pobres, las causas de los trabajadores. Ha seguido haciendo las mismas giras. Ha sido muy fiel a sus propuestas. Y claro, yo lo apoyé desde el principio. Pero no era la única. Estaba también una mujer como Jesusa Rodríguez, una gran actriz que es, además, una espléndida oradora. Hubo muchísimas mujeres ahí, muy valiosas, acompañando. Por supuesto que creo que tiene cosas para revisar, para cambiar, para modificar. Creo que debería escuchar siempre las demandas, unir a la gente.
Acaba de cumplir sus 90 años y se la ve aquí rodeada de libros, de papeles y sobre todo de ideas. ¿Cuáles son sus proyectos?
Sigo escribiendo artículos y entrevistas, tengo una obligación con el periódico en el que escribo. Y tengo diez nietos, tres hijos, y como justo ahorita mientras hacemos esta entrevista estoy un poco enferma, mi obligación es salir adelante. Son obligaciones de vida. Todos tenemos la obligación de vivir primero que nada. Porque si usted no vive, ¿cómo va a escribir, cómo va a ser periodista, cómo va a hacer preguntas?
Apago el grabador un tanto emocionado por la última respuesta. Me quedaré charlando con Elena y Axel, que abrirá, por pedido de la maestra, una cortina del comedor: «Muéstrale, Axel, muéstrale». La cortina se abre y aparece una nueva biblioteca y una cantidad inconmensurable de cajas llenas de libros y papeles. Pienso en los secretos escondidos que pueden contener: libretas con anotaciones de una vieja entrevista a María Félix o a Siqueiros, una carta de Josefina Bórquez, antiguas fotos de familia. Detrás de una cortina siempre puede esconderse un misterio.
Antes de irme miraré sus cuadros, Axel nos tomará unas fotos, ella seguirá defendiendo el periodismo a capa y espada. Yo le daré mi ejemplar de Hasta no verte Jesús mío y me lo firmará, como ha firmado siempre los ejemplares de tantas y tantos. Axel hablará de la posibilidad de escribir un día una novela o una autobiografía de desamor, Elena le dirá que le queda mucho por vivir. Y seguirá hablando de cosas, contando anécdotas, pero mi grabador ya está apagado y tendré que recordarlas más tarde e incluirlas aquí, como se pueda. Elena toserá un poco de nuevo y yo pensaré que, efectivamente, no es el mejor día, pero un cliché conservador me indicará que no hay día mejor que el día posible.
Intentaré no incordiar más y le daré un beso a ella y otro a Axel, y después otro a Martina, les agradeceré por todo y me iré como quien ha hecho lo suyo. Atravesaré el jardín, me quedaré un rato en el parque y en la parroquia buscaré a Monsi, el gato desaparecido de Elena. «Quizás no pudo soportar el confinamiento obligatorio o alguien se lo haya robado mientras el gato rezaba por sus pecados en alguna de sus largas siestas frente a la parroquia», me ha dicho antes. No lo encontraré, un poco incrédulamente le pediré a Dios que lo devuelva a casa y caminaré por la ciudad. Entraré en un bar y me encontraré con amigas y amigos, tomaré un mezcal y pensaré en Elena y en su recomendación: «Siempre hay que hacer preguntas».