El diagnóstico que hacía Simone de Beauvoir en 1949 parece ajustarse perfectamente al momento actual, “estamos” decía, “en un período de transición; este mundo que siempre ha pertenecido a los hombres sigue estando en sus manos, las instituciones y los valores de la civilización patriarcal sobreviven en su mayoría” (Beauvoir, El segundo sexo, 1949). No solamente la “verdadera igualdad” entre hombres y mujeres sigue sin existir setenta años después, sino que la situación de emergencia sanitaria mundial que se vivió en 2020, muestra a qué punto esos “derechos abstractos” obtenidos por las mujeres en el mundo a lo largo de los últimos siglos retrocedían de manera significativa, afectando a la vez el lugar de las mujeres en la vida pública y en el entorno familiar, en el mercado del empleo, en la mecánica de la reproducción sexual, en las diversas dinámicas de violencia, es decir, en el espacio de lo político.
Tomando como pretexto dos textos de diversa índole y recientemente reaparecidos, La femme gelée), traducido al español en 2015, y Le privilège de Simone de Beauvoir, re-editado en 2018 (Geneviève Fraisse, 2008), [2] propongo una lectura de El segundo sexo que confirma su lugar de texto ineludible para pensar qué significa ser mujer también en el mundo contemporáneo. Partiendo de dos procedimientos a priori opuestos, la revisión de la Historia y la revisión de su historia, Simone de Beauvoir y Annie Ernaux generan espacios de pensamiento que se resisten a ser definidos como femeninos, existiendo sin necesidad de adjetivos que los señalen como una cara otra del pensamiento.
Releyendo El segundo sexo no deja de llamar la atención lo poco centrado que está todo el libro, incluso el segundo tomo, La experiencia vivida, en la vida de la propia Simone de Beauvoir cuando este último título dejaba presagiar un relato personal e íntimo. En cambio, la primera persona aparece más que nada en la diatriba inicial, en la que se defiende de hablar desde el lugar de lo femenino, y recuerda, por eso mismo, su condición de mujer que escribe y que piensa: “Si quiero definirme estoy obligada de empezar por declarar ‘Soy una mujer’, esta verdad constituye el fondo sobre el que se alzará cualquier otra afirmación. Un hombre no comienza nunca por presentarse como un individuo de un determinado sexo: que sea hombre va de suyo” (Beauvoir, 1949).
Tal como lo había hecho en el juego de oposición en los dos epígrafes donde François Poullain de La Barre le respondía a Pitágoras, Beauvoir recuerda que los discursos interactúan en el gran diálogo bajtiniano y que no hay en ningún caso un origen neutro. Ignora, de este modo, “una doble tradición intelectual: no tiene ninguna duda de la pertinencia de su pensamiento de mujer, y elige pensar lo universal de las mujeres antes que lo singular de su ser” (Fraisse, El privilegio de Simone de Beauvoir…, 2018). Esta “práctica de la libertad” de la que Geneviève Fraisse se declara admiradora, consiste en el pensamiento riguroso sobre lo que uno es (lo que una es) sin que ese ser (o lo que se entiende como el deber ser de ese ser) determine el alcance del pensamiento.
En cambio, la novela de Annie Ernaux La femme gelée podría pensarse casi como una puesta en relato de los primeros capítulos del segundo tomo de El segundo sexo. Asistimos a la vida de la protagonista narrada por ella misma en un relato sin división en capítulos, pero donde no sería difícil recortar los del libro de Beauvoir: “La niñez”, “La muchacha”, “La iniciación sexual”, “La mujer casada”, “La madre”. La narradora es una mujer de la segunda mitad del siglo XX: su juventud coincide con el impulso emancipador, y es una lectora de Simone de la primera hora. A pesar de sus desánimos pasajeros, los libros de Beauvoir hicieron mella en la estudiante quinceañera, que juzgaba a sus profesoras basándose en sus lecturas. El ensayo de 1949 tuvo, sin embargo, otro impacto: “El segundo sexo me dio un golpazo. En seguida resoluciones, nada de matrimonio, pero tampoco amor con alguien que te toma como objeto. Muy luminoso mi programa, mientras bajaba para el liceo” (Ernaux, La mujer helada, 1981, p. 103).
Si la protagonista, ya estudiante de Letras en la universidad, piensa que “todas las mujeres con marido y niños forman parte de un universo muerto” y se considera “pronta a jurar que la condición femenina más común no sería nunca la suya [mía]” (Ib., p. 111), su “programa luminoso” se cumplirá a medias. La narradora se casa con un colega estudiante, apasionado como ella por la filosofía y las letras. Los primeros tiempos juntos desmienten la teoría, falsean a Beauvoir. Los jóvenes enamorados comparten las tareas (“Le pedimos prestada de vez en cuando la aspiradora a la dueña y es él que la pasa, sin refunfuñar”), la pobreza los une, la complicidad del riesgo y de la experiencia compartida: “Quién habla de esclavitud acá, yo tenía la sensación de que la vida de antes seguía, en una versión más apretada solamente, uno con otro. ¡Completamente errado, El segundo sexo!” (Ib., p. 129). La armonía no dura, sin embargo, más de tres meses. El hogar de la pareja moderna e intelectual se revela apenas una página después como el lugar de la desigualdad: “Está bien, trabajo La Bruyère o Verlaine en el mismo cuarto que él, a dos metros el uno del otro. La olla a presión, regalo de casamiento tan útil vas a ver, tararea en la hornalla. Unidos, semejantes. Timbrazo estridente del minutero, otro regalo. Acabada la semejanza. Uno de los dos se levanta, apaga la llama bajo la olla, espera que el trompito loco se enlentezca, abre la olla, pasa el potaje a los platos y vuelve a sus libros preguntándose dónde había quedado. Yo. Había empezado, la diferencia”.