La dimensión histórica de esta obra está detallada, por orígenes y referencias, en la presentación de la misma que hace Víctor O. García Costa. Graham-Yooll, a manera de cierre, evoca discusiones ideológicas que en la década del 70 mantuvo respecto de tal género con Rodolfo Walsh, en casa de Pirí Lugones, así como con otros intelectuales. El que fuera director del Buenos Aires Herald sostiene que esta elección de hitos (nacimientos, muertes, sucesos) cumple con una elección, pero el lector encontrará que también es subrayado de un pasado que regresa.
Y aquí se produce cierto efecto de extrañamiento, también horroroso. Una simultaneidad asombrosa marca la ramificación de existencias, derivas del poder e intereses en pugna, que confluyen en un preciso momento para desatar la tragedia recurrente, una masacre. Si la línea de tiempo de Los días contados es lineal hacia aquí, nuestro presente, también es el reflujo de esa violencia en espiral que escaló desde el fusilamiento sin más del federal santiagueño Juan Francisco Borges por orden de Belgrano, a las 10.000 muertes en la batalla de Tuyutí. O los nada sutiles movimientos de Urquiza que labraron su violento final. Este tipo de trama apabulla.
En cuanto a la estructura, Graham-Yooll dispuso dos partes: De la Revolución de Mayo a Caseros (1810-1852) y La nueva Nación (1852-1900). Y como apéndices: Siglo XX (1900-1946), Primera presidencia de Juan Domingo Perón (1946-1952) y Segunda presidencia de Juan Domingo Perón (1952-1955). Las dos partes refieren las escaladas de una guerra civil que se omitió como la recurrencia de un pariente díscolo. Argentina creció sobre ríos de sangre y de traiciones. Por tal motivo los apéndices ofician como una multiplicación del siglo XIX pero sin pudor alguno. Países “hermanos”, pueblos originarios, gauchos, extranjeros; el “gran bonete” pasó de un grupo a otro, del puñal al fusil, de la tortura a la destrucción. Y la pregunta sobrevuela: ¿era necesario esto?
Pero es en los apéndices donde la historia arroja sus líneas en el siglo XXI. Llama la atención, por ejemplo, la diferencia entre un primer gobierno de Perón, como innegable máquina de fabricación del Estado, con la disolución política del segundo. Y también los nacimientos, destacándose dos escritores por fuera de Borges. Uno es el de Juan Jacobo Bajarlía en 1914 (Sables, historias y crímenes; Historias de Monstruos); el otro, Alberto Laiseca en 1941 (El jardín de las máquinas parlantes; Los Soria), al que Graham-Yooll define como mentor de un estilo de “realismo delirante”. Pero, a 20 años de este siglo, comprobamos que lo “delirante” es la realidad. Por tanto, un ejercicio intelectual es retomar esta cronología y anotar, en cada año, las palabras que incorporó el habla de la patria. Una tarea tal vez titánica, abrumadora, pero que con claridad nos hará buscar en qué preciso momento se rasgó lo real para dar lugar al imaginario que escapó entre los dedos o por el tapabocas, o tapalenguas, o tapaideas: tapamuertos.