Oponerse a las salidas transitorias es una práctica que se impone de modo ineludible en esta coyuntura como mecanismo de protección de la memoria colectiva y como herramienta performativa contra el negacionismo o el silenciamiento de los crímenes de lesa humanidad.
Es de Perogrullo entender que la persona que comete un crimen de manera intencional, sin asumir la gravedad o la crueldad de su accionar ni dar señales de arrepentimiento por el daño generado, debe permanecer aislada del resto de la sociedad, en resguardo de sus víctimas en particular y de la ciudadanía en general.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 5.6, argumenta en ese sentido, afirmando que “las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”.
He aquí el meollo de la cuestión: no se puede obligar a una persona a arrepentirse de sus crímenes ni a advertir el daño que ha generado. Sin embargo, tampoco es posible otorgar salidas transitorias cuando esto no ha ocurrido.
En relación a los crímenes de lesa humanidad, ¿es admisible para una sociedad que sigue exigiendo saber “dónde están” que quienes todavía guardan silencio acerca del destino de los desaparecidos y de los bebés nacidos en cautiverio salgan a la calle? Si la respuesta es negativa, ¿cómo podría pensarse o entenderse entonces la “reforma” y la “readaptación social” de los condenados por crímenes de lesa humanidad? ¿Existe la posibilidad de dar cumplimiento a este mandato internacional?
Es entendible que algunos piensen que las circunstancias en las que se juzgan estos crímenes (años de impunidad y demoras en los procesos judiciales), a lo cual se suman las condenas –sobre todo si se trata de cadena perpetua–, relativizan y en gran medida imposibilitan la resocialización de los condenados.
No obstante, en lo que se refiere al juzgamiento de crímenes de Estado, los testimonios de sobrevivientes, familiares y organismos aportaron información crucial acerca del funcionamiento del sistema genocida tanto en su faz clandestina como en su faz pública. En este marco, es necesario reconocer que los responsables de esos crímenes son portadores de información –en muchos casos, su implicancia ya ha sido probada y cumplen condena por ello– pero se niegan a transmitirla. De cierto modo, son ellos los que obstaculizan su propia “resocialización”.
Desde la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad, ninguna información fue aportada por imputados o condenados. Es entendible entonces la desazón que genera el alto índice de genocidas con prisiones domiciliarias, así como el otorgamiento de salidas transitorias a los condenados. Es menester recordar también el intento en 2017 de aplicar el régimen del “2×1”, que habría implicado una liberación anticipada de los condenados por crímenes de lesa humanidad. El rechazo masivo y contundente a ese fallo y a la propuesta de reducción de pena para criminales de lesa humanidad no admite discusión, y se plasmó en una multitudinaria movilización que hoy recordamos como “la marcha de los pañuelos”, el 10 de mayo de 2017. Dos días después fue publicada en el Boletín Oficial la ley 27.362, que en su artículo 1° dispone que la ley 24.390 “no es aplicable a conductas delictivas que encuadren en la categoría de delitos de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra, según el derecho interno o internacional”.
Se hace necesario –una vez más– no perder de vista el tipo de delitos del que estamos hablando, así como las consecuencias sociales que implica el otorgamiento de algún beneficio en torno a las penas relacionadas con ellos. A esto se suma la responsabilidad del Estado de hacer efectiva y ejemplar la ejecución de esas penas, atendiendo no solo a la responsabilidad internacional en la prevención de tales crímenes sino también a los derechos de las víctimas y a las implicancias sociales.
En este sentido, es lógico que los estatutos jurídicos y el marco normativo, que tanto pueden aportar para impedir que los genocidas salgan a la calle, sean acompañados y complementados en esta coyuntura por planteos éticos, humanos y sociales vinculados con el momento preciso de ejecución de las penas de crímenes de lesa humanidad y con sus implicancias. Lo pienso así debido a que en la Argentina el juzgamiento de estos crímenes –gracias a la conciencia social y a las políticas públicas orientadas a combatir la impunidad– ha logrado un nivel de avance que no tiene precedentes. En este contexto, la efectivización de la ejecución de las penas se ve ahora interpelada por los muchos años de impunidad, por el ineludible paso del tiempo, por la consecuente edad biológica avanzada de los perpetradores y por la posibilidad de que todo ello los habilite a acceder a salidas transitorias y a circular por las calles. Esto marcaría un franco retroceso en la construcción de sentido para las futuras generaciones.
La obligación del Estado de sancionar a los responsables de crímenes de lesa humanidad de manera adecuada es incompatible con los beneficios en la ejecución de las penas reclamados por los perpetradores. Así considerados, estos beneficios son violatorios del compromiso internacional asumido por el Estado argentino de garantizar no sólo una sanción sino sobre todo una sanción “adecuada”, lo cual resulta decisivo en estos casos para reconocer la gravedad institucional de estos crímenes y promover su no repetición.
En torno a estas consideraciones, surgen algunos interrogantes. ¿Qué posibilidades tienen los criminales de lesa humanidad de “restaurar”? ¿Qué posibilidades hay de que puedan revelar los detalles de sus crímenes, que siguen negando y silenciando aunque su existencia esté probada? ¿Existe realmente alguna posibilidad? ¿Qué responsabilidad tiene el Estado –si es que la tiene– en la procura de instar a los criminales de lesa humanidad a contar lo que saben? ¿Son reprochables penal y civilmente el negacionismo y el silenciamiento de los perpetradores respecto a sus crímenes?
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tiene como propósito aplicar e interpretar la Convención Americana de Derechos Humanos y otros tratados internacionales a los que se somete el llamado Sistema Interamericano de Derechos Humanos del que nuestro país es parte, ha sido enfática en advertir la necesidad de investigar y enjuiciar los crímenes contra la humanidad, procurando siempre garantizar el derecho a la verdad que les asiste a las víctimas. En este marco, sostiene que resultan inadmisibles todos aquellos actos que, provenientes de órganos del Estado, impliquen una renuncia a estos fines. En consecuencia, no investigar, no juzgar y no sancionar tales crímenes implica una responsabilidad internacional por parte de nuestro país.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación se refiere también a la noción de “delitos de lesa humanidad” al establecer que “contienen elementos comunes de los diversos tipos penales descriptos, y otros excepcionales que permiten calificarlos como ‘crímenes contra la humanidad’ porque afectan a la persona como integrante de la ‘humanidad’, contrariando a la concepción humana más elemental y compartida por todos los países civilizados”.
Es sobrada la jurisprudencia internacional que señala que los crímenes de lesa humanidad entrañan una naturaleza distinta a la de los delitos comunes: son crímenes cometidos desde el propio Estado y frente a los cuales son necesarios mecanismos más sofisticados de protección, así como un compromiso de la comunidad internacional para procurar su no repetición.
Esos mecanismos orientados a la prevención de los crímenes de lesa humanidad abarcan la investigación, el juzgamiento y la sanción, así como la ejecución de la pena impuesta, que debe ser efectiva y ejemplar, especialmente en estos casos.
En relación con crímenes de tal magnitud es esperable e indispensable que los responsables den señales de arrepentimiento y reconozcan su gravedad. ¿Entienden los genocidas a quienes se les otorgan salidas transitorias que torturar, desaparecer, asesinar personas y robar bebés nacidos en cautiverio es algo que está mal?
El artículo 18 de nuestra Constitución Nacional afirma que “nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”. Esto no implica, se entiende, que una persona no pueda decir la verdad, aunque ello lo conduzca a auto-inculparse o inculpar a otros ¿Hace falta que sea obligatoria la exhortación a decir la verdad? ¿No es acaso esperable que se diga siempre la verdad? ¿No es socialmente reprochable que alguien mienta o silencie la verdad? Es evidentemente reprochable cometer un delito. Pero ¿no debería también ser reprochable que se lo silencie, se lo niegue o se lo oculte? Máxime cuando estamos considerando graves violaciones a los derechos humanos –una vez más, desaparición forzada, robo de bebés nacidos en cautiverio, por citar solo algunas–, cuyas consecuencias siguen generando daño en sus víctimas, las familias y la sociedad en su conjunto.
Asimismo, es necesario considerar que los hechos y la responsabilidad de los condenados por estos crímenes ya han sido confirmados con el grado de certeza absoluta que conlleva la sanción judicial. Por lo tanto, admitir los crímenes cometidos no redundaría para el criminal de lesa humanidad en un futuro castigo (porque ya ha sido condenado) sino más bien en un deber ético y social con fuertes implicancias para la comunidad.
Resulta pues contraproducente a los fines sociales y de esclarecimiento de la verdad que la falta de reconocimiento por parte del criminal de lesa humanidad de la gravedad de sus actos, su consecuente falta de arrepentimiento y su negativa a aportar información sensible a las víctimas y a la sociedad (actitud ya reprochada ética y socialmente) no sean tomadas en consideración al momento de otorgar salidas transitorias.
La Corte IDH ha sostenido que la obligación internacional de sancionar a los responsables de violaciones a los derechos humanos con penas apropiadas a la gravedad de la conducta delictiva no puede verse afectada indebidamente o volverse ilusoria durante la ejecución de la sentencia que impuso la sanción en apego al principio de proporcionalidad. Por lo que se entiende que la ejecución de la sentencia es parte integrante del derecho de acceso a la justicia por parte de las víctimas de violaciones a los derechos humanos y sus familiares. En tal sentido, en caso de considerarse una medida que afecte la pena dispuesta por delitos constitutivos de tan graves violaciones a los derechos humanos, y tomando en cuenta el desarrollo del Derecho Penal Internacional, esta misma Corte señala que es necesario considerar “la conducta del condenado respecto al esclarecimiento de la verdad”, así como “el reconocimiento de la gravedad de los delitos perpetrados”, “la rehabilitación del condenado” y “los efectos que la liberación anticipada tendría a nivel social y sobre las víctimas y sus familiares”.
En su libro El genocidio como práctica social, el sociólogo Daniel Feierstein reflexiona sobre el carácter reorganizador del genocidio, el cual, excediendo el mero aniquilamiento, no concluye sino que recién se inicia con las muertes que produce y que se intentan capitalizar a través de los mecanismos de “realización simbólica”. El autor señala que el modo específico de reorganizar las relaciones sociales que promueve el genocidio consta de seis momentos: la construcción de una otredad negativa, el hostigamiento, el aislamiento, el debilitamiento sistemático, el aniquilamiento material y la realización simbólica.
En congruencia con estas ideas, en lo que se denomina “análisis psicológico del negacionismo”, distintos autores sostienen que la negación puede ser considerada como la etapa última del proceso genocida –y no como un acto “aparte”–, ya que ella perpetúa el crimen al mantener a los sobrevivientes y a sus descendientes sin real acceso al duelo. En suma, negar o silenciar el genocidio implica la perpetuación del proyecto genocida, ya que equivale a sostener que las desapariciones, las muertes, las torturas o los robos de bebés no sucedieron. Declarar su no existencia (ya sea por acción o por omisión) evidencia a fin de cuentas la pretensión de eliminar los rastros del crimen.
Es interesante pensar que la práctica negacionista se ubica concretamente en la etapa de “realización simbólica” referida por Feierstein, vinculándose con los modos de procesar las muertes y desapariciones en la memoria colectiva. Los discursos que aparecen como modos de justificación u ocultamiento de la experiencia genocida inauguran una etapa que se encuentra incluida dentro de la propia práctica genocida.
En tal sentido, la reconstrucción histórica, los juicios, los testimonios, el rol de la Justicia en señalar a los culpables y otorgarles una pena conforme a la responsabilidad por la ejecución de tan horrendos crímenes son mecanismos de realización simbólica que abren la posibilidad de construcción de una nueva ética que pueda servir como herramienta política y efectiva contra la práctica genocida.
El silencio que mantienen los represores acerca del destino de los desaparecidos y de los bebés nacidos en cautiverio sigue operando de manera negativa sobre las familias de las víctimas y sobre la sociedad en su conjunto, que reclama saber “dónde están”. Por lo tanto, es inadmisible el otorgamiento de salidas transitorias a personas que siguen eligiendo negar sus crímenes y hacer daño con el silencio.
Por el contrario, negar las salidas transitorias es una forma efectiva de evidenciar la crueldad de la negación de los crímenes y la falta de arrepentimiento de los perpetradores. Negar las salidas transitorias –y las eventuales libertades condicionales– sería concordante con la construcción de una conciencia social que ya repudia y condena estos actos, y podría ser una importante herramienta para la sociedad, que le permitiría seguir avanzando hacia la concientización en torno al daño que genera el silencio, la negación o la reivindicación de los crímenes de lesa humanidad.
En tal sentido, el silencio de los genocidas acerca del destino de los desaparecidos y de los bebes nacidos en cautiverio, así como las expresiones negacionistas, se oponen a la dignidad de las víctimas y de sus familias, así como a su derecho a conocer la verdad.
Negar o silenciar los crímenes de lesa humanidad es negar una “verdad de hecho”, y puede entenderse como un insulto a la humanidad. Se trata de una agresión dirigida a los testigos y sobrevivientes de acontecimientos históricos comprobados en juicios y reconstruidos socialmente; una agresión que cuestiona o niega en el plano individual la sobrevivencia misma. En su dimensión colectiva, el negacionismo daña a la comunidad construida en torno a esos acontecimientos traumáticos y fundadores que a lo largo de décadas y tras una incansable lucha por memoria, verdad y justicia, se siguen resignificando.