Carlos Pardo
Primera persona lo componen diez piezas de carácter autobiográfico dedicadas a temas a veces forzados por las exigencias temáticas de las revistas donde se publicaron originariamente: el amor, las obsesiones, el territorio… Uno podría presuponerle, por lo tanto, una laxa organicidad autobiográfica; más si tenemos en cuenta lo espaciado de las fechas de escritura de los textos, desde 2011 hasta diciembre de 2018. Pero nada más torpe que estos prejuicios. La exactitud de Primera persona no sólo se mide por la unidad de la crónica novelada de una vida que impugna sus orígenes, sino también, y quizá sea más significativo, por la pertinencia y la ambición de su calado ensayístico: la crítica de las falsificaciones con las que construimos nuestro lugar en el mundo. El resultado es, por lo tanto, un libro profundamente unitario. E incluso donde las cualidades de otras obras de la colombiana Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980), por ejemplo la disección de las relaciones íntimas y la búsqueda obsesiva del matiz moral de los relatos de Cosas peores, Premio Casa de las Américas de 2014, o de la magnífica novela Tiempo muerto (2017), brillan con mayor alcance.
Otra de las evidencias de Primera persona es que su autora es una pensadora de primera. Ya dediqué un artículo al desarraigo de una vida pautada por las mudanzas, a su odio al mar (exótico en una caribeña), a las dificultades de la lactancia, la educación sexual en un colegio religioso o la literatura que se practica como margen, la originalidad de su escritura se ejercita llevando la contraria a esas ideas fáciles en las que, por lo común, caemos voluntariamente por comodidad. García Robayo es un espíritu anticursi, precavido de la proyección optimista. No pretende ser buena ni blanda ni seductora, pero, paradójicamente, la complejidad de su pensamiento se manifiesta con un estilo amable, en el mejor sentido del término. Una amabilidad en la incomodidad: contradicción de gran prosista.
El enemigo a batir es la naturalidad. García Robayo escribe contra los mitos fundacionales de la persona, se llamen padre, madre o familia, intimidad o pareja, hogar o sexo. Frente a la tan cacareada inestabilidad del yo posmoderno, lo que aquí faltan son los marcos naturales que debían servirnos de sustrato. Escribir se convierte en una profilaxis de la ilusión. Pero, repitamos, no en un desengaño, sino en la forma más valiente y certera de habitar el mundo desde dentro de lo esquivo.
Es fácil comprender lo terapéutico de algunos capítulos de Primera persona.‘Amar al padre’ es una crónica de las relaciones sentimentales de la autora con hombres mayores, marcadas por la compleja relación con su padre. ‘Rapto de locura’ analiza la percepción desde el hogar de las crisis mentales de su madre, normalizadas por la costumbre. ‘Educación sexual: folletín adolescente’ es casi una novelita de iniciación sexual con un sutil análisis de las violencias que se ejercen sobre una mujer joven. Pero violaciones y abusos son diseccionados con frialdad y distancia. Porque en García Robayo se agradece la perfecta combinación de dos virtudes complementarias: el arrojo y el pudor. Un escritor menos en guardia no habría perdido la oportunidad de orquestar polémicas desde el resentimiento; pero los textos de Primera persona fundan una extrañeza de más largo desarrollo, universal. Por eso, a veces la ironía aplicada a uno mismo vence sobre la denuncia explícita. Y no solo la ironía, sino todas las estrategias de la inteligencia para no dejarse atrapar por la simpleza de pensamiento. Un pudor que también es una forma de arrojo, porque la mejor literatura autobiográfica, a veces acusada de inmoralidad y/o narcisismo, constituye una arriesgada tentativa ética, construye y desvela verdades que superan tanto a las prisiones de la doble moral como a las mentiras que nos contamos sobre nosotros mismos. Es el caso de Primera persona.
Me tienta adivinar en qué momento García Robayo supo qué libro tenía entre manos y cómo debía llevarlo más lejos. ‘Residencia’ y ‘Mi debilidad (apuntes desordenados sobre la condición femenina)’, ambos fechados en 2018, son ejemplos de cómo dar resonancia a todas las líneas esbozadas y exigirles algo más. En ambos textos, la reflexión sobre la construcción de la identidad femenina (un desaprendizaje, porque “al luchar contra las imágenes que me han impuesto de lo femenino, también estoy luchando contra parte de lo que soy”) corre en paralelo a un análisis de la escritura literaria contrario a la normalización y la urgencia del marketing (“la buena literatura”, escribe, “no puede pasar desapercibida porque te explota en la cara”). Y no es raro que algunas de las apuestas más fascinantes de la última narrativa en español sean libros a medio camino entre el ensayo y la autobiografía, fragmentarios y escritos por mujeres que enfrentan la construcción de lo femenino con la de la figura del escritor. Pienso también en Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz. Y probablemente sea en este terreno doblemente marginal en el debate sobre los géneros, literarios y biológicos, donde aún puede hablarse de vanguardia, literaria y vital.
“Mi lugar más cierto en el mundo es el de una sombra que espía”, escribe García Robayo. No es una banalidad la recurrencia a la mirada, de la voyeur o la francotiradora, porque su voz es inconfundible precisamente por su punto de vista y su distancia, su desarraigo. Los materiales de su escritura se ajustan con nitidez a una mirada del mundo poco común. Esto convierte Primera persona en un libro difícil de olvidar.