Por Guillermo Saccomanno
El narrador empieza a escribir/se a los cuatro años y lo que su visión capta en ese instante es una imagen de exilio. A partir de entonces, desde esa marca, no sólo se constituye en cronista viajero. No es desacertado conjeturar que desde esa partida de infancia su residencia, parafraseando a su poeta nacional, será la tierra, el mundo entero, sin fronteras. Vale la pena detenerse en ese momento por lo que contiene de iniciático y fundante: “La última imagen antes del exilio demoró treinta años en llegar. Mis padres, mi hermano de un año y yo, de cuatro, estábamos sobre el bus que nos sacaría de La Unión, casi mil kilómetros al sur de Santiago de Chile, en la puerta de la casa de madera de los abuelos. Desde la ventanilla vi cómo se amontonaban los diez tíos Casanova y media aldea campesina, para despedirnos. Eran unos treinta. Ella, mi abuela Aura, estrujaba con las manos el delantal que siempre usó sobre los batones floreados e intentaba no llorar. Cuando el micro aceleró y comenzó a moverse, Aura sólo levantó la mano, y dijo adiós con los ojos achinados y húmedos. Cruzamos la cordillera un 25 de junio, llovía como llueve siempre en el sur de Chile, de marzo a noviembre, con esa lluvia que no moja, que no embarra, que corre por la tierra siempre abierta dejando apenas unos riachos mínimos, desaparecidos al fin, esperando más. Llovió hasta Villa La Angostura, y luego hasta Bariloche. Habíamos escapado de la dictadura y de los fantasmas del pueblo en el peor momento, cuando el Rodrigazo de Isabel Perón”.
Recién más tarde, casi ahora, en una de sus vueltas al país de origen, un país agitado por la insurgencia estudiantil, Cristian Alarcón, el niño chileno convertido en todo un escritor, al rescatar aquella imagen de infancia, lo que trae a la superficie es el instante clave en el que un doble movimiento de expulsión y distanciamiento, es alejarse y su visión desde la ventanilla de un bus, es a la vez lo que constituye su identidad, la del extranjero, fugitivo existencial por elección, que se encuentra a gusto en cualquier parte donde la vida es pasión y desgarramiento, se trate de un arrabal colombiano o una villa del conurbano bonaerense, un carnaval carioca o un callejón catalán. Su identidad entonces se define en una alquimia que conjuga lo multicultural, lo multiétnico, lo diverso y, con estos rasgos, combinados con audacia, conforma lo único, eso único que define una subjetividad y se manifiesta en una escritura personal, una de las más subyugantes de los últimos tiempos.
Desde esa primera visión iniciática es que –se me ocurre– más que una “summa” de las crónicas que Cristian Alarcón ha publicado en los últimos años, esta selección se propone como el más confesional de sus libros y, a un tiempo, se insinúa como autobiografía intelectual. Al principio dije que el narrador empezó a escribir/se a los cuatro años, con el exilio familiar. El reflexivo escribir/se tiene un sentido: al escribir al otro, al niño que fue, y también a los otros que cruzará en su vida, en un grupo aeróbico, en una boda, en un culto no oficial, Alarcón se escribe a sí mismo. Escribe con la intensidad que la historia escribe en nuestros cuerpos. No hay crónica en la que el narrador, un testigo nunca invasivo, no nos insinúe pistas personales. Entonces, desde la cita del comienzo, la partida iniciática, pasando por amores expansivos, riesgos concretos, estallidos paganos, investigaciones rigurosas y, por qué no, la alternancia de aguafuertes nerviosas que nunca resbalan en el pintoresquismo, en esta compilación, si se cronologizan las intervenciones del cronista se redondeará (además de la confesión, de la autobiografía intelectual) nada menos que un autorretrato, lo que viene a impugnar esa objetividad ortopédica que trasunta tanto periodismo que la va de neutral ante el dolor.
Es inevitable que en el transcurso de esta lectura uno piense en categorías literarias, géneros, etiquetas que suelen hacer facilongo el trabajo del crítico inquieto por disponer un orden en la biblioteca. Alarcón, obvio, no se la hace fácil al intento entomológico. Lo suyo es, además de literatura de la mejor, visceral y comprometida con cada uno de sus personajes, una búsqueda personal, especie de vuelta al hogar, el retorno al lugar primero, que lo lleva a compartir la diaria de quien sea protagonista de cada crónica, trátese de la madre de un pibe chorro, un preso, una puta, una reina trans, hijos de desaparecidos. Es evidente que esta elección es política, pero no se queda ahí. En la solidaridad que Alarcón establece con su casting abigarrado, puede percibirse, por cierto, la misma clase de atracción erótica que experimentaba Pasolini por el subproletariado romano. Se trata, se dirá, de aquello que hay en lo bajo como magnético para una sexualidad marginada por las buenas costumbres. Más que un gesto, un acto de insurgencia contra lo que el poder dicta en términos de reproducción familiar estándar, fabricación seriada de la hipocresía. De acuerdo, pero hay más. Siempre hay más y estos relatos, en su diversidad, vienen a probar que esa búsqueda es no sólo la de un lugar perdido sino la de los encuentros sucesivos con distintos territorios que, en su recorrido vertiginoso, así como se cruza una frontera tras otra se pone en discusión la ortodoxia de los géneros. Así, al pensar “el modo de narrar el mundo”, el escritor se resiste a las clasificaciones cómodas. Lo que queda claro en una preocupación que se refleja en los innumerables talleres que dicta sobre memoria y violencia, en las sucesivas movidas de nuevo periodismo latinoamericano, acciones que conviven y se concentran en sus crónicas vibrantes con una prosa que destila tanta sensualidad como frenesí, esa sensación de cámara en mano urgida por captar una historia que, en su velocidad, enumera desgracia y alegría, caídas y redenciones, seres en éxtasis y cadáveres baleados. Todo el tiempo Alarcón está planteando un interrogante: cómo se cuenta un paisaje marginal sin demagogia. Porque es allí donde Alarcón detecta lo central de su literatura, eso que decía hace un rato sobre Pasolini. Estos relatos –prefiero denominarlos relatos antes que crónicas– pueden leerse con la fruición del interés por la aventura, una intrepidez que oscila entre la alegría de vivir y el borde del peligro, la injusticia que pide ser escrachada a gritos. A veces esos gritos pueden confundirse con ritmos que ensordecen: la cumbia, el funk, una polca paraguaya. Me doy cuenta: intento describir el modo Alarcón de narrar el mundo, una confluencia tumultuosa de situaciones que en su totalidad –esa totalidad que es este libro– revientan a través de una escritura que no se deja doblegar por los códigos de lo canónico y, como instantáneas, se nos ofrecen como “epifanías de la hibridez” según la mirada desinhibida de un niño que vuelve una y otra vez a cruzar fronteras, la mirada de ese niño chileno que, al abandonar su tierra natal, adoptará el horizonte como hogar.