Luis Valenzuela se hizo periodista a los 17 años porque no sabía qué carrera elegir. Tenía en claro qué quería hacer: “meterse en todos los mundos sin comprometerse demasiado en ninguno”, según anotó en un antiguo currículum. Y lo de "hacerse" resultó literal, porque a esa edad escribió sus primeras notas, a los 20 ya fue corresponsal de medios argentinos en Francia, a su regreso a Buenos Aires se incorporó a una redacción y al cabo del tiempo configuró una producción que se recorta con un perfil propio y hasta ahora desconocido dentro de su obra. La mirada horizontal redescubre esa dimensión a través de una selección de más de cincuenta artículos, entrevistas, columnas y crónicas de viaje.
Compilado ý prologado por Marianella Colette, La mirada horizontal sorprende por la diversidad de inquietudes, las aproximaciones inesperadas a personajes y lugares, las hojas de ruta que definen un camino singular. “Y me salta a la memoria la vieja pregunta despectiva: ¿Sos o te hacés?, dándome a entender que además de hacerme periodista, quizá siempre lo fui gracias a mi insaciable curiosidad y mi ecléctica y desorganizada sed de conocimiento”, escribe Valenzuela en “Ser periodista”, la introducción al libro publicado por Marea.
Escritos entre 1965 y 2021, en un recorrido que entre otros medios va desde el Suplemento Gráfico del diario La Nación –el pariente pobre “pero mucho más vital” del tradicional suplemento literario- a Página 12 y de la revista Autoclub al New York Times, los textos periodísticos están ordenados en tres secciones que distinguen entrevistas, crónicas sui géneris y notas de viaje. El título del libro alude a la literatura por oposición: la “mirada horizontal” del periodista, amplia y panorámica, se distingue según Valenzuela de la “mirada vertical” del escritor, más incisiva para develar las apariencias de la realidad.
“Lo que no está explicitado en parte alguna son los eventuales cruces de las dos vías, la horizontal del periodismo y la vertical de la literatura, cuando en algunas instancias lo aprendido en la una redunda en beneficio de la otra”, agrega Valenzuela en “Ser periodista”. La publicación simultánea de una novela, Fiscal muere, pone a prueba esa relación.
EL JUEGO DE LA NOVELA
Fiscal muere (Interzona) alude a un suceso que Valenzuela no necesita nombrar porque es de conocimiento público: el suicidio de Alberto Nisman y las teorías conspirativas que instalaron la versión de un asesinato y sostienen tramas inverosímiles contra todas las evidencias. Y la apuesta es ambiciosa: intervenir en el debate desde la ficción, plantear una historia que ilumine la verdad encubierta bajo el supuesto magnicidio.
La novela pone en escena a Santiago Masachesi, un comisario que decidió retirarse de la Policía Federal al quedar desplazado de las investigaciones criminales por la aparición de los fiscales. Masachesi es un personaje estrafalario para sus colegas, alguien que se deja llevar por la imaginación y no resulta creíble, y también un raro para la literatura policial: su detective preferido es Miss Marple, el personaje de Agatha Christie que resuelve casos de modo afable y sin estridencias.
El modelo remite a las lecturas y a un deseo de la adolescencia: Masachesi quiso ser un profesor de Letras y no pudo porque el padre se lo prohibió. Lector de novelas del género, convertirse en policía fue una salida pero también una frustración que arrastró durante años hasta que se reencuentra con Teldi, su primera novia. “Masachesi surgió por generación espontánea –recuerda Valenzuela-. Escribo cuentos y novelas sin plan previo, y algunos personajes van surgiendo por imposición de la trama que avanza y otros llegan de golpe, inesperados. A estos los llamo personajes intrusos. Suelen resolver los intríngulis en los que me meto desde la ficción”.
Teldi sigue otro modelo singular –el de la filósofa mística Edith Stein- y es una escritora aficionada. La segunda parte de Fiscal muere consiste en una novela fragmentaria e inconclusa que da a leer a Masachesi, donde la literatura se le revela como una materia escurridiza porque “siempre estás tratando de asir el significado que late entre las palabras y asoma apenas sus narices para escabullirse casi de inmediato y reaflorar en otro punto”. Las preguntas y las incertidumbres que atraviesan al texto hacen del personaje una máscara de la propia Valenzuela, ya que pueden reconocerse algunas de sus ideas al respecto: “a la novela se juega dejando suelta la mano”, afirma, y “la secreta cocción de la historia” no tiene recetas, escribir es perseguir un misterio a la deriva, guiada “por una brújula interna para nada confiable”.
En retribución a ese relato el comisario retirado pasa a contar su caso más importante y menos conocido. “Masachesi tiene vida propia, cierta mañana de junio me regaló la tercera opción sobre el ´misterio’ de la emblemática muerte en un cuarto de baño inaccesible”, dice Valenzuela en alusión al suceso de Nisman. El punto de partida es lo que viene de la literatura policial, no porque la muerte del fiscal pueda asociarse en principio al enigma del cuarto cerrado sino por lo que se consigue, “el atisbo de verdad que puede alcanzar toda narrativa bien estructurada”. La resolución de un intríngulis que mantiene el suspenso como se debe.
CALDO DE CULTURA
Se supone que la práctica del periodismo puede ser un lugar de aprendizaje para los escritores, su iniciación en el arte de narrar. “Sí y no”, aclara Valenzuela, que reconoce la proyección del oficio en su trabajo con el género del micro relato. “El periodismo bien entendido se nutre o debería nutrirse de datos fehacientes mientras que la literatura se sumerge en lo no dicho y hurga en el secreto; de ahí la mirada vertical”, explica.
Pero la mirada horizontal se vuelve más bien transversal en sus textos periodísticos. La entrevista es para Valenzuela un objeto literario y también un juego en el que procura “desenmascarar al personaje”: pescar al otro en sus contradicciones y al mismo tiempo hacer que reconozca y concilie los opuestos que lo habitan, según expone en una nota en la que confronta a Alberto Girri con sus propias ideas. Con Elena Poniatowska, dice, “se trata de jugar a las escondidas” porque la escritora mexicana se resiste a las preguntas y en el caso de Nicolino Locche –uno de los puntos altos de la recopilación- recurre a la provocación, porque el ex campeón se muestra abúlico y poco expresivo después de retirarse del boxeo: Valenzuela le recomienda viajar, criar caballos y vivir en el campo, y obtiene una confesión inesperada, la del miedo a perder que siguió a Locche como una sombra.
El espectro de los entrevistados es amplio: Martín Karadagián y Juan Filloy, Carlos Alonso y Les Luthiers, Ricardo Molinari y Carlos Fuentes. Personajes de actualidad, pero a distancia de la agenda diaria y con más tiempo para dedicar a la escritura. “Tuve la suerte, cuando de muy joven entré a trabajar de planta en un diario, de tener de jefe a Ambrosio Vecino, condiscípulo de Cortázar en el Mariano Acosta, gran amante de las letras”, recuerda Valenzuela. El Suplemento Gráfico de La Nación, donde fue destinada, “era un dominical que años más tarde devendría revista, y en el que teníamos colaboradoras de fuste: entre varias otras la estupenda novelista Inés Malinow, o Enriqueta Muñiz, que asistió a Rodolfo Walsh con la investigación para Operación Masacre”.
Fue la primera mujer en ser nombrada redactora en el diario, aunque la designación se formuló en masculino, y más tarde firma destacada en la revista Gente. Pero la cronista llevada a una entrevista con el Toto Lorenzo, encargo de Chiche Gelblung y virtual derecho de piso, es otra muy distinta en las entrevistas con Susan Sontag –un diálogo íntimo a propósito de la novela El amante del volcán- y Erica Jong –donde enlaza varios encuentros que forjaron una amistad personal. El periodismo y la literatura como máscaras de un mismo impulso de escritura.
La segunda sección de La mirada horizontal, “Caldo de cultura. Celebraciones de la creación”, abre con un artículo sobre las máscaras de carnaval, un tema central en la literatura de Valenzuela. El poder curativo de la celebración, el exceso de la fiesta como remedio al abuso de la rutina y la máscara como mediación con el mundo mítico y el propio imaginario se afirman en este artículo publicado en 1985 y proyectado en otras obras, como Diario de máscaras (2014), y también en el que cierra la recopilación, una especie de poética: el disfraz revela la personalidad, dice Valenzuela, y “el carnaval existe para aprender a leer detrás de la apariencia”.
Ese principio podría ser el punto común de su mirada, horizontal o vertical. Viajera constante, Valenzuela se desplaza en búsqueda de personajes y de historias y vuelve a Buenos Aires y a su infancia y juventud en el barrio de Belgrano, al que dedica también una memoria. Sus itinerarios incluyen la playa de Hudson, en la provincia de Buenos Aires, y el estero del Iberá, la Isla Mujeres en México y un mercado mapuche en Temuco. “La aventura del mirar, del sentir, del escuchar, a veces angustiante siempre maravilladora”, que reivindica, se profundiza en espacios donde indaga la historia mítica del continente y escenarios de lo sagrado, como la ciudad de Chichicastenango, en Guatemala, San Agustín, el pueblo de Colombia extendido “al pie de las montañas donde moran los dioses”, la estupa budista de Borobudur en Indonesia (“el Nirvana está a un paso”), o el ritual de cremación al que asiste en la isla de Bali.
POLÍTICA Y FICCIÓN
“No soy una analista política, pero en mi obra de ficción he incursionado en temas políticos para tratar de indagar un poco más allá de las apariencias”, escribe Valenzuela en “Qué vemos en Hugo Chávez”, una columna publicada el 17 de marzo de 2007 en el New York Times. Fiscal muere confirma esa línea ya probada en novelas como Realidad nacional desde la cama (1990) y La máscara sarda, el profundo secreto de Perón (2012).
La novela está ambientada en los tiempos que corren, los de la pandemia. “¿Cómo obviarla si estás narrando algo que sucede en el aquí y ahora? –se pregunta Valenzuela- Tengo en gateras un libro que dialoga con las pestes: la de 2010 que me atacó fiero, me llevó meses retomar la escritura que acabó convirtiéndose en un acto poético, y la peste de 2020 que me impuso una mirada política y asaz patafísica. Titulado Interior noche, interior día el libro estaba a punto de ser publicado por Interzona pero lo reemplacé por la flamante Fiscal muere, que me pareció mucho más perentoria”.
Masachesi reconstruyó las circunstancias que rodearon a la muerte del fiscal y explicó el desenlace de los hechos, pero sus compañeros no le creyeron y lo tomaron a broma. No solo sigue convencido de su versión sino de los efectos que puede provocar: “Tenía la sensación de que por el solo hecho de narrar, de dibujar las acciones tal como él las conjeturaba –no, conjeturaba no es la palabra-, tal como afirmaba que habían sucedido, algo se modificaría en la trama secreta del mundo real”. Si la ficción se aloja en lo que llamamos realidad, la verdad puede encontrarse en la literatura.
“Si la realidad no tuviera una sorpresa reservada a la vuelta de cada esquina ni valdría la pena hacer periodismo”, escribís en la crónica dedicada a Nicolino Locche. ¿Qué hace el periodismo con esas sorpresas? Es notable cómo te acercás a algunos personajes desde cierto desconocimiento, como en la entrevista con Locche o con Martín Karadagián, y desde el humor, un elemento muy presente en todos tus textos.
-El humor es innato en mí, me mantiene a flote aún en estos tiempos aciagos, y me permite explorar, desde la literatura, los “lúgubres lugares” de los que habla George Steiner. La Patafísica me aclaró el panorama con su lema de no tomar lo serio en serio. En cuanto a la sorpresa, es el motor de mi obra. El periodismo me brindó el camino, en los viajes, en las entrevistas, pero hay que encontrar la brecha. Y animarse a entrar. Lo mismo ocurre con la ficción pero desde otro lugar, aunque siempre se trata de avanzar sin una hoja de ruta, abriéndose a lo inesperado.
En las entrevistas con Susan Sontag y Erica Jong, en la crónica de un encuentro donde aparece Salman Rushdie, ya no sos la periodista de los comienzos sino la escritora reconocida. En las columnas sobre el atentado a las Torres Gemelas y en “Qué vemos en Hugo Chávez”, está tu mirada sobre el mundo y la actualidad. ¿Qué cambió en la “mirada horizontal” a través del tiempo?
-Todo es un fluir. Siempre fui todo eso en alguna dosis, pero tenía el corset del diario si bien supe moverme por los márgenes. Cuando dejé el trabajo fijo -el Suplemento Gráfico de La Nación se había transformado en revista y los altos mandos no aceptaron el pedido de Ambrosio Vecino de nombrarme vicedirectora- mi vida se fue volcando a los viajes y sobre todo a la literatura. Pero no es fácil abandonar ese bicho, el periodismo. Así que empecé a colaborar en diversas publicaciones más afines y desde otros ángulos. Me encanta cuando agarro el ritmo de las columnas y proceso la actualidad al toque. No siempre sucede. Cuando volví a Nueva York a expresar el duelo por la caída de las Torres - viví casi once años en esa increíble ciudad, tenía y tengo amistades entrañables- me costó sangre escribir sobre la marcha. Como a veces cuesta sangre ahondar en la escritura de una novela de la cual se tiene apenas un atisbo. Bien lo dijo Clarice Lispector.
"Escribir es en esencia un acto político”, decís en otra crónica en la que evocás a Grace Paley. ¿Cómo lo entendés a propósito de Fiscal muere?
-Escribir también es un acto poético. Pero creo que pensar, es decir procesar la información y no tragarla cruda como la presentan hoy los medios hegemónicos, ya de por sí es un acto político. Ergo, se puede intervenir desde la ficción, y a veces con éxito. Porque en la vida real siempre hay una narrativa, a menudo escatimada, incomprendida o ignorada por quienes manejan la información. Es inquietante el nivel de profecía al que se puede llegar con una novela. El pensamiento lateral puesto en juego puede llegar a ser esclarecedor. O al menos puede darnos a entender que nada es tan blanco o negro como se pretende hacernos creer. Desde ese lugar propongo leer mi novela.
Recuadro
Tardes de sábado
L. V.
Belgrano para mí es aquel de la infancia, de las grandes mansiones con jardín y las calles tan lujosamente arboladas. La mayoría de los árboles municipales siguen allí, por cierto, pero y ano son los majestuosos gigantes que eran en tiempos anteriores a las torres. Mi barrio de la memoria está, para ser exacta, en Once de Septiembre y Teodoro García. La casa no es grande, todo lo contrario, pero parece grande porque es la pura esquina. Colonial, pintada de blanco, la casa y por ende la esquina –una y la misma cosa- de altas ventanas con rejas de hierro forjado donde veo asomarse a la nenita de negros rulos a veces enmarañados, que vista desde fuera parece un mono tras las rejas por más hierro forjado y firuletes, pero desde su lugar se siente medianamente libre ahí, parada en el alféizar porque la ventana es más alta que ella y mirando la calle y el almacén de enfrente donde don José debe de estar despachando el jamón en finas fetas mientras hace girar la manivela de la máquina de cortar fiambre. Puede que también ande por la otra esquina Carlos, el vigilante, y que se llegue hasta la ventana para charlar un poco con ella. Por suerte no es sábado, los sábados son los días más tristes de la vida y tienen color crema, entonces las paredes externas de la casa eran de ese color, y la nena no en la ventana sino en la puerta, sentada en el umbral, espera que termine el sábado y vuelva Ida de su paseo semanal. Por suerte la nena no se da cuenta de la paradoja: el semánticamente imposible retorno de la ida. Porque Ida siempre vuelve a ella y es un alivio, y en esas tardes de sábado la nena sentada en el umbral solo mira ese rincón de pared a su izquierda, ni mira la calle, y por eso los sábados por la tarde son de color crema.