En la década de 1980 se impuso en la Argentina la llamada “teoría de los dos demonios”. Este concepto tenía como lógica principal de narración la existencia de dos terrores opuestos: una violencia insurgente inicial, que desató como reacción una violencia infinitamente peor. En el libro que se reseña, Daniel Feierstein postula que en la actualidad se desarrolla una versión recargada de la teoría de los dos demonios –utilizando una analogía con la película Matrix– y se propone desmenuzar críticamente sus argumentos y desnudar sus puntos débiles y falacias.
En el capítulo 1 analiza el tránsito de los dos demonios a su versión recargada. La versión recargada de los dos demonios utiliza las lógicas implícitas de la teoría original, pero en un contexto nuevo y con objetivos e intencionalidades muy diferentes, lo que la torna mucho más peligrosa. Los argumentos de los dos demonios se “recargan” para ser utilizados por otras fracciones sociopolíticas y con otros objetivos.
La principal lógica operante en la teoría de los dos demonios es la ajenización de la sociedad y la construcción de un observador neutral: la “gente común”, que señala y denuncia a los demonios, que se percibe y se construye como víctima. Esto responde a una necesidad de “exculpación colectiva”, que permitió a muchos sectores de la población clausurar la pregunta sobre su propia responsabilidad, ubicarse en el cómodo rol de víctimas, y condenar la violencia con supuesta imparcialidad. La versión recargada de la Matrix se propone utilizar la demonización pasada para legitimar la demonización presente de los movimientos sociales.
Para ello, se parte de la equiparación de los “universos de víctimas” como dos caras de “la misma violencia”. Ya no alcanza con afirmar que la Argentina fue convulsionada por dos demonios, sino que en la versión recargada media una operación previa: la igualación de las víctimas. Un militar es tan asesino como un guerrillero, y si se juzga a uno, debe juzgarse a otro. Este discurso se presenta como evidente, despolitizado y desideologizado. Y la igualación de las víctimas se complementa con consignas como “memoria completa”, que será uno de los argumentos fundamentales de la teoría de los dos demonios recargada.
En definitiva, se busca deslegitimar las conquistas en el sentido común producidas desde la reconfiguración de los años noventa, como asimismo enseñarle al conjunto de la sociedad que todo intento de desafiar el orden instituido puede concluir en un baño de sangre.
El capítulo 2 analiza los argumentos principales de la teoría de los dos demonios y de su versión recargada. El autor sostiene que la versión recargada de los dos demonios no esgrime nuevos argumentos, sino que utiliza las mismas lógicas de la teoría de los dos demonios original, pero con una nueva construcción de sentidos, con distintas intencionalidades y consecuencias.
La versión original instalaba una dualidad (el terror de izquierda y el terror de derecha) pero poniendo el énfasis en la violencia estatal, mientras que en la versión recargada el énfasis es inverso, porque se centra en la violencia insurgente, haciendo visibles a las “víctimas negadas” y redirigiendo la carga afectiva hacia quienes habían sufrido la violencia estatal. La versión recargada apunta así a minimizar y relegitimar la condena a la violencia represiva, exponiendo a las “otras víctimas”.
Mientras que la versión original apuntaba al juzgamiento de los genocidas y exculpación del “resto de la sociedad”, la versión recargada busca el juzgamiento de los sobrevinientes del genocidio y equipara las responsabilidades. En ambos casos se esconde la violencia estructural que permite explicar ambas violencias.
Otro argumento de la versión recargada es el ataque a los elementos simbólicos construidos en más de treinta años de lucha contra la impunidad y, específicamente, a la cifra de 30.000 víctimas estimada por los organismos de derechos humanos, con la consecuencia de deslegitimar su reconocimiento social y sugerir que están distorsionando la información. Se afirma que muchas supuestas víctimas no fueron tales, que se “inventaron” casos, que no hubo un “plan sistemático” y que la represión no tuvo la dimensión que se le atribuye.
Para ello se pretende minimizar el número de víctimas partiendo de los errores de los listados elaborados en 1984 por la CONADEP, en desmedro del hecho de que tales listados no podían ser exhaustivos, dado el terror de la época, la falta de información estatal y el subregistro y subdenuncia endémicos en todo proceso genocida. Y aprovechando, asimismo, las confusiones generadas por la falta de claridad sobre los criterios con los que se construyeron dichos listados, que no permiten responder a la pregunta fundamental: “¿A quiénes incluye el total de víctimas del genocidio argentino?”.
Feierstein sostiene que el genocidio tuvo cuatro categorías de víctimas: asesinados, desaparecidos, presos políticos y niños secuestrados de sus familias y apropiados. Y que la estimación de 30.000 víctimas fue realizada a partir de suponer el número de casos aún no denunciados con base en el universo de denuncias con el que se contaba hacia fines de la década de 1970. Sostiene que en las disputas sobre los números no se está discutiendo realmente acerca de tales, sino que se busca minimizar el carácter genocida para igualar esa modalidad de la violencia con la violencia insurgente.
Otro argumento importante de la versión recargada de los dos demonios es la equiparación de las violencias, que son igualadas con el nuevo concepto de “violencia política”. Hay solo dos violencias: la represiva y la insurgente y “ambas violencias están mal”.
La equiparación de las violencias es una forma de reinterpretación del pasado que se propone cancelar los consensos posdictatoriales e incidir en los modos actuales de ejercicio de la violencia, para permitir una relegitimación del accionar represivo sistemático, del uso de las fuerzas armadas en el conflicto interno y de la anulación violenta de todo atisbo de reacción política.
Solo el Estado tiene el derecho de utilizar “La violencia”, pero no los sectores populares, bajo la justificación de que se debe “dejar gobernar” y que se trata “del gobierno que la gente eligió”, argumento que tuvo su pico extremo en la doctrina del “beneficio de la duda”, que debe hacerse jugar a solo favor de las fuerzas de seguridad (expresadas por la vicepresidenta de la Nación Michetti o la ministra de Seguridad de la Nación Bullrich).
Feierstein distingue cuatro tipos de violencia: la estructural o “de sistema” (que se vincula a la imposición de la injusticia a través de un orden económico), la represiva estatal, la política insurgente y la criminal clásica. La violencia estructural está ausente de todas las explicaciones, y la violencia criminal abreva en el discurso punitivista de la “inseguridad”, un terreno fértil para avanzar en la conquista del sentido común.
En definitiva, se advierte una avanzada feroz de la violencia estructural y represiva, con el objetivo de transformar brutalmente la distribución del ingreso en la sociedad argentina. Volver a las condiciones que generaron el 2001, sin que se produzca la reacción de 2001.
A ello se suma el discurso del “curro de los derechos humanos”, operación mediática que pretende avanzar sobre la legitimidad histórica construida por los organismos en la lucha contra la impunidad, buscando trocar su reconocimiento social en nada más que una excusa para hacer dinero, lo que incluye las reparaciones brindadas por el Estado a los familiares y sobrevivientes del proceso genocida.
Y no debe olvidarse el discurso paralelo de la deskirchnerización, que pretende transferir las denuncias de corrupción contra funcionarios específicos al conjunto de la militancia kirchnerista, y de allí al universo de organizaciones de derechos humanos, con la consecuencia de quebrar el universo plural y fracturar a la mayoría de las organizaciones en su ala oficialista y su ala opositora. A partir de la movilización del 24 de marzo de 2006, el universo de derechos humanos quedó partido en dos bloques, llegando incluso a la organización de dos movilizaciones diferentes en la conmemoración de esa fecha.
La versión recargada de la teoría de los dos demonios instaló también una nueva demonización de la violencia merced al redireccionamiento del afecto hacia las víctimas de la violencia estatal, apelando a las víctimas colaterales de acciones armadas, con una imaginería que logró interpelar a sectores del progresismo que no hubieran apoyado discursos abiertamente reivindicatorios del accionar militar.
Ya no se habla de cáncer a extirpar ni de cruzada contra agresores a la patria, sino de “otras víctimas”, invisibilizadas, mudas o ausentes, negadas por el discurso oficial, con un procedimiento que busca emular la “angelización” de los detenidos desaparecidos.
En esta operatoria piden la construcción de una “memoria completa” que contemple a todas las “víctimas”, ahora igualadas, que habrían perdido sus vidas como producto de “La violencia”, no importa cuál sea su signo. En la base de este procedimiento se encuentra un imperativo moral que busca el repudio unánime de “La violencia”, considerada como el único enemigo real.
El capítulo 3 “Sumando voces progresistas” describe el modo en que diversos intelectuales históricamente caracterizados como tales comenzaron a teñir el universo de la disputa por el sentido común sobre el pasado con otros colores, presentándose como observadores neutrales guiados por un supuesto “afán por la verdad”.
Distingue tres grupos diferenciados: los debates mediáticos en televisión, las notas de opinión en La Nación –periódico del establishment– y la organización de reuniones y conferencias académicas.
En el primer caso, se destacan el debate mediático entre Héctor Leis y Graciela Fernández Meijide, con la conclusión del primero de que “la verdad es que no hay dos demonios. Hay uno solo con diversas caras” (que vendría a ser el demonio de la violencia), y “El debate de los 70” moderado por Eduardo Feinman y Ceferino Reato, que protagonizaron el periodista y ex militante del PRT Eduardo Anguita y el ex militante montonero Luis Labraña con los carapintadas José D’Angelo y Aldo Rico, bajo la apariencia de presentar “las dos campanas”.
En el segundo caso, se analizan los artículos publicados en los últimos dos años por José Luis Romero y Marcos Novaro en “La Nación”, cuya preocupación por la reconceptualización del pasado no denota mera preocupación académica, sino que se articula con claras conclusiones para el presente. Las referencias a “la cacerola” de Victoria Donda que hace Romero y “los piedrazos” presentados por Novaro como emblemáticos de la violencia popular son imperdibles.
También se describen eventos académicos que relativizaron la importancia del juzgamiento de los responsables bajo la idea de “resignar justicia para ganar verdad” y la insistencia en el paradigma de la “justicia transicional”, en el marco de una legitimación de la violencia represiva que en modo alguno se encontraba presente en la versión original de la teoría de los dos demonios.
La funcionalidad de estas voces progresistas estriba en que constituyeron un aporte relevante para la versión recargada de los dos demonios, en tanto establecieron la legitimidad de una equivalencia inaceptable. En palabras de Eduardo Feinmann: que el único demonio habría sido “La violencia”.
El capítulo 4 describe los “errores no forzados” que permitieron el avance de la versión recargada de los dos demonios, utilizando la terminología del tenis: cuando la pérdida no se motiva en aciertos del rival sino en acciones propias. Específicamente, los conceptos de “terrorismo de Estado” y “dictadura cívico-militar”, y el abandono del pluralismo partidario en la lucha por los derechos humanos.
El concepto de “terrorismo” puede tener dos tipos de definición: como táctica de lucha y como significante vacío que da cuenta de la posibilidad de estigmatizar a cualquier opositor. En su articulación en el sintagma complejo de “terrorismo de Estado” asume un tercer sentido, vinculado al uso del terror sistematizado y clandestino por parte del aparato estatal.
La inversión de términos entre Estado terrorista y terrorismo de Estado abre la posibilidad de referirse a “otros terrorismos”, en tanto el sujeto central del sintagma es “terrorismo” y ya no “Estado”. El terrorismo como término teórico da cuenta de una táctica política que consiste en la realización de acciones violentas indiscriminadas como modo de esparcir el miedo y la incertidumbre en el conjunto de la población. Pero en su redefinición como terrorismo de Estado, con la dilución de su componente genocida y la desaparición del requisito de que las acciones sean indiscriminadas, ya no es una táctica política, sino un modo de estigmatizar a cualquier proceso de resistencia a la autoridad. Con esta definición, toda oposición a cualquier gobierno puede ser incluida en la figura de terrorismo (por ejemplo, la toma de una fábrica).
Feierstein sostiene que el movimiento insurgente argentino no fue terrorista, porque sus acciones no fueron indiscriminadas ni dirigidas contra el conjunto de la población. Y que el Estado represor tampoco fue terrorista porque sus acciones tampoco fueron indiscriminadas, sino dirigidas con absoluta claridad sobre los grupos y lazos sociales que buscaba aniquilar y destruir: dirigentes sindicales, estudiantiles, barriales, políticos. El Estado no fue terrorista, fue genocida, que no es lo mismo.
El segundo sintagma que comenzó a utilizarse fue “dictadura cívico-militar”, sumatoria de adjetivos que tendió a opacar el componente “militar”, quedando igualados civiles y militares en una secuencia que, además, menciona primero al actor civil. Si bien el nuevo vocablo partió del loable intento de visibilizar las responsabilidades de los actores estratégicos (grupos económicos, sectores eclesiásticos, partidos políticos, periodistas), a la postre tuvo consecuencias paradojales, porque la población civil nos incluye a todos y no solo a quienes colaboraron con el régimen, y la dictadura no fue “cívica”, sino en todo caso empresarial o corporativa y, sin duda alguna, militar.
El autor propone la utilización de conceptos más precisos, como “poderes económicos concentrados” o “dictadura económico-corporativa-militar”, en lugar del ambiguo término “civil”.
Otro de los errores no forzados que propició el avance de los dos demonios recargados fue el abandono del carácter pluralista que había tenido la lucha por los derechos humanos en Argentina, con acciones cada vez más identificadas con el gobierno kirchnerista, como la participación en actos de lanzamiento de campañas políticas y la decisión de Hebe de Bonafini y otras Madres de retirarse de la “Marcha de la Resistencia” a partir del año 2006.
Como consecuencia, a partir de 2007 se organizaron dos actos separados para conmemorar el aniversario del golpe militar del 24 de marzo, y el movimiento de los derechos humanos comenzó a tener dos alas: una oficialista y otra opositora.
El conjunto del movimiento de derechos humanos fue presentado como una rama del kirchnerismo y se construyó la tríada derechos humanos-corrupción-kirchnerismo, aprovechando la lógica del “curro de los derechos humanos” y la denuncia contra la Asociación Madres de Plaza de Mayo por el uso de los fondos del proyecto “Sueños Compartidos”.
Todo ello permitió presentar al nuevo gobierno de Cambiemos como un árbitro “neutral” ante la “apropiación partidaria” de la lucha por los derechos humanos y, con la consigna “los derechos humanos son de todos”, se buscó capitalizar la distancia social generada como producto de la partidización.
El capítulo 5 describe “las respuestas fallidas” que allanaron el camino a la versión recargada de los dos demonios: el recurso a la “cosa juzgada” y la penalización del negacionismo. Se propone que el debate no tiene sentido porque los crímenes cometidos por los genocidas son “cosa juzgada” o porque el negacionismo no debe ser debatido sino perseguido por la ley, como se hace en otros países.
La “cosa juzgada” parece una forma rápida y sencilla de cerrar la boca a los negacionistas, pero en realidad implica una renuncia a la argumentación y una opción por el silencio. Lo que da pie a que ese silencio sea presentado por los negacionistas como una prueba de la verdad de sus argumentos, apelando al viejo dicho “el que calla otorga”. Por otra parte, la impunidad de los genocidas constituyó una “cosa juzgada” durante casi veinte años en la Argentina, y ninguna de las organizaciones del campo popular aceptó esa verdad porque la decían los tribunales.
La segunda respuesta fallida ha sido las propuestas presentadas para anular el debate de la mano del Código Penal y penalizar a quienes alienten el negacionismo. Esto implica otorgarle al Estado la posibilidad de contar con una “policía de opinión”, que podría penar no solo al negacionismo sino a otros sistemas de pensamiento. Y sugiere implícitamente cierta desconfianza de los propios argumentos, porque proponer una pena para quienes no piensan como nosotros solo puede ser leído como una admisión implícita de sus razones.
Finalmente, el autor describe lo que llama “el efecto burbuja” y advierte sobre la necesidad de quebrar la tentación de hablarse a sí mismo. Sostiene que nuestra información está condicionada por algoritmos que detectan nuestras preferencias y nos orientan al consumo de noticias que consideran afines a nosotros, a lo que se suma la posibilidad de bloquear aquellos contactos u opiniones que no queremos leer.
Ello desemboca en el encierro en las verdades propias, porque cada uno está encerrado en su propia burbuja. E implica también la renuncia a toda posibilidad real de diálogo con cualquier posición que nos interpele.
El desarrollo culmina en el capítulo 6 “Fue Genocidio”, afirmación que el autor articula con la consigna “Son 30.000”. Sostiene que el número 30.000 sigue siendo válido hasta tanto los perpetradores aporten la información que ocultan y que su postulación en tiempo presente y no pasado abre la posibilidad de visibilizar a los sobrevivientes, a la par que afirma la persistencia del proceso de denuncia.
La consigna “Fue Genocidio”, a su vez, permite explicar el pasado de un modo tal que nos resulta útil para actuar en el presente, por lo que se trata del concepto más vigoroso para responder a la ofensiva negacionista y confrontar con la versión recargada de los dos demonios.
El concepto de “genocidio” es el que ofrece mayor adecuación a lo ocurrido en Argentina, y en su comprensión como ‘destrucción parcial de la identidad del grupo nacional’ permite ampliar la comprensión de sus efectos a un conjunto más amplio que el que se ha calificado como las “víctimas directas”, como asimismo observar mejor el objetivo estratégico del aniquilamiento: un mecanismo para transformar la identidad de todo el pueblo sobre el que se abate el terror. Porque cuando el genocidio aniquila al grupo específico, al mismo tiempo destruye y reorganiza la identidad global de toda la sociedad, que nunca podrá ser la misma sin esa parte que se destruyó.
Como contrapartida, los conceptos de “crímenes contra la humanidad”, “terrorismo de Estado”, “masacre” o “guerra” solo permiten observar el carácter puntual de los hechos como “delitos” específicos cometidos contra particulares “politizados”, o como consecuencias de un conflicto social entre actores armados. Estas perspectivas dejan a la mayoría de la población en un rol externo, como espectadores de las violaciones de derechos humanos. Y ese rol externo es la construcción más potente de la teoría de los dos demonios, tanto en su versión original como en su versión recargada, porque al permitir observar el conflicto “desde afuera”, constituye una formidable fórmula de evasión.
En definitiva, el autor propone articular estas consignas con la canción presente en todas las marchas contra la impunidad, en una síntesis de esperanza: “Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar…porque son 30.000 y fue genocidio”.
En síntesis, Los dos Demonios (recargados) es el libro más provocador de Daniel Feierstein, porque contiene conceptos polémicos en casi todas sus páginas y, quizás, el que está llamado a tener mayor impacto político. Estos demonios son más peligrosos que los que se impusieron en la década de 1980, porque la legitimación de la violencia represiva no se encontraba presente en la versión original de la teoría de los dos demonios. Pero este libro no solo nos alerta del riesgo que entrañan estas ideas, sino que interpela a toda la militancia, poniendo de manifiesto errores, falacias y mezquindades que surgieron del propio campo popular. Nadie puede permanecer indiferente frente a la lectura de estas páginas.