Por Jorge Caterbetti
El Centro Cultural Recoleta me convocó para realizar una muestra que abarcara mis trabajos desde la crisis de 2001 hasta la actualidad. Este largo camino en la historia argentina reciente nos llevó desde la sensación de desintegración nacional, con el “que se vayan todos” y el nacimiento de nuevas y efectivas formas de organización y expresión social, hasta la fortificación del proceso democrático, con sus aciertos y sus deudas pendientes. En este contexto decido realizar una obra que renueve el compromiso por la aparición con vida de Jorge Julio López. Así comenzaron los peregrinajes a la ciudad de La Plata. López había depositado parte importante de la memoria del horror a resguardo en manos de su amigo y compañero de militancia Jorge Pastor Asuaje, quien a su vez la presentó a los tribunales luego de su segunda desaparición, ocurrida el 18 de septiembre de 2006. Desde entonces, los escritos originales permanecieron en el Juzgado Federal N° 3 junto con el resto de las pruebas que culminaron con la cadena perpetua a Miguel Etchecolatz, hasta que le fueron devueltos, en diciembre de 2011, a Jorge Pastor. Allí, en medio de la ciudad de La Plata, entre números y diagonales, tanto Pastor como yo libramos una verdadera batalla con nuestras respectivas conciencias. ¿Debían mostrarse los originales de Jorge Julio López? López encabezó sus escritos con una nota dirigida a Pastor que decía exactamente: “Pastor: te dejo esta carta para ver si algún día podés hacer justicia...”. ¿Se agota el pedido de justicia con la condena a Etchecolatz? Sin duda que no.
La humanidad toda, en una tarea constante, debe transformarse en maza para golpear una y otra vez el huevo de una serpiente con infinitas formas de mutación. Su pedido de justicia era mucho más amplio, tan contundente como su legado. Escribe Irene Klein, cuando se refiere a la función cognoscitiva de la narración, en relación con el testimonio de Primo Levi en sus días de cautiverio en Auschwitz. Cada mañana, recuerda el autor, cuando traspasaba el umbral del laboratorio en el que lo habían autorizado a trabajar, “el dolor del recuerdo”, “la vieja y feroz desazón de sentirse hombre”, lo asaltaban “como un perro en el instante en que la conciencia emerge en la oscuridad”, entonces tomaba el lápiz y escribía “aquello que no podría decirle a nadie”. La humanidad vivió con anterioridad hechos cuyo grosor y densidad no pasan por la garganta de los hombres. No es malo, entonces, ser instrumento para que todos sepan lo que Jorge Julio López no podía decirle a nadie.
El pensamiento rompe el límite del cuerpo. La escritura, sobre todo si tiende a expandir la memoria, implica soledad, que se intensifica cuando del pensamiento surgen imágenes imposibles de ser transmitidas, soledad por falta total de oídos dispuestos a escuchar, porque el mensaje es para todos los oídos, o quizás porque lo efímero de la voz no consolida el contenido en memoria. ¿De qué le sirve la voz, por más potente que sea, al náufrago perdido en el mar? Solo para escuchar su angustia una y otra vez. Es allí donde nace el recurso del mensaje en la botella, la esperanza en que un destinatario no identificado convierta el grito solitario en diálogo, la esperanza en que un dispositivo tan magro venza las tempestades y llegue a manos con vocación de lectura.
Jorge Julio López no fue un náufrago. A partir del 27 de octubre de 1976 fue un desaparecido. “¡Desapareció!”, exclama el mago en lo más excelso de su función. Los ojos del niño se abren aún más de lo que estaban en virtud de la destreza del mago y buscan desesperadamente los de su madre, sentada a su lado. La madre ensaya una explicación cercana a los mecanismos de trucos y espectáculos. Luego, la blanca paloma aparece nuevamente y, con ella, las condiciones de humanidad. El disco rígido aporta, implacable, que la desaparición es inexorablemente una condición momentánea.
¿Qué sucede cuando la palabra “desapareció” emerge de la perversa boca de un dictador? Allí no hay ojos con los cuales referenciarse, como si hubiesen fracasado todas las madres. No es un sonido de palabra, sino el anuncio en cadena de una peste; y el perverso tiene todos los virus en sus manos. “Desapareció”, en boca del representante del terrorismo de Estado, significa genocidio. En este punto coincido con el pensamiento de Daniel Feierstein: “El genocidio constituye una práctica social característica de la modernidad [...] cuyo eje no gira tan solo en el hecho del ‘aniquilamiento de poblaciones’, sino en el modo peculiar en que se lleva a cabo, en los tipos de legitimación a partir de los cuales logra consenso y obediencia y en las consecuencias que produce no solo en los grupos victimizados –la muerte o la supervivencia–, sino también en los mismos perpetradores y testigos que ven modificadas sus relaciones sociales a partir de la emergencia de esta práctica”. El genocidio como práctica social requiere de complicidades, silencios, seudointerpretaciones, resimbolizaciones, sin las cuales no se entreteje la pesada bruma que oculta las atrocidades. Detrás de esta bruma como construcción social, todo desaparece.
De allí la revalorización de este aporte testimonial de Jorge Julio López. Desde la intimidad violada de un noble y comprometido albañil, con segundo grado aprobado, nace una pieza fundamental para que la memoria colectiva siga exigiendo justicia. No solo eso. Precisamente, la causa N° 2251/06, seguida contra el represor Miguel O. Etchecolatz, en la que el testimonio de López fue definitorio, es el primer fallo en territorio nacional donde se describen los hechos como genocidio, situación histórica que habilita nuevas investigaciones en casos de iguales características.
López, en sus papeles, nos revela la verdad y nos la entrega a nosotros para su preservación. En sus palabras, dibujos y diagramas reaparece el instante que fue absorbido por la crueldad del evento... y le devuelve la vida. De alguna manera, el desaparecido trocó en náufrago, perdido en las oscuras aguas del paisaje bonaerense, entre pantanos, donde todo se hunde. Pastor funcionó como la providencial botella, como el dispositivo inviolable que garantizó que el mensaje permaneciera flotando, pese a la hediondez de las aguas. A mí, con mi condición de artista a cuestas, me tocó hacerlo visible. ¿Cómo? En forma de una obra velada, como diría Galder Reguera, en referencia a las obras de arte: “La contemplación de las mismas por el espectador no se resiente por el hecho de que la parte oculta de la misma haya sido materialmente realizada o no –limitándose el autor a su formulación verbal– pues dicha parte está irreversiblemente oculta”.
Los escritos de López superan largamente el territorio de lo lingüístico, como sus dibujos exceden lo estrictamente visual. Los soportes que generosamente se le ofrecieron en la cotidianidad potencian aún más el poder expresivo (increíblemente, en algunas situaciones los objetos se asocian en el arte para cargarse de cierto tipo de subjetividad que los supuestos sujetos no poseen). Son textos para ver, para oler, para padecer. Son textos para tocar los líquidos aún húmedos del Pozo de Arana. Cada línea de López es un muro infranqueable contra la impunidad; cada trazo, un resto aún fresco de una historia que no admite el olvido. Sólo pude acercarme a esta memoria escrita amorosamente. Sólo pude brindarle un soplo de vida, en términos de compromiso, comprensión y respeto; nada que alterara la atmósfera capturada por el mismo padecer, un soplo para que los cuerpos sigan siendo en existencia, para que los cuerpos, como certidumbre indescifrable, nos vuelvan a hablar, señalando una y otra vez a los culpables.
Este texto de Caterbetti es parte de uno de los ensayos incluidos en el libro.