Gabriela Parodi. Desde su ventana se ven las copas de los árboles de una plaza de Belgrano. Nos esperan dos tazas de café en una mesa redonda, y contra la pared una guitarra eléctrica. Me presentó al gran Pino Marrone –su compañero por décadas–, a su hija Cecilia, y en el momento exacto en que terminó el saludo nos dejaron solos. Gabriela eligió la altura de un departamento antiguo frente a una plaza para tener más cerca a los pájaros que, como los caballos en los campos de su infancia, forman la breve zoología de las letras de sus siete discos: el tesoro escondido (Gabriela, 1971; Ubalé, 1981; Friendship, 1983; Altas planicies, 1991; Detrás del sol, 1997; Viento rojo, 2000 y El viaje, 2006). Su vida, leída ahora, no aparenta la de una “carrera profesional”, sino un camino. La música la fue encontrando. Ahora nosotros podemos encontrar a Gabriela con la reciente salida de Las mil vidas de Gabriela, por Marea Editorial.
De arranque le confesé mi primer fanatismo con Viento rojo. Un disco onírico, magnético, grabado en el 2000. Me sonaba a un desierto del oeste americano que ella conoció al dedillo, aunque Gabriela ya vivía acá. Como si lo tuviera encima. Como si su vuelta fuera para llevarnos a otro lado. “Un álbum muy especial”, me dice. Bajo una influencia principal: “The Juliet Letters”, un disco de Elvis Costello y el cuarteto de cuerdas Brodsky Quartet que le resultó intrigante. “De una belleza rara, quedó dando vueltas en mi cabeza durante años. Y Viento Rojo viene de ahí. Quería algo que no tocase tierra, una nave flotante sin batería. Y me hizo pegar un buen estirón como música, crecí. Exponerme al concepto sónico y a los distintos arreglos musicales de Bill Frisell fue poesía para mis oídos. Todavía me sorprende la química natural que se produjo entre nuestros conceptos musicales.” El resultado: un clima profundo y cinematográfico.
Pero el primero y legendario de sus discos talla su ingreso al honor de ser “la pionera”. La primera mujer del rock… Mil años antes de los cupos, la primera plana rockera la rodeó y grabó (Edelmiro Molinari, Emilio Del Guercio, Litto Nebbia, León Gieco, Miguel y Eugenio). Se llamaba simplemente “Gabriela”. Año: 1972. Poncho y a caballo. En una de las fotos del interior del álbum ella abraza una cabrita, Edelmiro la mira (tiene puesta una vincha blanca), y más atrás, Emilio del Guercio, recostado sobre la montura del caballo también la observa con ternura. Gabriela –la bellísima voz en “Padre sol, madre sal” de Color Humano– estaba alumbrando un planeta lejano en el sistema solar de ese rock naciente. ¿Qué nacía ahí? De fondo, el llano infinito de nuestra pampa. La ruralidad, clave subterránea de esos otros años setenta, elección de una cofradía que no creía siempre que había un mundo nuevo por hacer sino uno viejo del que huir. Bendita fue entre esos músicos que hicieron su lujo sobre la materia musical. Podría ser llamada tontamente “nuestra Joni Mitchell” o “nuestra Joan Báez” –las voces femeninas del folk–; Gabriela en cambio es un enigma largo, argentino, que vino ella misma a romper. Su apellido (Parodi), como tantas cosas en su vida, se traspapeló. Y la imagen de la película estrenada en febrero del 73, “Rock hasta que se ponga el sol”, el retrato de un festival BARock, tiene su voz, su cara escondida entre el pelo y el viento, mientras las estrofas de “Campesina del sol” que compuso su compañero de entonces, Edelmiro Molinari, suenan la otra cara de la patria liberada: liberarse a sí mismos (el rock soltó su liebre lisérgica). Misteriosa y prestigiosa, su reciente autobiografía pone en orden las cosas (y coincide con la publicación de cuatro canciones de los setenta, “Los simples”, en un EP glorioso).
My Generation
Rock y militancia, Woodstock y Ezeiza. Ya vimos esta escena en que Lebón humildemente le para el carro a dos “jóvenes maravillosos” armados. “Si yo fuera otro tipo, te meto en cana”. Pero veamos esta otra escena también. ¿Dónde suena la canción “Post Crucifixión” de Pescado Rabioso? Fue dicho: en la escena de tortura de la película “Los Traidores”, estrenada en 1973. En el sótano. Allí, Raymundo Gleyzer, un cineasta político vinculado al PRT, pone la música del torturado. Detengámonos en ese detalle. Años después, en otra película no filmada justamente en la clandestinidad y estrenada en los primeros ochenta, “Asesinato en el Senado de la Nación” (un thriller político de Juan José Jusid), se monta un pequeño show del horror sobre el histórico crimen de la década infame y trae para la cultura democrática un breve museo de la tortura policial: vemos submarinos y picanas filmados con crudeza. Pero ahí el torturador pone su música: prende la radio para sacar la electricidad para la picana y suspira con la voz de Agustín Magaldi (un santo invocado en vano para hacer doler). En su libro Poder y desaparición, Pilar Calveiro habla del efecto de la tortura (describe su propio padecimiento en la ESMA): un desdoblamiento, cuando ante tal umbral de dolor el torturado mira la escena “desde arriba”, como si estuviera ya fuera del cuerpo. Luis Alberto Spinetta canta en “Post Crucifixión” sobre ese mismo umbral crístico: “Abrázame, / Madre del dolor. / Nunca estuve tan lejos / de mi cuerpo”. ¿Gleyzer sabe que Spinetta sabe lo que supo Calveiro? ¿El inconsciente de una época de tanta conciencia? Nunca estuve tan lejos de mi cuerpo. El rock es acupunturista.
Los tiempos que conoció Gabriela casada con Edelmiro Molinari (que lideraba Color Humano) les habían permitido el privilegio de vivir en Olivos, cerca de la quinta presidencial. Un día la represión después de una marcha les inundó la pequeña casa de gases lacrimógenos. Ese día prácticamente tomaron la decisión de irse. Ella le había cantado a Edelmiro, “Haz tu mente al invierno del sur”, versos directos en su canción, porque él, violero infernal, quería irse al norte, conocer lo que quedaba de la costa Oeste americana, con sus restos vivos de contracultura y música negra. Ese era mejor plan que las caídas en cana (es notable el capítulo de Gabriela sobre su noche cama adentro en una comisaría), o las revisiones del auto cada día que entraban a Capital y les ponían la ametralladora en las costillas mientras revisaban un coche lleno de instrumentos para ver si tenían “otros fierros”. A su modo la tesis de que el rock fue el “hermano menor” del militante, que escuchaba el terror de mamá y estaba dispuesto más a revolucionarse a sí mismo que a hacer la Revolución, se podría basar en que una mirada rockera no naturalizaba ni maduraba la violencia política que la militancia sí. Y a la vez, ¿entre 1970 y 1982 se graban acaso un puñado de discos de rock de los que podríamos sacar más “información” de la época que en el folclore comprometido? Gleyzer también parecía creer en eso. Digamos: en algunos de esos discos tal vez se puede encontrar más el sismo de los setenta que en otros álbumes sazonados por el compromiso político explícito. ¿Qué hay ahí, en esas cajas negras? ¿Menos mandatos ideológicos y sobresalto? El rock no tenía un centro (¡una conducción!), pero se lee y oye en su contracultura mucho de lo que la militancia oficialmente desechaba en su ética de combate: el miedo, la sexualidad, el viaje interior, la salvación. Así, enchufados a la época sin filtro, podemos oír que “Blues del terror azul” de Claudio Gabis o “Pato trabaja en una carnicería” del insuperable Moris ofrecen emociones “completas”, ojos para poder ver la ciudad entera. También su cielo.
“El comunismo resultó complicado”
Gabriela selecciona bien la crónica de ese tiempo. Un día le cayó al laburo Ana. Una chica que había sido del flower power, “de hecho salía con Daniel Ripoll”, el director de revista Pelo. Ana tenía acceso a los festivales, era una chica hermosa de la moda de esa época: capelinas gigantes, pestañas postizas. “Pero cuando la vi ese día no la reconocí. Ella se presenta y me dice: ‘soy Ana’. Se sentó un rato, se vino con una gran lista, quería que cantara en unos festivales militantes. Pero yo siempre tuve claro que soy una pensadora libre, no me gustaba ni me gusta que me traten como rebaño, así que le dije que no. Después me enteré que desapareció en la dictadura. Tan bella, pero ese día estaba descuidada, casi irreconocible.”
Gabriela conoció al Padre Mugica durante una amistad como un “rayo fugaz” así la nombra. “Él era como un pájaro –dice– lleno de vida, de ideas. Creía profundamente que su misión era ayudar a los pobres. Nunca lo vi como un guerrero, ni como un violento. Era una persona extremadamente sensible e inteligente.” Y se sintió lejos de lo que describe como su “transformación”. “Personalmente, no creí en la militancia ni en la lucha armada. Siempre sentí una enorme decepción con la política. Por eso me dio tristeza que una persona tan brillante como él haya terminado de manera tan trágica. Que nos dejen pensar en libertad, y no como rebaño de ovejas, me parece muy importante. Porque yo creo que la militancia termina en eso.” Algo que resuena sobre la violencia política y sobre el límite de la política. Su viaje hacia el pasado hace el inevitable eco, aún lejano, en la oscurana del presente.
En la última entrevista de Pasolini, horas antes de morir, en 1975, dijo: “El agua sube, es un agua inocente, agua de lluvia, no tiene ni la furia del mar ni la maldad de las corrientes de un río. Más, por la razón que sea no baja, sino que sube. Es la misma agua de lluvia de muchos poemitas infantiles y de las musiquillas del ‘cantando bajo la lluvia’. Pero sube y te ahoga. Si hemos llegado a este punto yo digo: no perdamos todo el tiempo en poner una etiqueta aquí y otra allá. Veamos cómo se desatasca esta maldita bañera, antes de que nos ahoguemos todos.” ¿Las peores épocas son aquellas en donde el mal no es tan fácil de nombrar? Gabriela huyó de la Argentina. Su tierra es la música, pero la música es aire. Y las aves vuelan, también sus pájaros.
Volvió a la Argentina en 1992. Gabriela va y vuelve de la música, de su historia familiar, de su país y de los países que conoció por destino (su padre era un diplomático de carrera). Pero hay un punto nodal: el breve lapso de su vida como migrante clandestina en 1975. “-Vente pa’ aquí, ándale pendeja!”, le gritaron. Su trabajo consistía, escribe, “en pasar ocho horas dentro del Quality Control Department y asegurarme de que las camisas que llegaban a mis manos no tuvieran defectos”. La fábrica se llamaba Kensington, en Pasadena, Los Ángeles. Su nombre falso era Ina Hammoudi, una falsa iraní. Pero el que le gritó, “un hombre petiso y fornido”, la llevó arrastrando. “Yo iba patinando sin saber por qué ni adónde. En un rincón había una caja de cartón desvencijada. –Agáchate, éntrate ahí ahorita mismo y no salgas, ¿oíste? ¡Es que viene la migra, güey!”. La policía ingresó a la fábrica. Nuestra “campesina del sol” tocó el nervio del volcán: ella que conoció el mundo de la mano de un padre diplomático, nunca había estado tan lejos como esa tarde adentro de una caja con un nombre falso, rodeada de solidaridades espontáneas de otros indocumentados y en la pulpa de ese gusto fugitivo de lo latinoamericano. Podríamos decir que en esa corrida mejicana Gabriela tomó su forma, la que contagia su música: hacerse etérea y aletear también los ritmos en esa nacionalidad forjada ahí, entre latinos. “Viento rojo que tiñes las sombras del desierto”, canta. Gabriela nació muchas veces.
-¿Dónde trabajabas cuando arrancaste acá en los setenta?
-En un lugar que se llama Drugstore, en Recoleta, donde iban todos los famosos, entre músicos, modelos. Quedaba por Junín, a una cuadra de las Heras. Una zona divina, donde ahora están todos los restaurantes. Era como una especie de galería grande, donde había una boutique, la disquería y el restaurante. Un lugar muy divertido, muy bohemio, en el que el Gato Dumas empezaba a hacer sus primeros experimentos como chef de cocina. Así que lo conocí mucho a él también. Y yo trabajaba en la disquería como DJ. Me encantaba poner temas de acuerdo con el ambiente que había. Trabajé ahí por poco tiempo porque necesitaba la guita, obviamente. Habré trabajado un año, una cosa así. Y el lugar siguió después de que yo me fui. Era un ambiente donde podías ver desde Tanguito hasta Teté Coustarot.
-La palabra “etéreo”, que hablábamos, atraviesa tu libro.
-Esto que decís de etéreo, que también se nota en mi música, porque son como dos períodos, uno más adolescente de rocanrol y el otro más chiquito, son todos hijos de diferentes edades. Yo amo a mis discos. Y lo etéreo se formó porque, de alguna manera, me escondí bajo mis propias alas. No me sentí bien recibida cuando llegué de California y quise integrarme al grupo de músicos que eran amigos míos, que igual les sigo teniendo cariño. Viví un pequeño rechazo, como que nadie quería escuchar mi experiencia. Y después me di cuenta de que toda esa gente quedó atrapada acá, en la dictadura. Muy pocos se fueron, no se fueron tantos. Al haber viajado tanto, me armé mi mundo. Viví sola. Eso se nota mucho en mis últimos discos. Mis primeros discos son más bien de rebeldía, conectada con lo que estaba afuera. Después fui buscando paz, será porque vengo de una generación hippie. El amor y la paz son dos cosas muy importantes en mi vida.
-¿Cómo tenés presente que se aseguraban lo mínimo en los setenta, no sé, un porro?
-Estábamos todos fumados, pero era mucho más liviano. Era estar así, y escuchar música, no recuerdo drogas fuertes en ese momento. Por ejemplo, una persona como Rodolfo García, el baterista de Almendra, no tomaba nada. Capaz, un vino, sí, pero con eso se reía. Había dos o tres dealers que vendían marihuana. Y en ese momento se conseguía mucho de Paraguay. Esa era la droga del momento. No había otras cosas más densas. Igual el LSD ya empezaba, pero no cualquiera lo tomaba, no se animaban. Yo lo probé un par de veces en mi vida, y dije esto no es para mí. No lo necesito.
-Vos vivís en paz porque alcanzaste el prestigio. Quien ganó prestigio no persigue el premio.
-Sí. Todo el mundo tiene ambiciones, pero yo no tengo esa desesperación que tiene mucha gente por llegar a algo. Ya llegué, ya está. Si me muero mañana sé que tengo siete álbumes y de eso estoy orgullosa. Y ahora tengo un libro que tenía muchas ganas de escribir. Pero no quiero volver al pasado. Quiero ver hoy quién soy. Para eso tengo que tener tiempo para sentarme con mi guitarra, mi equipito y experimentar. Lo pienso hacer cuando termine esta locura de prensa del libro.
-Se suele decir de vos “la primera mujer del rock”.
-Tanto la primera mujer del rock, como la palabra pionera, sobre todo la palabra pionera va a tener un significado diferente dependiendo a quién se lo preguntes. Y la verdad que tener que explicarlo una y otra vez me resulta algo trillado, monotemático. Obvio que hubo otras mujeres que dieron sonidos vocales antes que yo. Pero la única que realmente perteneció a ese movimiento de rock progresivo de principios de los setenta y representó a la mujer, la que se subió al escenario con bandas puramente masculinas una y otra vez, fui yo. Y eso quedó registrado. Por eso siento injusto tener que defender esta posición. El principio de mi carrera en Argentina duró muy poco: de 1971 a 1974. Después me fui a vivir a California. Y por lo que recuerdo, la segunda y única mujer visible que quedó cantando y registró sus propios temas en un álbum suyo fue Carola Cutaia. Ella fue la segunda, yo fui la primera.
-En tus discos hay un viaje musical y original interesantísimo, ¿qué influencias destacás como principales?
-Mi viaje musical fue largo. Como a muchos jóvenes me encantaban Los Beatles. Mi mentora y modelo fue Joni Mitchell. Me gustaban los poetas como Leonard Cohen, Bob Dylan, la música clásica. También, el movimiento de compositores minimalistas como Steve Reich, Philip Glass, John Adams, que se dieron a conocer en los años setenta y ochenta. Además, me gustaban los experimentos con música de ambiente de Brian Eno. Mi mente siempre estuvo abierta a todo.
-Las mil vidas de Gabriela viene a cerrar una deuda. Rompe el misterio para muchos argentinos que redescubren tu obra y tu historia.
-Mi impulso fue dejar registro de mi paso por esta tierra. Con todo lo que eso significa y con todo lo que me tocó vivir. Mi hija me venía diciendo que mi vida debía ser contada. Y de paso, me importa contar qué me pasó, porque siento que en mi propio país hay demasiadas versiones sobre mí que no son ciertas. Quería contar mi verdad. Este tiempo digital ayuda, porque la música que hice en esa trilogía de discos con Bill Frisell, uno de los músicos más creativos y experimentales de este siglo, está finalmente disponible en las plataformas musicales. Eso ayudó a que se generara un reconocimiento de parte de la gente. Para el que le interese mi libro ahí está todo: mi camino, mi luz y mi oscuridad. Hurgué adentro mío y saqué hasta la última gota de verdad y savia que tenía.
La tarde se apaga, un día termina hoy. Cumplida la misión: conocer a Gabriela, y conocer en su calidez, en su primera sonrisa mientras abre la puerta, ahí, en ese primer don entre desconocidos, el abrigo del lugar al que se fue a vivir... su libertad.