Por Cecilia González
Una noche de septiembre de 2002 tuve una epifanía.
Estaba en México, en la redacción del diario Reforma, en donde trabajaba desde hacía nueve años. Me tocaba la guardia nocturna y debía revisar cables, mirar noticieros nocturnos y estar atenta por si surgía alguna noticia de última hora que hubiera que cubrir de urgencia.
"Pero si yo quiero estar en Buenos Aires, ¿qué estoy haciendo aquí?", pensé de pronto, mientras leía con desgano un comunicado oficial del gobierno enviado por fax que debía reescribir.
Ya había venido de vacaciones a Argentina en noviembre de 2001 y por trabajo en abril de 2002, a reportear la crisis. El lapso entre ambos viajes fue breve pero suficiente para producir cambios profundos en el país. Los precios, en primer lugar. En mi segunda visita todo era mucho más barato gracias a la devaluación. La evidente incertidumbre y la tensión social que sentí esas semanas no evitaron que me enamorara de Buenos Aires. Al atravesar la avenida 9 de Julio con la Vero (mi amiga mendocina), caminar por la calle Corrientes o mirar los letreros de alquiler en las ventanas de los edificios de Recoleta, soñaba con vivir aquí.
Era eso: un sueño.
Al volver a México empecé un largo penar por Buenos Aires. Me sentía triste. Quería estar acá, no allá, pero parecía imposible. Me deprimí. Mi cuerpo deambulaba sin mi espíritu en las calles de la ciudad de México. Me sentía incompleta. Al pasar por los ventanales de la colonia Roma, esperaba escuchar los acordes de un bandoneón. En los diarios mexicanos buscaba noticias sobre la crisis argentina. Añoraba el olor de los asados callejeros. Comía en los restaurantes argentinos de la ciudad de México que ofrecen cortes de carne falsamente pampeanos, como "la arrachera". Caminaba por Paseo de la Reforma y esperaba que, por arte de magia, se convirtiera en la Avenida Santa Fe.
No sabía qué hacer.
Pasaron varios meses hasta que, esa noche en el periódico, lo supe con certeza: debía volver a Buenos Aires. Una voz interna me advertía que era una locura, pero no podía dejar de sonreír.
En la madrugada llegué a mi casa. Con las mejillas sonrojadas y la mirada brillante le pregunté a Diego, un amigo español que pasaba unos días conmigo, si le gustaría quedarse en mi departamento y pagar la hipoteca a modo de alquiler, porque yo partía a Buenos Aires. Él, recién llegado al DF para estudiar una maestría y en plena búsqueda de un lugar para vivir, aceptó encantado. Nos resolvíamos la vida.
Le conté mi plan maestro diseñado en las últimas horas: renunciaría al periódico, me iría de vacaciones a Buenos Aires durante tres meses con mis ahorros y en febrero de 2003 volvería a la Ciudad de México para buscar trabajo en otra redacción. Ahora todo parecía tan fácil. Mis problemas y mi depresión habían terminado.
Esa noche casi no dormí. Al día siguiente me levanté temprano, fui a comprar el boleto de avión y por la tarde presenté mi renuncia al diario.
–¿Por qué te vas? –preguntó mi jefe.
–Porque quiero ser feliz.
–Nadie se va por eso –desconfió.
No tenía más argumentos ni reclamo alguno. Era una decisión personal. Varios colegas, sorprendidos, me cuestionaron: "¿Cómo vas a dejar un trabajo tan bueno?", "pero si ganas bien aquí; allá no tienes nada", "Argentina está en crisis económica, ¿no te da miedo?". No entendían mi renuncia a la comodidad de un buen salario y a la seguridad laboral. Que dejara un departamento recién comprado (no lo ocupé ni dos meses) y me alejara de mi familia.
A mis padres les mentí. Les prometí que regresaría en diciembre a pasar las fiestas de fin de año con ellos a sabiendas de que sería imposible: mi boleto de avión tenía fechas octubre 2002 ida-febrero 2003 regreso. El resto de los días antes de partir junté todo el dinero posible. Algunos amigos me prestaron. Otros me donaron. Me la pasé en largos y amorosos brindis de despedida.
Mi romance con Buenos Aires había comenzado años antes gracias a Julio Cortázar. O más bien, por un golpe a mi ego.
En uno de los últimos semestres de la universidad, el profe de Literatura nos pidió que escribiéramos la biografía de algún escritor. De Julio yo solo conocía Historias de cronopios y de famas. Me bastaba para elegirlo. Lo consideraba un autor cursi, como yo.
Los alumnos debíamos leer la tarea en voz alta en el salón. Días después, me planté segura frente al grupo: "Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914…".
El profe me destrozó. Le parecía un texto plagado de clichés, aburrido. Me enojé, aunque sabía que él tenía razón. Me pidió rehacer el trabajo y para eso debía leer en serio a ese escritor argentino que me había puesto en evidencia. ¿Cómo se atrevía?
En esa época ya trabajaba en el diario y estaba a punto de cumplir mi anhelo infantil de vivir sola y dejar de compartir espacio, habitaciones y camas con mis siete hermanos. Hecha la mudanza, Rayuela se convirtió en mi compañía. Por las noches llegaba a mi nuevo y semivacío hogar en Tlatelolco, cenaba cualquier cosa y leía hasta la madrugada las aventuras de Oliveira, la Maga, Traveler y Talita. Me enamoré de Julio. Cómo no hacerlo. Deseé ser parte del Club de la Serpiente, conocer el lado de allá (París) y el lado de acá (Buenos Aires). Soñé con el beso del capítulo 7. Lo leí consecutivo, por orden numérico y en desorden. Subrayé frases e hice anotaciones casi en cada página. La tarea de la clase de Literatura pasó a segundo plano. Ya no importaba. Rayuela y Julio se habían transformado en mi libro y en mi autor favorito. Y Buenos Aires, en un destino soñado.
Años más tarde estudié un posgrado en Madrid. Al terminar los cursos regulares podíamos postularnos a prácticas en otros países europeos o latinoamericanos. Elegí trabajar en Radio Francia Internacional, en París, porque París era Rayuela. Llegué a la ciudad en vísperas de un gélido invierno. Mi querida amiga Daniela me acompañó allá con mis maletas y, apenas llegar, me regaló Marelle, la traducción francesa. El primer día que salimos a pasear me acompañó a dejar flores en la tumba de Julio y Carol, el último gran amor del escritor.
Tiempo después, ya de regreso en México, me inscribí en un club por internet de admiradores de Cortázar. Ahí conocí a un tal Martín que vivía en un barrio llamado Almagro. Chateamos durante meses. En noviembre de 2001, con declaraciones de amor mutuo de por medio, me invitó a venir a Buenos Aires. Estaba feliz. Iba a conocer el lado de acá, a vivir mi propia historia rayueliana con un cortazariano confeso. El espejismo amoroso con Martín se desvaneció muy pronto, pero ese encuentro me alcanzó para descubrir que Argentina era mi lugar en el mundo.
El 5 de octubre de 2002, solo dos semanas después de la epifanía nocturna en el periódico, aterricé de nuevo en Buenos Aires por tercera vez en menos de un año.
Llegué el mediodía de un cálido sábado con una maleta de mano y un póster de Woody Allen como único equipaje. En Ezeiza tomé un taxi y me dirigí a la pensión de estudiantes de Palermo en donde había reservado un cuarto mientras buscaba el alquiler temporal de un departamento.