por Máximo Soto
Diana Wang, psicóloga y actual presidente de la asociación “Generaciones de la Shoá en la Argentina”, ha logrado en su libro Los niños escondidos. Del Holocausto a Buenos Aires, el testimonio de los sobrevivientes secretos de aquella tragedia, los chicos que, rescatados milagrosamente del nazismo, encontraron su salvación en la Argentina. Dialogamos con la escritora.
Periodista: ¿De qué trata Los niños escondidos?
Diana Wang: Son niños testimoniando la historia del holocausto, cada uno contando su propia historia.
P.: ¿Su interés tiene que ver con que es psicóloga?
D.W.: No, dejé toda lectura psicológica a un costado. Traté de que el libro fuera lo más fáctico posible, que es lo que tiene fuerza. Son historias de vida de 30 chicos que tenían entre cero y 16 años al comienzo de la ocupación nazi. Son los niños judíos en el holocausto, pero es también el tema de los chicos en las guerras, es una historia universal.
P.: ¿Qué edad tenían cuando los entrevistó?
D.W.:Entre 65 y 80 años. Coordino un grupo de sobrevivientes y de hijos de sobrevivientes hace años, porque también soy hija de sobrevivientes. Tenemos la asociación “generaciones de la Shoá en la Argentina”, que en este momento presido, y tengo a los protagonistas al alcance de la mano. Tuve la enorme ventaja de una confianza mutua. Cuando les propuse hacer un libro se mostraron menos asustados que hace unos años, cuando les propuse hacer una película.
P.: ¿Cuál fue la reacción ante aquel film?
D.W.: Me miraron como si estuviera totalmente loca, pero la película se hizo. Es el documental Aquellos niños (2001) que dirigió Bernardo Kononovich.
P.: ¿Cómo organizó Los niños escondidos?
D.W.: Por distintos temas. Empiezo ubicando quien era cada uno, como eran sus familias que provienen de distintos países, de distintas extracciones económico, socioculturales, religiosos y no religiosos, de izquierda y de derecha, hay de todo. Ofrece un fresco de la vida en Europa y el trayecto de cada uno, y un tema central es el de los salvadores.
P.: ¿Qué caso más la conmovió?
D.W.: Todos, son 30 historias de cómo llegaron acá, qué les pasó. Un caso: Rosi, Rosita, la más chiquita de todos los que dieron testimonio. Nació en 1941 en el gueto de Varsovia, los padres se casaron cuando el gueto estaba cerrado. Cuando tenía seis meses los padres se dieron cuenta de que allí la vida era imposible. La contrabandearon fuera del gueto, entregándola a una cuñada que estaba viviendo como católica fuera de allí, y le perdieron el rastro. Terminó en un orfanato de monjas polacas en Varsovia, sin saber cual era su nombre real. La madre murió. El padre se volvió a casar y con su nueva mujer comenzaron, después de la guerra, a remover cielo y tierra. La encontraron milagrosamente en ese orfanato que había recibido a niños judíos durante el nazismo, y la devolvieron a su padre. Vivieron un tiempo en Francia y luego llegaron a la Argentina. No sabía nada de nada, dónde había estado, qué había pasado. Rosi hoy es doctora en bioquímica, una profesional destacada. Hace unos diez años fue a Canadá a un Congreso, y en una de esas horas muertas de los congresos científicos, escuchó a unas mujeres hablar en polaco y, como ella habla polaco, se puso a charlar con ellas, a contar su historia y una mujer, que no podía parar de llorar, le dijo: “Yo también soy judía, yo también fui escondida en un convento en Varsovia y creo que es el mismo en el que vos estuviste, y como era más grande tenía que ocuparme de los bebés recién llegados, probablemente fui la que te cuidó a vos”.Y le contó todo lo que Rosi no sabía. Esa es una de las historias de Los niños escondidos.
P.: ¿Cómo son las otras historias?
D.W.: En esa es donde menos se cuenta la guerra, después hay historias de los más grandes, de los que tenían 14, 15, 16 años. Dos estuvieron en Auschwitz, otros anduvieron deambulando y haciéndose pasar por católicos. Pero siempre hubo alrededor alguien que tendió una mano, que se arriesgó y esta es una de las lecciones que todavía tenemos que aprender. De cualquier modo, el momento más terrible es la separación de sus padres, más que cualquier dolor, más que el hambre, cuando pierden el referente adulto, y la pregunta: ¿por qué me pasó lo que me pasó?, y la indiferencia del mundo, como dice el tango.
P.: ¿Cómo sienten aquellos niños a la Argentina?
D.W.: En cada uno es diferente. Lo primero es el agradecimiento por haber podido desarrollar sus vidas, por haberse integrado a una vida normal. Pero también está que tuvimos que entrar a la Argentina mintiendo nuestra identidad y nuestro origen, porque llegamos entre el 46 y el 52, y si uno era judío no lo dejaban entrar y teníamos que decir que éramos católicos.
P.: ¿Relaciona esas historias con La vida es bella?
D.W.: Para mí, La vida es bella no es una película sobre el holocausto sino sobre lo que los padres somos capaces de hacer por impedir el sufrimiento de nuestros hijos. Esos niños en gran parte sobrevivieron porque los padres hicieron lo de La vida es bella, y cosas más absurdas e increíbles. Yo tengo un hermanito perdido. Cuando los niños eran pequeños y los padres tenían que esconderse, como sucedió con los míos, no podían llevar a los más chiquitos porque no podían permanecer en silencio. Cuando se tiene que estar escondidos dos años, como le sucedió a mis padres, a un chico le es absolutamente imposible. Los padres buscaban desesperadamente familias donde dejar a su hijo con la convicción de que el chico se iba a salvar. Mi papá contaba cómo le enseñaba a mi hermanito a no mostrar el pito, porque estaba circuncidado, le inventaba jueguitos cuando tenía dos años para que hiciera pis tapándose, para que no se viera que era judío. Son cosas más locas que las que cuenta Benigni en La vida es bella.