El 10 de diciembre de 1983, la asunción de Raúl Alfonsín como primer presidente electo después de casi una década de dictaduras representó para Argentina el fin de su etapa más oscura. Pero para muchos y muchas, el regreso de la democracia no significó el fin de las persecuciones, las torturas, las detenciones y la violencia estatal y policial. Mientras una gran parte de la población argentina denunció la desaparición forzada de personas durante la dictadura con la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), la comunidad LGBT+ no tuvo esa oportunidad.
¿Cómo podía una travesti acercarse a denunciar un secuestro cuando su mera existencia era ilegal? ¿Cómo un militante marica iba a dar testimonio de la desaparición de su compañero si la discriminación imperaba incluso dentro de las organizaciones revolucionarias? ¿De qué inclusión hablamos si el entonces ministro del Interior Antonio Tróccoli no temía en declarar: “La homosexualidad es una enfermedad y nosotros pensamos tratarla como tal”?
Es por eso que, desde la militancia LGBT+, muchos se atreven a afirmar que no fueron 30 mil los desaparecidos sino 30.400, diferencia que correspondería a las víctimas gays, lesbianas, bisexuales, travestis y trans cuyos nombres, por una variedad de motivos, no figuran en las listas oficiales.