“El ataque de pánico es un fin del mundo que cabe en diez minutos; un cataclismo que se ensaña con el cuerpo y con cualquier vislumbre de sosiego que pudiera haber en el alma. Es un intervalo caótico que lo deja a uno perplejo, agotado y horrorizado ante la posibilidad de un nuevo ataque. Que lo deja a uno en un estado permanente de miedo al miedo”. Es una enfermedad devastadora, como bien señala Ana Prieto, autora de Pánico, diez minutos con la muerte (ed. Marea), pero apenas se la menciona. Son afecciones muy comunes, pero quienes la sufren son muy reticentes a hablar de ello, a trasladar al exterior qué sienten, cómo viven en un estado de angustia ante lo que vendrá y lo impotentes que se perciben ante un mal invisible y aterrador. Probablemente lo mejor de Pánico sea su capacidad de poner en palabras la desesperación y de hacer sentir a quienes lo padecen que no están solos, que hay mucha gente como ellos y que es una cueva vital de la que se puede salir. El Confidencial habló con la escritora, una periodista nacida en Mendoza (Argentina) que pasó por esa tremenda experiencia y logró escapar de la bruja, como ella misma denomina a la enfermedad.
Más que entender cuáles son los tratamientos posibles y recomendar soluciones, lo típico de la autoayuda, optas por la narración, por hacer comprender al lector qué es el ataque de pánico, en qué consiste y qué se siente. Haces que lo entendamos y que nos pongamos en lugar de quien lo sufre. La empatía es el núcleo del libro.
Desde el principio tenía bien claro que la única manera de contar esto era narrándolo. Las estanterías de las librerías están repletas de autoayuda con consejos para aliviar el estrés y la ansiedad, y también de libros escritos por médicos y psicólogos, dirigidos a médicos y psicólogos. Cuando yo estaba atravesando un trastorno de pánico y buscaba lecturas que me ayudaran, no me sentía interpelada por ninguno de esos libros: yo no necesitaba técnicas contra el estrés ni mucho menos sentirme una eterna paciente. Quería leer historias de personas que hubieran pasado por lo mismo; quería saber qué pensaban, cómo se habían sentido, cómo habían salido. La investigación que realicé la volqué al formato narrativo porque era el único que no iba a catalogar al eventual lector dentro de un síntoma, y porque era el único a través del cual podría generar una empatía hacia quienes hemos pasado por esto. Lo que hice, básicamente, fue intentar escribir el libro que a mí me hubiera gustado leer.
¿Es un problema muy extendido? ¿Es algo que ocurre con frecuencia pero que la gente no confiesa? No hace demasiado, leí unas estadísticas españolas y el miedo a ir en el coche y quedarse encerrado en un atasco era sorprendentemente elevado, pero nadie suele hablar de ello.
En Argentina lamentablemente las estadísticas de salud mental están muy sesgadas; hay pequeños estudios, útiles sin duda, pero no un panorama más o menos totalizado del asunto. Ahora bien, sí es cierto que las consultas psiquiátricas “del momento” son por cuadros de ansiedad y por cuadros depresivos. El ataque de pánico es un desorden de ansiedad que quien lo padece prefiere por lo general ocultarlo. Cuando yo tuve ataques de pánico no lo contaba demasiado. Cuando lo hacía, la gente no entendía de qué estaba hablando y eso es muy desmoralizante. Además ocurre que todavía hay prejuicios y juicios tremendos alrededor de los desórdenes mentales. Supongo que ocultar que se padece este cuadro tiene que ver con que a nadie le gusta ser tildado de loco o descontrolado.
¿Por qué tanta desconfianza respecto de quien padece este problema? Cuentas cómo, cuando vas al servicio de urgencias, te miran un poco por encima del hombro, pensando que cualquier dolencia que tienes es psicosomática o cómo te dan remedios de lo más peculiar porque no saben lo que te pasa. Empatía cero…
Bueno, un recorrido típico de alguien que padece un ataque de pánico es llamar a una ambulancia o ir corriendo al servicio de emergencias. Desde luego en esos lugares hay de todo. Te puede tocar un enfermero que no pueda leer lo que te pasa y te mande al cardiólogo y te deje en observación, o alguien que te explique de muy mal modo o demasiado escuetamente lo que tienes, te dé un ansiolítico y te mande a tu casa, o alguien que verdaderamente te contenga, como la psicóloga de emergencias con la que conviví varios meses. Pero lo cierto es que alguien que llega a la emergencia de salud mental de un hospital con un brote psicótico o una depresión mayor va a tener prioridad, y está muy bien que así sea. Aunque quien padece un ataque de pánico está seguro de que va a morir, lo cierto es que estos ataques no matan. Sin embargo, y esto no es privativo del pánico, debido al monto de trabajo que tienen hora tras hora los médicos de emergencias, es improbable que puedan conectar humanamente con cada persona que llega, y nadie puede culparlos por eso.
Por cierto, ese peregrinaje en busca de solución es bastante tétrico. Porque si te pasa algo tan horrible y no identificas la causa, y te encuentras con una serie de expertos que no hacen más que darte soluciones peregrinas, todo se hace mucho peor.
Ese es uno de los grandes problemas. La ansiedad exacerbada es difícil de identificar por quien la padece. Sentirá durante un tiempo más o menos largo un malestar físico recurrente e indefinido, irá de médico en médico, se hará análisis, radiografías y demás hasta que le den el diagnóstico adecuado, y eso puede llevar mucho tiempo y dinero. Una de las personas que entrevisté para el libro estuvo más de 30 años con pánico y semi-agorafobia, pensando que así era la vida, hasta que vio un programa en la televisión sobre ansiedad, y sólo entonces salió a buscar ayuda. Debido a la enorme cantidad de información circulante, hoy esos tiempos parecen estar acortándose; la persona identifica más rápidamente lo que le pasa.
¿Hay lugares que son especialmente propicios para ataques de pánico? ¿Ascensores, aviones, automóviles, metro? Todos medios de transporte, por cierto.
Aunque también pueden ocurrirte en casa dándole de comer al gato, es muy común que el pánico ataque en medios de transporte. No sabría decirte exactamente por qué: sin duda ir apretado en el metro o en el bus no ayuda. Quien siente que el pánico está por desencadenarse se ve asaltado de pronto por la sensación de que toda la gente alrededor le va a quitar el aire. Es un momento de sufrimiento muy intenso, de una gran fragilidad física y existencial, y la primera seguridad a la que puede recurrirse es la de “poner los pies sobre la tierra”. En los aviones es más complicado. En el libro cuento la experiencia de un chico al que le dio un ataque en un avión. Desde luego no podía bajarse del avión. Tuvo que tolerarlo, y al rato se le pasó. El tiempo de los pánicos es limitado, y el pánico no mata, pero la duración subjetiva de un ataque de pánico puede durar una eternidad, y si alrededor no hay nadie que te contenga o no sabes qué te está pasando, es difícil que te convenzas de que no vas a morir.
Una de las personas con las que hablas dice “curación es también dejarte adaptado para los aviones, para la velocidad, para la sociedad, es decir, dejarte de vuelta fresquito y preparado para todo lo que, en rigor, siempre fue, sigue siendo y será el espanto de la civilización”. ¿Curación es adaptación?
Ese testimonio a mí me parece maravilloso y muy honesto. Para Franco, una de las personas que entrevisto, “curarse” es, en rigor, terminar de adaptarse o rendirse a esta civilización agresiva, artificial y tan difícil de sobrellevar que hemos creado los hombres. Él ha interpretado su época de pánico como una época en la que su cuerpo se rebeló contra todo eso, y creo que en muchos sentidos es así: el pánico es muchas cosas, pero sobre todo es un mensaje. En cuanto a mí, en lo que respecta al pánico, la “curación” es simplemente dejar de tener pánico: dejar de vivir en un estado permanente de miedo al miedo. Y eso no es poca cosa: cuando se ha tenido una larga temporada de pánico, dejarla atrás es muy parecido a la felicidad.
¿El trastorno de pánico termina en ocasiones por ser un trastorno de adicción? ¿Al querer curar sólo mediante pastillas se empeora el problema?
Quien quiera salir de un trastorno de pánico sólo con pastillas lo más seguro es que vuelva a caer en él. En Argentina hay una enorme proporción de ansiolíticos que se vende ilegalmente, es decir, por fuera de las prescripciones médicas. También hay una incontable cantidad de psiquiatras que recetan pastillas legalmente tras una entrevista ínfima con el paciente. Ínfima. No lo conocen, no conocen su sufrir ni les interesa, y lo llenan de pastillas. Eso es gravísimo. Para desandar el camino que ha transitado el pánico, hay que trabajar. Una de las maravillas insondables de nuestra mente es que se alivia al narrar; se alivia al contar. Las pastillas alivian, qué duda cabe, pero lo hacen temporalmente y, sobre todo, uno no puede hablarle a una pastilla. Quiero decir, nuestra cabeza no es solo un hato de conexiones neuronales; también es la narración de quienes somos y un músculo muy sabio que, si lo ponemos a trabajar, cambia.
Me gusta mucho la descripción que haces de las distintas terapias, en la medida en que retratas el fundamento desde el cual operan. ¿Crees que sería necesario que unas aprendieran de otras, que utilizasen técnicas de las demás para mejorar la propia?
Creo que cada vez son lugares menos cerrados. En Argentina, especialmente en Buenos Aires, la gran escuela psicoterapéutica ha sido siempre el psicoanálisis. Pero los psicoanalistas, en términos generales, no tienen un gran entrenamiento para ayudar a personas con un trastorno de pánico. El psicoanálisis más ortodoxo –que por cierto, no es el que practicaba Freud– no se fijará en los síntomas físicos del paciente; hará un recorrido demasiado largo para llegar hasta allí, y lo que necesita la persona con pánico es trabajar sobre eso para poder retomar su vida. Luego podremos ver por qué llegó a ese punto, pero erradicar los síntomas debería ser la primera medida. La escuela que más ha estudiado los trastornos de ansiedad es la cognitiva, y es bastante exitosa en lo que a tratamientos se refiere. De todos modos, en el libro me interesó saber cómo cuatro terapias distintas conciben al pánico, porque todas ellas abren puertas y tienen algo valioso e interesante para decir.
Afirmas que “en cierto sentido, la magia es igual al pánico: ambos conspiran contra la realidad”. Volvemos al principio. La empatía, nuestra magia actual, como centro del asunto… ¿En qué sentido es muy necesaria hoy la empatía?
En todo sentido es necesaria. Y la capacidad de desarrollarla es una especie de don, de gran posibilidad, que nos es dada. Creo que la empatía es la revelación más intensa a la que puede llegar el ser humano, y las artes siempre han dado cuenta de eso. Si grandes obras como Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, o Los demonios de Dostoievski, nos emocionan, nos descolocan y se nos hacen inolvidables, es porque logran eso: explicarnos al otro, ponernos en su lugar; ser otros por un instante, y ya para siempre. Si no fuera por esa fuerza, creo que no habríamos durado nada como especie.
Antes, siguiendo un modelo ilustrado, tratábamos de comprender el problema, conocer sus causas y a partir de ahí encontrar la puerta de salida. Ahora no, en tanto colocas algo como la empatía en el centro, que es una capacidad afectiva y no de razonamiento…
Bueno, me parece que hemos hecho demasiados esfuerzos históricos por separar la razón de la emoción cuando todos sabemos que en la práctica cotidiana no hay ninguna división entre una y otra. El ataque de pánico es un estado a la vez físico y emocional, en el que la persona, además, es perfectamente consciente de que está atravesando una situación especial y horrible. Mi libro combina historias personales (o “emocionales”) con capítulos de divulgación (o “de la razón”). Las dos cosas, pensé, tenían que estar presentes, porque al fin y al cabo son una sola.