Por José Emilio Burucúa
Desde la década de 1971-80, tras el tembladeral en el que ingresaron las ciencias sociales a partir de la crítica foucaultiana a las ideas fundamentales del sujeto histórico, de evolución progresiva de las sociedades modernas y de relato unificado, temporalmente continuo, de la historia humana, las cuestiones culturales volvieron a ocupar el centro de la escena historiográfica como no se veía desde los tiempos de Burckhardt o, más tarde, de Huizinga. Las relaciones económicas de explotación, las relaciones sociales de sometimiento y rebeldía, las relaciones de poder exigían ser analizadas en los términos en los que el discurso y las representaciones las habían hecho patentes a los actores de cada lugar y momento históricos, pues había quedado demostrado que, de otra manera, al dejar la dimensión de lo cultural (es decir, del lenguaje, de las constelaciones imaginarias, de los sistemas de ideas y creencias) para el final de la investigación, los historiadores proyectábamos escandalosamente nuestras propias categorías mentales y nuestros propios dilemas sobre la comprensión de un pasado que debía de ser rigurosamente analizado y comprendido como un tiempo ajeno, un tiempo de otros hombres distintos a nosotros. El feminismo, los estudios poscoloniales y los estudios queer fueron el producto de esa revolución historiográfica, pero también sus grandes impulsores a partir de mediados de la década del los 80.
Podríamos entonces hacernos la pregunta siguiente: ¿acaso Braudel, Romano y todos los historiadores que habían seguido el modelo de la segunda generación de los Annales o que se habían atendido al gran paradigma marxista en Francia, Alemania e Inglaterra estaban equivocados y las suyas no eran sino teorías falaces o parciales del conocimiento social? Me atrevería a decir que el balance del estallido provocado por Foucault, De Certeau o Jameson no ha invalidado la supremacía de los vínculos creados por la economía capitalista a escala planetaria para comprender la historia de las sociedades modernas o de los procesos de modernización, sino que nos ha obligado a cambiar los instrumentos con que los observamos para descubrir sus transformaciones y movimientos. Tales ingenios intermediarios son ahora objetos culturalmente armados, lentes fabricados con palabras, figuras del discurso, formas de la lectura y la escritura, imágenes del gran arte de la caricatura, de la historieta y la publicidad, melodías y performances que descubrimos y nos son provistas por el período y la sociedad bajo estudio, pero que nosotros convertimos, mediante articulaciones de significados, en los dispositivos destinados a percibir y explicar mejor aquel núcleo duro de lo real que siguen siendo las relaciones de la producción de bienes y los vínculos del poder, que los distribuye y se los apropia al mismo tiempo que controla y ejerce alguna forma de dominio sobre los cuerpos de los hombres.
El libro de Gabriel Ferro ha explorado los usos, los textos y las representaciones de la política en los tiempos del gobierno, largo y dictatorial, del general Rosas en el Río de la Plata. Ha tenido en cuenta la producción cultural de los bandos en pugna, de los partidarios del Restaurador y de sus enemigos. Pero centró toda su atención en las apariciones de una palabra, “sangre”, y de las imágenes que la mostraban o que la sugerían, para definir sus campos semánticos, los lingüísticos y los visuales, y revelarnos hasta qué punto en los combates políticos, fueran simbólicos o físicos, aquellos hombres blandieron los deseos, las atracciones, los terrores y la repulsión hacia la sangre propia y la de los otros. Parecería entonces, desde la perspectiva braudeliana de la que partimos, que este ensayo se ubica en un limesinesperado de la historiografía cultural, es decir, en un límite muy remoto de cualquier historiografía que uno pudiese pensar. Es decir que a priori nos hallaríamos ante el estudio de una curiosidad, muy bien emprendido y terminado, pero que sólo satisfaría nuestro afán de completar los detalles, de conocer también los laberintos imprevistos de la vida histórica en la Argentina de Rosas. Y, a decir verdad, que esto se haya hecho con la excelencia que aquí apreciamos sin mayores dificultades sería, por cierto, un gran avance, pues cumpliríamos, merced al libro, una de las definiciones aristotélicas del ser hombre: “animal curioso que desea saber”. Nuestra visión de la época rosista ganaría simplemente en densidad y complejidad. Vaya, a modo de ejemplo de que tal cosa ha ocurrido en efecto, el habernos enterado de una presencia inaudita de la novela gótica y de los temas del vampirismo y la licantropía en los carriles habituales de la cultura argentina de mediados de siglo XX.
Pero sucede mucho más si, según dijimos unas líneas arriba, nos colocamos los anteojos reveladores de la presencia de la “sangre” que Ferro ha fabricado para nosotros y volvemos a leer los documentos de la época rosista, su producción literaria y teatral, sus imágenes. Veremos, como nunca antes, que las apelaciones a la sangre no eran mera espuma retórica sino topoi de aquel tiempo, es decir, “lugares comunes” que no solo ordenaban las experiencias de los hombres, sino que les permitían comprender y prever las acciones propias y ajenas, herramientas ansiógenas y a menudo perversas con las que, no obstante, los actores lograban también disminuir el terror que debían de inspirarles la realidad y el contacto del mundo. Llegamos así a comprender mucho de nuestro pasado más inmediato o de nuestro presente apenas comprobamos, de la mano de Gabriel Ferro, hasta qué punto las metáforas de la sangre impregnan, hoy todavía, las praxis políticas y los automatismos culturales en nuestro país. Concluyamos: el libro Barbarie y Civilización. Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas es una obra de buena ley historiográfica en varios planos, el de la erudición, el de las comprensiones entrecruzadas del pasado y del presente, el del aumento de nuestros saberes y nuestra ciencia sin más. Por todo ello, gracias especiales sean dadas a su autor.