En un libro de reciente aparición, la periodista Sibila Camps relata la manera en que Tucumán fue devastada por la dictadura con el pretexto de combatir la guerrilla. En diálogo con Cultura y Libros, reflexionó sobre las raíces del horror y advirtió sobre el retroceso de las políticas de derechos humanos en el gobierno macrista.
Sebastián Riestra
La dictadura que arrasó el país entre 1976 y 1983 tuvo, si es posible definirlo de esta manera, un "globo de ensayo". Una provincia entera fue elegida para implementar el terror, ya durante el gobierno democrático de María Estela Martínez de Perón: esa provincia fue Tucumán, donde el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) había creado un foco guerrillero en pleno monte y se convirtió, entonces, en una excusa ideal.
Los militares, autorizados por el tristemente célebre decreto del 5 de febrero de 1975, en el que se decía que "el comando general del Ejército procederá a ejecutar las operaciones que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos", dieron inicio al llamado (sin ironía) "Operativo Independencia". Fue el comienzo real de la dictadura.
En un reciente libro, la periodista Sibila Camps cuenta una parte de esa terrible historia. Camps, que trabajó en el diario La Opinión y fue columnista de la recordada revista Humor antes de desembarcar en Clarín durante tres décadas, realizó una investigación exhaustiva, a partir de la cual obtuvo notables testimonios. Tucumantes se lee de un tirón, a pesar de la oscura materia que relata: la virtual transformación de la provincia en un campo de concentración a cielo abierto. Apelando con destreza a técnicas novelísticas, la cronista construye en su obra un mosaico de casos a los cuales no les queda chico el adjetivo "espeluznante". A muchos lectores, tal vez, les resulten literalmente increíbles los hechos que se narran. Pero en estas páginas necesarias no hay imaginación ni fantasía alguna, sino la dosis exacta de una realidad atroz, de cuya dimensión aún no se ha tomado conciencia plena en la Argentina.
En diálogo con Cultura y Libros, Camps contó cómo se gestó el libro, explicó por qué la Iglesia, la aristocracia y el empresariado tucumanos colaboraron con la represión y dio su opinión sobre la relación entre el macrismo y los derechos humanos.
—¿Por qué elegiste Tucumán para centrar tu mirada? ¿Qué la convierte en un caso único dentro de la represión en el país?
—Conozco bastante Tucumán, tanto por haber ido a hacer notas sobre diversos temas para Clarín, como por los viajes relacionados con la investigación para El sheriff. Fue precisamente para esta biografía contextualizada del Malevo Ferreyra —el comisario torturador y asesino— como me adentré en la historia de Tucumán de los últimos ochenta años; incluso había comenzado a trabajar en Tucumantes dos años antes de escribir La red. La trama oculta del caso Marita Verón. Tucumán tuvo tres guerrillas rurales, algo que no ocurrió en ninguna otra provincia: los Uturuncos en 1959 (Resistencia Peronista), Taco Ralo en 1967 (Fuerzas Armadas Peronistas) y la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez en 1974 (Ejército Revolucionario del Pueblo). Las dos últimas guardan relación con la intensa conflictividad social que se produjo por el cierre de once de los veintisiete ingenios de la provincia entre 1966 y 1968 —debido a la política del presidente de facto general Juan Carlos Onganía—, y que también causó el éxodo de cerca de 250 mil tucumanos y tucumanas. Por eso el terrorismo de Estado, iniciado durante el gobierno de Isabelita con el Operativo Independencia, no sólo apuntó contra el ERP —apenas medio centenar de milicianos—, sino sobre todo contra dirigentes políticos, activistas sociales, delegados de los gremios combativos, estudiantes universitarios, sacerdotes tercermundistas, "psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etcétera" (las comillas pertenecen al diario de campaña del general Adel Vilas, primer jefe del Operativo). De las 768 personas asesinadas entre 1975 y 1983 en Tucumán —cerca de 730 desaparecidas—, no más del 12 por ciento eran militantes armados, del ERP y Montoneros. En esa provincia, el terrorismo de Estado se ensañó con la población de pueblos y zonas rurales, comunidades pequeñas donde el miedo se convirtió en una patología social que aún perdura. Otra diferencia con el resto del país reside en la (relativa) gran cantidad de sobrevivientes, lo que contribuyó a afianzar ese miedo.
—En Profeta del genocidio, de Lucas Bilbao y Ariel Lede —citado en Tucumantes— se asegura que "la jurisdicción de los religiosos era el alma de los represores, no el destino de los reprimidos". ¿Cuál fue el rol específico que jugó la Iglesia en la represión tucumana?
—Por orden de Videla, durante 1975 y 1976 el Vicariato Castrense envió a más de cuarenta capellanes para asistir a las tropas que participaban en el Operativo Independencia y aliviarlas de los "problemas de conciencia"que les provocaba su participación en secuestros, torturas y ejecuciones en masa, lo que de hecho implicó su legitimación. Varios de ellos fueron vistos en centros clandestinos de detención, pero sólo llegó a juicio el padre José Eloy Mijalchyk; los demás ya habían muerto. La mayor parte de su fianza fue pagada por el Arzobispado; finalmente fue absuelto por el beneficio de la duda.
—Cuando se alude a la dictadura, en los últimos tiempos se le han agregado al tradicional adjetivo “militar” que la describía nuevos calificativos: entre ellos, el más común es “cívica”. ¿Cuál fue el papel de la sociedad civil en Tucumán en aquellos años oscuros? ¿De qué grado de adhesión gozó el régimen entre las capas altas y medias, y aun entre la clase obrera?
—No se puede generalizar: en lugar de “sociedad civil” prefiero hablar del sector empresarial y de la aristocracia tucumana. Dueños de ingenios cedieron sus instalaciones para el establecimiento de bases militares, y algunos incluso investigaron y les entregaron información sobre sus trabajadores. Dos de ellos entregaron tierras para dos de los cuatro pueblos fundados por el ex general Bussi, a la manera de las “aldeas estratégicas” construidas por los militares estadounidenses que invadieron Vietnam. Los medios —en especial La Gaceta— avalaron el discurso oficial de la “guerra”. Y las familias patricias, descendientes de los próceres que gobernaron Tucumán en el pasado —porque el poder siempre estuvo en manos de la oligarquía—, donaron al gobernador genocida objetos de sus ancestros, con cargo a la creación del Museo Histórico Provincial. Es así como ese museo cuenta la historia sólo desde la vereda de los gobernantes; del mismo modo como los cuatro pueblos reiteran al infinito el relato oficial de que el Ejército salvó a la Argentina de la “subversión apátrida”.
—El posterior triunfo electoral del genocida Antonio Domingo Bussi en los años noventa, ¿puede ser descripto como un caso típico de “síndrome de Estocolmo”, o posee otra complejidad?
—Es mucho más complejo. La doctora Liliana Vitar, quien en 1984 fue una de las tres abogadas que llevó adelante en esa provincia el primer informe sobre violaciones a los derechos humanos (antes que la Conadep), en febrero de 1995 me contó literalmente “una anécdota que pinta cómo el morir forma parte del vivir de determinadas clases sociales acostumbradas a la represión: en el 89 se le preguntó a un padre de desaparecido por qué había votado a Bussi. Y dijo: «Porque tenía diez hijos, y solamente me han llevado a uno»”. El relato del Ejército —y de las Fuerzas Armadas en general— echó raíces muy profundas en gran parte de la población tucumana, reforzadas y revalidadas por la prensa. No olvidemos, además, que ese fue el discurso que se impuso durante nueve años en el sistema educativo, lo que incluye la formación de docentes que repitieron la versión oficial; o que, incluso posteriormente, como mínimo omitieron, se saltearon ese período de la historia. Al día de hoy, a diecisiete años de la instauración del 24 de marzo como Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, no son pocos los y las docentes que lo encaran con indiferencia, o incluso haciendo una reivindicación del terrorismo de Estado. Cuando se cumplieron 40 años del golpe cívico-militar, una profesora de la Escuela de Comercio de Concepción invitó al hijo del genocida, Ricardo Bussi, a dar una charla al alumnado, y lo felicitó públicamente por las redes sociales; fue en el mismo colegio —entonces Escuela Técnica— al que asistían los cinco chicos y la chica que integraban el centro de estudiantes, y que fueron desaparecidos en 1976. Fuerza Republicana, el partido político de ultraderecha fundado por Bussi y ahora liderado por su hijo Ricardo, fue perdiendo votos durante unos años pero en los últimos cobró nuevas fuerzas: en las elecciones de 2017 obtuvo unos 155.000 votos, el 15,85% del total.
—Tucumantes está plagado de historias estremecedoras: se hace difícil leerlo sin experimentar espanto ante los hechos que se narran. ¿Creés que la sociedad nacional es permeable, aún, a este tipo de relatos que pintan el horror dictatorial, o considerás que solo son escuchados por una minoría de esclarecidos?
—En primer lugar no utilizaría la palabra “esclarecidos”, ya que en las escuelas de gran parte del país se enseña la historia reciente; no es patrimonio de militantes de organismos de derechos humanos; además, las marchas y los actos por el 24 de Marzo son multitudinarios, casi tanto como lo fueron las manifestaciones de repudio al 2 x 1. Por otro lado, creo que es diferente la actitud frente a un libro planteado como investigación acerca de delitos de lesa humanidad, que ante un libro que, aun cuando esté construido sobre un hormigón armado de investigación periodística, tiene una estructura más compleja e incluso una especie de hilo argumental y, sobre todo, se refiere a sus consecuencias en el presente y en forma colectiva. De todos modos, la lectura de libros no es algo masivo en la Argentina, cualquiera sea la temática que aborden.
—¿El triunfo electoral del macrismo implica un retroceso colectivo y una expresión de indiferencia popular en torno de la crucial cuestión de la memoria?
—Durante el gobierno macrista hubo un retroceso importante en la política de derechos humanos aplicada a los delitos de lesa humanidad: entre otras cosas se paralizaron los trámites vinculados con la reparación económica a víctimas del terrorismo de Estado; no se renovaron contratos a personas que trabajaban en ex centros clandestinos de detención convertidos en espacios de memoria; se recortó el presupuesto para llevar adelante juicios. Eso, sin contar las presiones sobre la Corte Suprema de Justicia de la Nación y algunas Cámaras federales para liberar a represores condenados. Dichas decisiones son coherentes con otras medidas que afectan los derechos humanos en general de buena parte de la población, ya que es innegable el retroceso creciente en materia de derecho a la salud, al trabajo, a la alimentación, a la vivienda, a la educación en condiciones dignas. Entre otros ejemplos, este gobierno logró la sanción de una ley jubilatoria perjudicial para las personas mayores, eliminó descuentos en medicamentos para afiliados al Pami y dio de baja miles de pensiones por discapacidad.
—¿Cómo se hace para sanar, socialmente hablando, de heridas tan graves como las que la represión dictatorial (y predictatorial) les infligió a los tucumanos?
—Ya es muy difícil, debido a que ninguno de los sucesivos gobiernos de la provincia dio la menor importancia a lo ocurrido ni tampoco acompañó siquiera los juicios; y ya son prácticamente dos las generaciones que desconocen lo que sucedió o que recibieron información incompleta y tergiversada. En líneas generales ayudaría una política que asumiera e hiciera visible la historia reciente, a través de reconocimientos y espacios a sobrevivientes y familiares de víctimas, dándoles carnadura humana; hasta ahora, sólo la actual gestión municipal de Tafí Viejo —una ciudad cercana a la capital, con larga tradición de luchas obreras— está desarrollando una política en ese sentido. También sería necesario un trabajo intenso a través de psicología social en los pueblos y barrios donde se establecieron bases militares o donde la represión fue más feroz; y sobre todo, apoyarlos mediante la creación de fuentes de trabajo, ya que en la mayoría de ellos no se abrió ninguna desde el cierre de los ingenios hace medio siglo.
—¿Cómo sigue tu trabajo de periodista e investigadora? ¿En qué proyectos estás, después de Tucumantes?
—La publicación de un libro es una especie de parto y al nuevo hijo de papel es necesario “darle la teta” durante un año o quizá más; eso implica tener la cabeza ocupada en ese tema y no poder pensar en otra cosa. Pero seguramente el próximo proyecto será retomar la escritura de un manual sobre técnicas de la entrevista periodística, es decir, considerando la entrevista como herramienta para búsqueda de información, no sólo para lo que en Argentina llamamos “reportaje”.