“'Me voy al mar', le dije a Claudia, mientras me sacudía la arena de la bikini turquesa. Me fui metiendo de a poco. Cuando el agua me llegó a los hombros, me zambullí. Nadé hasta que me agarró un calambre. Mientras lo mitigaba haciendo la plancha, miraba el cielo. Solo podía ver una imagen en blanco y negro: un policía me llevaba a la cárcel; abría una reja y me dejaba en una celda. Me quedaba en un lugar húmedo, frío, mirando a través de los barrotes. No tenía miedo, me invadía una profunda tristeza, pero lo vivía como algo inevitable: eso me iba a suceder. Esa imagen, breve, nítida, sin color, contrastaba con la alegría que se vivía en la playa de La Feliz. Cuando se me empezaron arrugar los dedos volví hacia la orilla. Salté las olas, jugué con la espuma, la abrazaba, me sumergía, chapoteaba, no me quería ir”.
Así narra Emilce Moler un momento de epifanía que vivió en el verano de 1976, muy poco antes de que tuviera lugar el golpe militar del 24 de marzo. Era una joven de clase media que por esos días pasaba sus vacaciones familiares en Mar del Plata y las combinaba con reuniones en las que se analizaba lo que estaba por ocurrir en el país. En medio de esos “dos mundos”, como suele describir, Emilce era alumna de quinto año del Bachillerato de Bellas Artes de la ciudad de La Plata que militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES): participaba de actos, pegaba stickers en colectivos, repartía panfletos, iba a marchas, discutía sobre política, todavía no se había animado a hablar en una asamblea.
Aquella imagen del horror que de alguna manera vio mientras se daba aquel último baño en el mar, ocurrió finalmente en la madrugada del 17 de septiembre de 1976, cuando un grupo de hombres armados y encapuchados, que se identificaron ante sus padres –un policía retirado y una ama de casa marcadamente antiperonistas– como parte del Ejército Argentino, la arrancaron de su hogar en un hecho que popularmente se conoció como “La noche de los lápices”, que en realidad consistió en operativos que se desarrollaron durante varias jornadas.
Al menos diez estudiantes secundarios de entre 16 y 18 años fueron detenidos violentamente por las Fuerzas Armadas por esos días; seis permanecen desaparecidos (Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Claudio de Acha, Francisco López Muntaner, Daniel Racero y Horacio Ungaro) y cuatro sobrevivieron luego de años de detención entre centros clandestinos y cárceles: (Gustavo Calotti, Pablo Díaz, Patricia Miranda y Emilce Moler).
“Casi todos teníamos militancia política, la mayoría en la UES, y un año antes, en la primavera de 1975, habíamos participado en una marcha para pedir por el Boleto Estudiantil Secundario, entre muchísimas otras actividades políticas. Más tarde, en 1976, ya bajo la dictadura, seguimos militando y organizamos algunos actos de oposición”, escribe Moler en su reciente y conmovedor libro La larga Noche de los Lápices (Editorial Marea), que acaba de editar para dar testimonio de sus vivencias por aquellos años: estuvo detenida-desaparecida en los centros clandestinos conocidos como el Pozo de Arana, el Pozo de Quilmes y en la comisaría de Valentín Alsina. Luego, en enero de 1977, pasó a ser una “presa legal”, tal como se definía en aquella época, en la cárcel de Devoto.
En diálogo con Infobae, recuerda aquel último verano, mientras era una adolescente y el golpe cívico-militar se percibía como inminente: “Ahí tenía 16, todavía no había cumplido 17. En marzo cumplí los 17, el golpe ya estaba en marcha. En diciembre del ’75 habían matado a un compañero de la UES, Patulo Rave. La Triple A lo colgó de un puente. Yo ya sentí que la edad que teníamos no iba a ser ningún problema para estos tipos. La inminencia del golpe la sabíamos y entonces algunos empezaban a desperdigarse en la militancia, mientras que otros decidimos seguir con nuestras cosas como podíamos”.
— En medio de esos días turbulentos, estás en enero en Mar del Plata con tu familia, como una adolescente de clase media de la época y te imaginás algo que te podía llegar a pasar.
— Claro, estaba con mi familia, con las chicas amigas del balneario. Siempre me gustaba ir a la mañana, pero ese día llegué tarde a la playa, me metí al agua al atardecer; yo estaba en las olas y sentía que era la última vez que me iba a bañar en el mar. Lo tomaba como algo que no podía revertir, iba a ser así, y no quería pero no podía evitarlo. Estaba como un designio de mi vida militante. No lo digo con heroísmo, sino como un paradigma de la época. Fue un “adiós a la bikini”, de alguna manera ya había perdido esa inocencia de la bikini, que después nunca más usé, y no por una cuestión corporal, digamos. Estaban mis amigos que no eran de la militancia hablando pavadas y me fui al agua, ahí me imaginé los barrotes. De alguna manera, ese fue el inicio del secuestro anunciado.
— ¿Te imaginabas algo específico de lo que podía llegar a pasarte?
— Vi a alguien llevándome a la cárcel. Lo tenía clarísimo: tenía las imágenes de que me iban a llevar. No de que me iban a matar, no sé eso, no llegaba a tanto. Eso es curioso cuando me preguntan en charlas “¿cómo sabías lo que te iba a pasar?”. Sí, yo sabía, porque hasta esa imagen llegaba. Después, bueno, cuando pasan efectivamente las cosas en la realidad es algo bien distinto.
— Otra pregunta que suelen repertirte es “¿por qué no lo evitaste?” o “¿por qué no te alejaste si sabías?”.
— Sí. Hay que pensar que había un paradigma de esa época de la responsabilidad de la militancia, que era muy fuerte. Yo digo que por suerte ahora estamos en otros momentos y digo también que hoy no tenés que dar la vida por la política, tenés que vivir la vida para la política o por la política. Tenés que vivir la vida. La vida es para vivirla. Y con cada chico que perdemos, por ejemplo, por violencia institucional yo sufro muchísimo, porque pienso que esas son las patologías de la democracia ¿no es cierto? Como fuimos nosotros la patología de aquel proceso histórico. Teníamos que seguir viviendo.
LA LARGA NOCHE
En la tarde del 16 de septiembre de 1976, Emilce Moler se encontraba preparando una suerte de festejo, a regañadientes, que las autoridades del Bachillerato de Bellas Artes les pedían a los alumnos de quinto año para las celebraciones por el Día de la Primavera.
A diferencia de los años anteriores, los días en La Plata eran cada vez más difíciles, las desapariciones se multiplicaban y ella misma había tenido que empezar a buscar lugares para pasar la noche, como pensiones o casas de familiares. Mientras recorría el salón, un compañero se acercó para darle una de las peores noticias de las que se podían recibir entonces: los militares se habían llevado a dos de sus compañeras de militancia, Claudia Falcone y a María Clara Ciocchini. Según le contó, las habían secuestrado en la casa de una tía de Claudia, donde las dos dormían algunas noches a falta de un lugar más seguro.
Emilce huyó de la escuela, muy asustada, y decidió llamar a su padre desde un teléfono público para que la fuera a buscar. El hombre, jubilado en 1973 como comisario inspector, le propuso irse por un tiempo con toda la familia a Mar del Plata, donde tenían el departamento en el que pasaban los veranos.
“No puedo dejar ahora a los compañeros. Pensemos otra cosa”, fue la respuesta contundente de la joven.
— Una de las personas centrales en tu libro y en tu historia es tu padre. Vos destacás que más allá de las diferencias políticas, él te dio, con sus herramientas, algunos consejos, sobre todo para afrontar la tortura.
— Claro, porque por un lado estaba la puteada, el enojo, me quería agarrar de los pelos. Pero viendo mi determinación, me respetó y trató de darme elementos, a lo lunfardo, como hablaba él, “pero pendeja qué vas a hacer” y demás. Y ahí es cuando me dijo: “Mirá, no sirve de nada hablar, los buchones no sirven”. Y si bien uno lo sabía, yo sentí que tenía un elemento casi adicional: no me jugó la fantasía de que hablar me iba a permitir algo. Ojo, yo no juzgo a quienes hablaron. Y menos al haber pasado todo lo que pasé, no los juzgo de ninguna manera. Pero en lo personal lo pude sostener con un gran alivio para mí, quizá porque él me había dado ese consejo. Y para la recomposición, para la estructura psíquica es algo muy bueno no tener culpa. Es muy sano me parece.
— ¿Después de todo lo que tuviste que atravesar, tu papá cambió de idea?
— Mi viejo fue un personaje increíble, porque lejos de coincidir políticamente, fue una especie de Padre de Plaza de Mayo y asumió todas las vejaciones que recibió por ser ex policía cuando me buscaban mientras estuve desaparecida. Por un lado, su pasado le abría más puertas, pero por otro lado lo degradaban mucho, le decían “¿cómo permitió tener una hija subversiva?” y lo trataban como a una basura. Después él hizo un salto político muy importante. Entendió claramente quién era el enemigo y hasta declaró contra los militares. Y también comprendió que aunque yo hubiera hecho lo que hubiera hecho, no merecía esto que me hicieron. Con mi madre fue más complejo el proceso, ella quedó más pegada a una idea como clase media: todavía le importaba mucho el parecer de la gente y cuando tuve la libertad controlada hablaba de mi “problema”, le pesaba mucho la estigmatización que habían hecho sobre mí.
“Si te quedás en La Plata, te venís a casa, no podés seguir yirando. Si te encuentran en una pensión, ¿qué vas a decir? ¿cómo vas a explicar que no estás con tu familia? Yo no creo que se metan en la casa de un policía, vas a estar más segura con nosotros”, le dijo su padre aquella jornada trágica de septiembre. Ya en su casa, Emilce cenó con su familia y con su novio de entonces, Fernando (quien luego se convertiría en su esposo y padre de sus tres hijos). En la madrugada, los Moler se sobresaltaron por los gritos.
“Lo vi a mi papá contra la pared, su cara desencajada, impotente, desesperado. No le dejaban dar vuelta la cabeza, trataba de mirarme, de protegerme con su mirada, y en cada intento el encapuchado le pegaba culatazos. Apuntaban a mi hermana que estaba en la cama y no había llegado a levantarse. Mi mamá me vio y salió a abrazarme, desoyendo los gritos de los hombres armados”, describe Moler en su libro.
Los encapuchados preguntaron por “la estudiante de Bellas Artes”. Con un piyama a rayas rosa y blanco, Emilce, que era bajita y muy menuda, contestó: “Yo”.
Los hombres no podían creer. “Esta es una nena”, se decían, creían que se trataba de algún tipo de confusión o engaño. Preguntaron entonces por la hermana, que tenía 22 años y estudiaba Filosofía. Llegaron a evaluar llevarse a las dos.
“No hay lugar. Llevemos a la de Bellas Artes”, dijeron y le ordenaron a Emilce que fuera con ellos. “Mi mamá les pidió que me dejaran vestir; accedieron de mala gana. Ella me acompañó hasta el dormitorio. Las dos temblábamos. Me puse lo primero que encontré arriba de la cama”, recuerda. Después la subieron a un móvil y comenzó de esa manera una larga y tortuosa cacería de otros compañeros de militancia.
En los distintos centros clandestinos de detención, Emilce Moler fue sometida a la tortura, al maltrato físico y emocional; a la noción misma de saberse desaparecida.
– En tu texto incluís detalles muy puntuales sobre, por ejemplo, cómo vivían las detenidas-desaparecidas y luego las presas en Devoto cuestiones vinculadas al cuerpo: la menstruación, el crecimiento del pelo, el hecho de que no les permitieran hacer gimnasia. ¿Por qué decidiste hacerlo?
– Me pasó algo con mi hija Mariana, cuando tenía 15 o 16 años. Un día vimos a alguien con unas rastas. Hablábamos de cuánto tiempo hay que quedarse sin bañarse para mantenerlas. Yo no lo podía ni ver. Entonces comenté que yo había estado bastante sin bañarme. Y Mariana no lo podía creer. "¿Cómo que estuviste mucho tiempo sin bañarte? “Sí, Mariana, cuando estuve desaparecida yo no me bañé”. Me sorprendió que inclusive ella, una chica con mucha evolución y que sabía mucho porque habíamos hablado sobre el tema, no hubiera hecho el click sobre estas cuestiones.
— ¿Hoy lo pudiste analizar de otra manera?
— Creo que el movimiento que estamos viviendo hoy del feminismo indudablemente influyó para que yo me animara a escribir sobre eso y a contarlo públicamente. También hablé siempre de mis compañeras de Devoto, aunque nunca le había puesto la palabra “sororidad”, algo que indudablemente teníamos. Con el tiempo le vamos poniendo palabras a situaciones, como también dándonos cuenta de situaciones machistas que vivimos sin usar esos términos en aquella época. Porque vamos a decir, nosotras sabíamos que uno de los momentos trágicos que nos tocaban además de toda la tortura, las vejaciones que sufríamos tenían que ver con las cuestiones de la mujer. A la vez todavía se pensaba que “bueno, era lo que te tocaba por ser una militante mujer”. Algo que hoy es inaceptable.
— En este sentido, también hablas sobre tus temores alrededor de la maternidad y de cómo se reconstruye un cuerpo después de la experiencia de la tortura. ¿Creías que no ibas a poder tener hijos?
— Claro, era algo que yo me preguntaba mucho. Por un lado a mí el ser joven me permitió pensar: “Bueno, tengo toda una vida por delante”. Pero a la vez la única barrera que yo tenía era el tema de la maternidad. Me preguntaba: “¿Llegaré a ser madre?”, “¿Mi cuerpo estará bien después de todo esto para ser madre?”. Eso era algo que me preocupaba.
SOBREVIVIENTE
A los 19 años, y con un régimen de “libertad vigilada”, Emilce Moler salió de la cárcel. Como estaba a disposición del Poder Ejecutivo de entonces, al mando de la Junta Militar, no podía disponer libremente de su vida. Las autoridades no le permitieron volver a vivir a La Plata por considerarla una persona “demasiado peligrosa” y quedó bajo el cuidado de sus padres, que debieron rematar las pocas cosas que tenían e irse a vivir a Mar del Plata. En esa ciudad rindió libre el secundario y se recibió en 1978.
Tampoco le permitían ir a la universidad, hasta que por fin convenció a quienes la custodiaban y pudo rendir el examen de ingreso a la carrera de Matemática en la Universidad Nacional de Mar del Plata, en 1979 (desde entonces no se detuvo en la vida académica y se destacó como una notable docente e investigadora: es doctora en Bioingeniería por la Universidad Nacional de Tucumán, magíster en Epistemología y profesora en Matemática por la Universidad Nacional de Mar del Plata).
— ¿Por qué las matemáticas?
— Siempre tuve mucha facilidad. En la primaria había pensado en ser profesora de Matemática y con una amiguita nos elegían para todas las competencias de Matemática. Después, me enganché más con el arte. Bueno, a Patricia Miranda, la chica que cayó conmigo, que pobre, no tenía nada que ver y se la llevaron porque se sentaba conmigo, yo le hacía todos los deberes de matemática. Inclusive en Devoto hacía juegos de matemáticas para pasar las horas. En Mar del Plata había un terciario artístico, pero sabía que si pedía ir no me iban a dejar. Iba a estar complicado llevar a la cana ahí, la SIDE me seguía. Tampoco sabía si iba a poder trabajar en alguna institución porque tenía prontuario. Entonces averigüé por un Profesorado de Matemática que era nuevo. Y dije: “Bueno, con un año de Profesorado me pongo a preparar alumnos particulares”. Me preguntaba cuánto tiempo iba a estar con mis viejos, sin ganar un mango, me pesaba eso. Y fue fantástico: los primeros meses en plena libertad vigilada, con el tipo de la SIDE esperándome en la puerta de la facultad yo estaba pensando en las cosas de álgebra. Tenía la cabeza todo el tiempo en otra cosa.
La vida de Emilce Moler transcurrió entonces entre el estudio y la vida familiar. En 1982, poco antes de la guerra de Malvinas, se casó y fueron naciendo sus hijos: en 1983 llegó Mariana; en 1986, Pilar y en 1990, Joaquín.
Con la democracia restaurada, fue durante el Juicio a las Juntas de 1985 que se empezó a hablar de la llamada Noche de los Lápices y Emilce se sorprendió al escuchar su nombre en voz de quienes brindaban sus testimonios ante el tribunal. Poco después, con la aparición de un libro y la película que relataba de una manera particular aquellos episodios, Emilce decidió hacerse a un lado y presentar sus diferencias. Mientras tanto era convocada a brindar su testimonio ante sede judicial y también ante estudiantes, en universidades, en colegios, en marchas, en actos políticos.
No se identificó cuando vio al personaje que la retrataba en el largometraje, no terminaba de cerrarle la noción de militancia algo rígida que se mostraba. Tampoco recordaba haber cantado, “Tomala vos, dámela a mí por el boleto estudiantil” en las marchas de 1975.
“Fue un relato que realmente cumplió un objetivo en un momento determinado. Como era mi vida y yo no me sentía identificada con eso, me corrí. Fue una historia muy fuerte y creo que hay una cuestión de los jóvenes que sienten empatía hacia aquellos otros jóvenes. Hasta el día de hoy se sigue pasando la película en las escuelas. Creo que el hecho de que un episodio esté acotado en tiempo, espacio, cantidad de gente, ayuda para las transmisiones orales de eso. Como La Noche de las Corbatas de los abogados laboralistas o La Noche de los Bastones Largos”, asegura Moler.
“Pero las complejidades, los subtítulos se pierden en la historia. Así que en esos resquicios me fui metiendo y por eso para mí era muy importante dejar esto por escrito. El día de mañana alguien va a agarrar mi libro y va a reescribir otra cosa y bueno, se verá de otra manera. Lo importante, de todas maneras, es recordar que los chicos están desaparecidos y, hablando del presente, los cuerpos todavía no los tenemos. Hoy en día los represores no lo dicen, así que yo me planteo siempre mis cuestiones personales dejarlas de lado en función del homenaje a los chicos”.
— En el libro contás cosas muy sorprendentes, como cuando una de tus hijas te acompaña hasta hoy a dar discursos y vos todavía te seguís sintiendo inquieta. ¿Te costó mostrarte de esa manera, desarmar esa idea de militante quizá un poco rígida que se tiene?
— Hay generaciones completas en La Plata que se han criado conmigo en las marchas, viendo qué consigna, qué camiseta tenía puesta, qué bandera llevaba. Me empecé a preguntar qué me pasaba a mí en todo esto, cómo llegué a estar ahí arriba, cómo llegué a ser Emilce Moler. Y no me fue fácil ser Emilce Moler. Porque además es una historia sobre otra historia ¿no? Está la historia oficial sobre otra historia que tuve que desarmar, que deconstruir, sin cometer errores políticos por eso. Fueron sufrimientos personales en función de que nunca se pusiera en duda la detención y desaparición de los chicos en épocas difíciles. Pero en el camino hubo sufrimientos personales. Así que empecé a escribir esto para mis hijos y, sobre todo, para mis nietas.
— Este año el aniversario será de una manera muy especial por la pandemia y por la salida de tu libro. ¿Cómo te preparás?
— Este año se da que estoy agotada de la virtualidad (risas). Se han multiplicado las convocatorias: ahora ya no hay trabas geográficas, así que me piden un Zoom los estudiantes de Jujuy y los de Tierra del Fuego por igual. Como hicimos el 24 de marzo, que dijimos “no se marcha pero no se olvida”, acá también los chicos están trabajando muchísimo con los docentes sobre esta efeméride. Yo propicio el tema de que hay que cuidarse mucho, entonces les digo a los chicos que si valoramos la vida, si estamos haciendo homenaje a alguien a quien no dejaron vivir, no podemos ser nosotros inconscientes de nuestras propias vidas.
— ¿Creés que hay mucho descuido?
— Creo que hay que cuidarse y dejar de escuchar las voces que pueden confundir bastante en estos momentos. Hay que ser cuidadosos y más con estos tiempos complicados con las protestas de la policía bonaerense, por ejemplo. Hay que poner mucho énfasis en la democracia: valorar la democracia, respetarla y nunca usar la palabra “dictadura” cuando no hay una dictadura. Yo si bien con (Mauricio) Macri no coincidí en nada, nunca dije que era una dictadura. En todo caso era una democracia en donde estaban débiles algunas cuestiones institucionales y demás, pero no era una dictadura. Se hace a veces una banalización de la dictadura. Como cuando hablan de que estamos en una “infectadura”. Ese juego con las palabras es muy peligroso.
— En tus distintos testimonios, a lo largo de los años contaste que de alguna manera te pesaba el hecho de que se te presentara como Emilce Moler, la sobreviviente de La Noche de los Lápices. ¿Cómo lo transitás hoy?
— Hoy soy más sobreviviente que nunca (risas). De alguna manera quedé con los lápices como continuidad de mi apellido. Pero soy muchas cosas, porque también transité muchos otros lugares y los transité bien. Hoy me escriben alumnos, compañeros de trabajo, compañeros de los ministerios donde trabajé, de la facultad, de la militancia, jefes, becarios. Así que me posicioné desde otro lugar y ya estoy conforme, ya quedé tranquila. Me preocupaba eso a los inicios de mi formación: yo no quería ser eso. Porque nunca fui solo eso. Tenía miedo que me llamaran a un trabajo por eso. O que me tuvieran lástima.
— ¿Pudiste salirte de ese lugar?
— Creo que sí, creo que ahora soy Emilce Moler: una abuela, una abuela militante. Así que sí.