Fragmento del libro "Morgan Papers. Confesiones de un empleado infiel", editado por Marea.
La llegada de Mauricio Macri a la presidencia de la Nación implicó el desembarco casi automático de los “Golden Boys” de la banca internacional a lugares estratégicos de la función pública, tras años de ostracismo durante el kirchnerismo. Al calor del relato esperanzador proyectado por el líder del PRO, ejecutivos de las principales corporaciones financieras comenzaron a monopolizar el ministerio de Hacienda, cuya cabeza quedó reservada para el ex JP Morgan y albacea de la fortuna de Amalita Fortabat, Alfonso Prat Gay. A su ex colega en el Morgan, Hernán Arbizu, la historia le había deparado un presente bastante más complejo: desempleado y con pedido de extradición de Estados Unidos por estafas, el banquero argentino que se quebró, confesó y puso en consideración mundial los manejos de sistema intuía, con bastante racionalidad, un horizonte oscuro.
El kirchnerismo en el poder no lo ayudó ni lo molestó demasiado, más bien utilizó su historia como una herramienta más en la pelea con adversarios coyunturales como muchos de sus clientes, entre ellos el Grupo Clarín. Con el macrismo y su política exterior subordinada inicialmente a los Estados Unidos, la ecuación era otra. Debía actuar, hacer algo, y rápido. (…).
Hernán Arbizu se crió en el seno de una familia de clase media alta, con impronta militar y antecedentes peronistas. Su abuelastro, Juan Simón Etchart, acompañó a Evita en su lecho de muerte por pedido expreso de Juan Domingo Perón. Su padre, en tanto, supo formar parte de la mesa chica del almirante Emilio Massera, de quien comenzó a distanciarse por la ejecución del modelo represivo de la dictadura, no tanto por cuestionar sus métodos sino por la conveniencia política de hacerlo abiertamente. “Francia lo usó en Argelia, no en París”, comentaba a sus colegas de armas.
Cursó estudios en el Liceo Militar y en plena adolescencia inclinó su vida hacia el objetivo central de convertirse en banquero. A finales de la década de los 80 tuvo su primer acercamiento a los negocios en la firma “Tutelar Cía. Financiera”. Tiempo después trabajó en el Citibank, el Bank Boston, Bank of América y para el Deutsche Bank hasta octubre de 2002, año en que ingresó en la Unión de Bancos Suizos (UBS).
A todas estas entidades llegó pidiendo entrevistas por teléfono, proponiéndose para puestos altos, confiando en sus capacidades de diferenciarse del resto. Y se acomodó entre los mejores, también, por una costumbre que le traería réditos y problemas: irse de cada banco llevándose, la mayoría de las veces en secreto, las planillas y agendas con clientes y potenciales clientes, que luego utilizaba para seducirlos y arrastrarlos con él a otros bancos. Ese tráfico de información le garantizaba un piso de ingresos por comisiones, uno de sus medios de vida.
Para el 6 de noviembre de 2006, ya ocupaba una oficina con secretario privado en la sede del JP Morgan en Nueva York, en el 345 de Park Avenue. La llegada al gigante financiero estadounidense no le impidió, gracias a las ayuda de un banquero amigo, continuar manejando en forma paralela cuentas de clientes de su antiguo empleador, UBS, tarea que efectuaba con hermetismo.
Por su rol de banquero senior, residía tres semanas en Nueva York y una en Buenos Aires, donde buscaba clientes para invitarlos a expatriar sus dólares evadiendo cualquier tipo de control fiscal en la Argentina. En esas artes, era un alumno esmerado del Morgan. De hecho, apenas ingresado sus jefes le asignaron las cuentas que estaban empezando a caer o las más complicadas, las de aquellos clientes disconformes con la atención y que amenazaban con retirar el dinero. Logró retenerlas a todas y sumó nuevos clientes.
(…)
La madrugada del 6 de mayo de 2008 fue extraña. Una premonición. Le costó conciliar el sueño y se despertó sobresaltado, con el cuerpo empapado en sudor. Cerca del mediodía recaló en los cuarteles centrales del banco JP Morgan en la zona de Catalinas. Desganado, tomó el ascensor hasta el piso 22 de la torre, un ambiente amplio y exclusivo con oficinas con vista al Río de la Plata.
Hacía varios días que mantenía un secreto. Denso. Que no podía contener ni procesar. Una historia que, por su propio bienestar y el de su familia, mantuvo incluso fuera del alcance de ese círculo íntimo. Luego de saludar a la secretaria y a los administrativos, se sentó al frente de una computadora, con la vista perdida en la pantalla hasta que una llamada a su teléfono celular lo devolvió a la realidad. Cuando observó en la pantalla del Blackberry corporativo del banco el prefijo de Nueva York se acomodó en la butaca y atendió.
–Hola, Hernán, ¿cómo va todo? Me llamó el asesor de Natalio Garber, ese cliente tuyo de Argentina, y me dijo que le está faltando plata en sus cuentas, y que ellos no la tocaron para nada. Che, ¿vos sabés algo?
La voz de Luke Palacio no lo sorprendió. El jefe del JP Morgan para el Cono Sur terminaba de mantener un diálogo con Wilhem Insenring, un ex banquero del Credit Suisse que asesoraba al ex dueño de la cadena de discos y electrodomésticos Musimundo. El hombre le comunicó que desde la cuenta de Garber se habían hecho transferencias por unos USD 2,8 millones sin autorización a otras cuentas ajenas a ellos. El dinero se había esfumado a sitios del mundo poco convencionales. Países o islas muy pequeñas, célebres por resguardar dineros no declarados de millonarios de todo el planeta.
–No puede ser, dejame ver qué pasó, debe ser un error–respondió Arbizu con un tono de absoluto convencimiento.
Abrumado por la situación y todavía en las oficinas del banco en Catalinas, apeló al instinto de supervivencia. Encendió la impresora, abrió su correo electrónico y conectó un dispositivo de almacenamiento externo al ordenador. Como si nada ocurriese, empezó a descargar y copiar archivos confidenciales de la entidad y documentación de clientes argentinos y latinoamericanos. Se llevó números de cuenta, montos en dinero, información sobre transferencias de fondos a paraísos fiscales y nombres propios de la cúpula del poder económico nacional, en su mayoría clientes de la entidad. De esos listados, el 99% de los involucrados en presuntas maniobras de lavado de dinero eran argentinos, y el resto chilenos. En la carpeta sobresalían empresas de todo tipo y color. La azucarera Ledesma y sus dueños, el Grupo de medios de comunicación y servicios Clarín y todos sus directores, empresarios del sector eléctrico, emprendedores inmobiliarios, industriales, empresarios del agro nacional como Bunge y hasta familias patricias históricamente sospechadas de delitos económicos, como el clan Fortabat. Era más sencillo descartar a miembros de la burguesía nacional que no estuvieran en la lista, antes que enumerar uno por uno a los incluidos.
Con el material en su poder y al borde de la desesperación, visitó un estudio de abogados de prestigio en Capital y, ante la Justicia argentina, confesó su delito y mostró a quiénes había ayudado a lavar y evadir. Pero lo que parecía un triunfo y una pequeña redención, se transformó en su peor pesadilla.