¿Quién no se ha desvelado una noche y se ha puesto a ver en TV a un hombre enfundado en una túnica blanca prometiendo en portuñol el fin del sufrimiento? En la Argentina esos programas que comienzan al finalizar la transmisión de aire existen desde los años noventa, y fueron creciendo en paralelo con la transformación de cines en templos religiosos bien distintos a las habituales iglesias católicas. El progresismo local ha prestado poca atención a este crecimiento constante del evangelismo en la Argentina, y si al comienzo nos divertimos frente a la tele, para luego sorprendernos en 2008 con el poder de convocatoria del pastor Luis Palau en el Obelisco, recién en 2018 tomamos verdadera conciencia del poder que fue sumando el evangelismo en las bases de la sociedad, con el pañuelo celeste como bandera para oponerse a la ley de interrupción voluntaria del embarazo y con un brazo armado que atemorizó a través de las redes sociales (el ejército autodenominado “Gladiadores del Altar”). En este contexto en el que se hace necesario recurrir a algunos investigadores que vienen siguiendo el fenómeno desde hace tiempo, Poder evangélico, de Ariel Goldstein, resulta esclarecedor: se trata de un escaneo de la influencia de los grupos evangélicos en la política de distintos países de América, desde los Estados Unidos de Donald Trump y el Brasil de Jair Bolsonaro al uribismo colombiano y la Venezuela de Nicolás Maduro.
Según indica Goldstein, en América Latina, grosso modo, si hasta 1960 el noventa y cinco por ciento de las personas se identificaban como católicas, para 2014 esos fieles no llegaban al setenta por ciento, mientras que los evangélicos, prácticamente inexistentes en la región a mediados del siglo pasado, hoy serían más del veinte por ciento. Gracias a herramientas propias del marketing y la comunicación de masas y una estructura no piramidal que hace que los pastores y las iglesias se multipliquen, los fieles no sólo aumentan de manera exponencial sino que son profundamente observantes, ya que esto les asegura el crecimiento económico prometido en la “teleología de la prosperidad”. Pero el autor no se queda en el dato del avance religioso, sino que rápidamente se traslada a su verdadera preocupación: la injerencia de estos grupos ultraconservadores en la toma de decisiones de la política americana. Lo que debe llamar nuestra atención es la existencia de una masa significativa de ciudadanos que cree en la palabra de pastores que pregonan la existencia de un Cielo y un Infierno, y que sostienen lógicas opuestas a los valores democráticos: allí donde en una democracia se ve a un adversario, ellos ven un enemigo a vencer, dominado por el Demonio, y su misión Divina es destruirlo. Suena exagerado, pero basta ver expresiones de los evangélicos Trump —presbiteriano pero seguidor desde hace años de la pastora evangélica Paula White—, Bolsonaro o Jeanine Áñez, que en forma constante justifican cada una de sus acciones de gobierno como un mandato del Señor.
La investigación de Goldstein analiza la situación en quince de los treinta y cinco Estados soberanos de América, que presentan escenarios distintos con una sola constante: el avance del poder evangélico real en la política de cada país, con el fin de obtener mayores recursos del Estado. Este avance se da tanto con gobiernos de izquierda como de derecha, pero si con los primeros persigue un fin meramente pragmático, con los segundos comparte la misma agenda y visión de mundo: al llegar al poder, buscan y muchas veces logran imponer sus valores reaccionarios al resto de la sociedad.