De acuerdo con la edición 2021 del estudio bienal Meaningful Brands que realiza a nivel global la agencia de marketing Havas, el nivel de escepticismo que muestran las personas con respecto a marcas y empresas está en su nivel más alto en los doce años que se viene realizando. Las conclusiones del estudio que consultó más de 395 mil hombres y mujeres de todo el mundo revelaron que el 71% tiene poca fe en que las marcas cumplan las promesas que realizan en su comunicación pública, ya que considera que esos contenidos están vacíos. El estudio que mide el significado de la marca en términos funcionales, personales y colectivos muestra que el 75% de las marcas podría desaparecer de la noche a la mañana y a la mayoría de las personas no les importaría o, peor aún, encontrarían fácilmente un reemplazo. Cuando nada es confiable, todo parece descartable y reemplazable.
¿Afecta en términos reales a marcas y empresas que no sean confiables? Después de todo, alguien podría pensar que la credibilidad de una marca es solo uno de los factores involucrados a la hora de hacer una compra o contratar un servicio, por ejemplo. Su precio, su disponibilidad y sus prestaciones también tienen un peso importante en la decisión. El informe de Havas indica que el 64% de las personas prefiere comprar marcas con una reputación de propósito, no solo de ganancias, un aumento de diez puntos frente al informe anterior, de 2019, y más de la mitad (53%) de las personas asegura que están dispuestas a pagar más por una marca que toma una posición.
¿Qué hay detrás de esta crisis de confianza? Un pedido de compromiso genuino y medible: el 73% de los consumidores cree que las marcas deben actuar ahora por el bien de la sociedad y el planeta. Sin embargo, ya no parece posible presentar un simple lavado de cara bajo la fachada de la responsabilidad social corporativa, ya que la brecha de expectativas hunde sus raíces de manera muy profunda. Y tomar un compromiso involucra siempre un gran riesgo: qué sucede si esa promesa se rompe o demuestra ser superficial o interesada. Las consecuencias pueden dejar a una compañía en un peor escenario que cuando decidió cambiar.
Lo que sucede con las marcas también se replica en los medios de comunicación, que parecen haber perdido la confianza de sus lectores, oyentes y televidentes. El informe del Reuters Institute for the Study of Journalism de 2020 indica que, a nivel global, hay una búsqueda de fuentes alternativas para informarse frente a la percepción de que no es fácil encontrar un periodismo confiable y riguroso que pueda informar sin segundas intenciones. En la Argentina, el 62% de los encuestados asegura informarse a través de medios tradicionales, pero solo un 48% dice confiar en la información que difunden, lo que los impulsa a ir a redes sociales y plataformas de mensajería instantánea, que son percibidas como el acceso a una gama más amplia de fuentes y de sucesos alternativos que, de otro modo, estiman que estarían silenciados. De todos modos, casi la mitad de los encuestados confía en buscadores, las redes sociales son creíbles para el 38% y la mensajería instantánea, como WhatsApp, para un 31%.
Esta falta de confianza en el periodismo se agravó justo cuando más se necesitaba, con el impacto en marzo de 2020 del covid-19, una enfermedad que generó una crisis cuyas consecuencias económicas, políticas y sociales aún desconocemos. La búsqueda de nuevas verdades y la aparición de referentes de opinión no respaldados por las prácticas del buen periodismo generó lo que Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la ONU, llamó “infodemia”, la proliferación de desinformación, engaños, mitos y conspiranoia que contradicen las recomendaciones oficiales y pueden poner en riesgo de vida a las personas.
Si bien la mejor forma de combatir la infodemia parece ser una comunicación oportuna y veraz, es necesario también hacer una autocrítica de qué llevó a que las personas desconfiaran tanto de los medios tradicionales y por qué, en algún momento, se abandonó uno de los pilares del periodismo, el chequeo de la información, y hoy son necesarias las organizaciones de fact-checkers como instancia complementaria de las noticias y no como un elemento fundamental. El camino de la recuperación de la confianza no es sencillo, pero no puede llegar a buen puerto sin un replanteo profundo de la práctica profesional actual y sin un abordaje serio y no conformista de la audiencia: no sirve de nada subestimar a las personas ni minimizar su capacidad de análisis e investigación, así como tampoco deben ser objeto de burla o menosprecio quienes se inclinan a creer en teorías conspirativas.
No se trata de un fenómeno que solo concierne a las marcas, las compañías y los medios de comunicación, sino que tiñe otros ámbitos como la vida, como la participación ciudadana, que parece chocar de lleno con la creciente ansiedad por un futuro que se presenta cada vez más imprevisible. No estamos viviendo tiempos fáciles: como ya hemos señalado, a la crisis sin precedentes creada por el virus de la covid-19 se suma una coyuntura de fricciones políticas en numerosos países, que estaba presente antes de marzo de 2020 y que la pandemia agudizó, con una marcada polarización entre opciones opuestas y, en principio, incompatibles entre sí. En más de un sentido, la sensación con la que se vive es que hay una visión del mundo que se está despidiendo y otra que está ingresando, pero no termina de producirse ese reemplazo. Así, los movimientos que pugnan por la igualdad de oportunidades para grupos minoritarios crecen, pero se enfrentan a resistencias de sectores conservadores que estaban en retirada y que encuentran en este enemigo en común una excusa para consolidar su unidad y fortalecerse.
#NiUnaMenos, #MeToo, #BlackLivesMatter detrás de los hashtags hay personas y luchas reales, que, en su mayoría, utilizan el activismo de plataforma de redes sociales para incidir en el mundo analógico, creando conciencia, consolidando comunidades y logrando cambios reales. Esto se da de la mano con la caída constante de imagen de los políticos tradicionales. En la Argentina, de acuerdo con el Reuters Institute for the Study of Journalism, apenas 8% los considera fuente de información y solo el 21% confía en la información que comparten.
Vivimos, entonces, en un entorno en donde el déficit de confianza es constante. Desconfiamos de la publicidad, de los medios de comunicación y de los políticos. No somos receptivos a aquellos que nos acercan un producto, un servicio, una información o una propuesta. Sospechamos que tienen un motivo oculto y nos parece que sus intenciones, en principio, no coinciden con las nuestras. Sin embargo, este creciente descreimiento no desemboca en un escenario de escepticismo total: en los últimos años, más y más personas comenzaron a depositar su confianza en genuinos desconocidos en muchas de sus actividades. Esto se comprueba en dos fenómenos relativamente recientes: el auge de las plataformas de economía colaborativa, con Uber y Airbnb como modelos insignia, y en la consolidación de la figura del influencer digital como un referente de peso a la hora de ciertos hábitos y de tomar posición frente a temáticas candentes y relevantes.
Confiar en extraños es un concepto relativamente nuevo en Occidente y que merece un análisis profundo e interdisciplinario. La sociedad moderna se estructuró en comunidades relativamente pequeñas y con la familia como unidad nuclear. El siglo XXI extendió, en sentido analógico y digital, las grandes metrópolis en donde la creciente densidad de población y la posibilidad de mayor cantidad de conexiones nos expusieron a nuevas personas, nuevas caras, nuevas formas de familia y nuevas culturas. Es lo que mencionamos en el capítulo anterior cuando trajimos el marco conceptual de la sociedad de la exposición. La difuminación de los límites entre lo digital y lo analógico nos permite aventurar que la confianza en los extraños también representa una novedad desde un punto de vista evolutivo: como especie, los humanos parecemos tener una inclinación a confiar solo en quienes conocemos, son parte de nuestro círculo íntimo o han demostrado que nos pueden ayudar a sobrevivir. Confiar en extraños no parece estar en lo que somos. Y, sin embargo, lo hacemos cada vez con mayor frecuencia y a escala global.
En cuanto a la economía colaborativa, es un sector surgido en la última década con un crecimiento constante y sostenido que se vio afectado, como otras industrias, por la crisis del coronavirus y cuyo futuro mediato dependerá de cómo maneje esta situación. Aún no parece tener una definición unívoca en la bibliografía. Nos referiremos con este término a la práctica de volver disponibles recursos privados para otros en intercambios de individuo a individuo con una mínima mediación de plataformas que tienen una responsabilidad limitada. En este sentido, involucra y admite otros fenómenos más específicos como el consumo colaborativo, los sistemas de intercambio comercial y el consumo basado en el acceso. Si bien prácticas de intercambio similares existen desde hace siglos, en este caso, son patrones de consumo que solo pudieron emerger impulsados por el papel facilitador de las plataformas peer-to-peer y que hoy están cambiando el comportamiento de consumo de millones de personas en todo el mundo y poniendo en crisis sectores tradicionales como la industria de la hotelería, o las grandes compañías automotrices.
Es difícil pensar en cualquier colaboración sin confianza y es imposible una economía colaborativa que no tenga en su base un reconocimiento tácito de las partes, ya que, para muchos, la confianza es una suerte de moneda de intercambio entre quien posee un bien y quien lo acepta. En su informe Think Act sobre movilidad compartida, la consultora Roland Berger lo expresa de manera directa: “Compartir es confiar”. La confianza es el principio fundamental de todas las plataformas de economía colaborativa y debe ser cultivada, fomentada y protegida como uno de los núcleos identitarios de las compañías que quieran ser exitosas.
Para que una persona quiera dormir en la casa de un extraño o subir al auto particular de alguien que no conoce, debe confiar. Plataformas como Airbnb o Uber son una suerte de gestores de confianza y deben mantenerse siempre en la apreciación de sus clientes como dignos de esta responsabilidad, manteniendo vínculos transparentes con sus socios comerciales, sus clientes y sus consumidores. Esa misma confianza debe extenderse más allá de las actividades comerciales estrictamente definidas de la empresa y extenderse hacia la comunidad en general con otro tipo de acciones. Durante la pandemia, por ejemplo, se llevaron a cabo experiencias online para quienes no pudieron usufructuar de sus propiedades por la crisis en el sector del turismo o se implementaron viajes gratis o con descuento para el personal de la salud. Esta confianza es ineludible para el tipo de contratos de uso o alquiler que se celebra al compartir, que es de una índole muy diferente a los tradicionales.
La confianza, entonces, es clave: yo espero que traten mi auto y mi casa con cuidado a la vez que espero que las condiciones en las que me fueron ofrecidos el alojamiento o un viaje se cumplan y tengan un toque humano o social del que suelen carecer los hoteles y taxis, en donde entablo vínculos con personas que simplemente están trabajando. Cuando usamos estas plataformas, también estamos consumiendo historias de vida: queremos saber qué significa este cuarto en donde voy a dormir o por qué alguien decide manejar su vehículo en su tiempo libre. Este es el poder de la narratividad del que hablaremos en el próximo capítulo: las historias nos acercan a los demás y ayudan a construir nuestra identidad. La especial atención de estas plataformas a las reseñas, las calificaciones y los canales de evaluación sin dudas busca proporcionar un marco de mayor seguridad. De acuerdo con el informe de PwC “Consumer Intelligence Series. The Sharing Economy”, la mayoría de los usuarios de Estados Unidos considera que, por encima de las regulaciones estatales, la regulación entre pares a partir de reseñas y calificaciones es lo que más les interesa. El 69% de los encuestados aseguró que su confianza en plataformas de economía colaborativa depende de la opinión de personas fiables. Los precios y los beneficios son el atractivo por el que muchos se acercan, pero lo que en última instancia hace que la economía colaborativa funcione es la confianza, puntualiza el estudio.
El segundo emergente que consolida la idea de que, incluso en medio de la crisis de confianza que vivimos, las personas parecen mucho más dispuestas a confiar en extraños que antes es la aparición de los influencers digitales. En el capítulo tres de este libro, haremos un análisis profundo de esta figura, que no tiene una única definición consensuada y cuya elucidación será el centro de nuestras reflexiones, pero a los fines de la descripción de la paradoja de la confianza bastará con rescatar las intuiciones que, en 2017, expresó el publicista y comunicólogo argentino Darío Laufer: los influencers digitales son personas valoradas en ámbitos específicos, consideradas en ocasiones como pares por sus seguidores, y que crean comunidad, en clara oposición al modelo tradicional de celebrities con el que el mundo de la publicidad comunicó durante las últimas décadas.
En muchos sentidos, el influencer digital esto es, aquel cuyo ámbito de acción son redes sociales como Instagram, Tik-Tok, Twitch o Snapchat, entre otras representa un desafío y una incógnita porque es una figura en plena construcción, pero que se ha afianzado no solo a nivel global, sino también en nuestro país. Un estudio conjunto entre Kantar y Be Influencers de 2021 destaca que, en Argentina, el 84,5% de la población se conecta al menos una vez por día a una red social, en donde los contenidos de los influencers digitales ocupan un sitio privilegiado.
De acuerdo con las métricas de Shareable para el año 2020, en Argentina se publicaron 6,5 millones de contenidos en redes sociales generando más de 2.700 millones de interacciones. Si bien los influencers digitales publicaron el 7% de esos contenidos, son responsables del 49% de las interacciones totales a nivel nacional. Durante la pandemia, el crecimiento de las audiencias fue notable –en un promedio de 30,5% para Kantar y Be Influencers– con rubros destacados como maternidad en un 43,69%.
Rara vez los seguidores conocen cara a cara a los influencers digitales y, sin embargo, confían en ellos. No solo eso: en ocasiones no se sabe mucho de su pasado ni de su presente más allá de lo que ellos mismos deciden contar en redes. En casos como el de la comunicadora argentina Florencia Jiménez, la referente más relevante de viajes y turismo en la Argentina, durante años ocultó su rostro con una máscara y evitó revelar su verdadero nombre. Es el día de hoy que aún todos la conocen como @Floxie10, su nickname.
En una cotidianeidad rodeada de pantallas y con varias facetas de nuestra vida atravesadas por los teléfonos y las computadoras tanto el ámbito social como laboral e incluso ciudadano, un diagnóstico profundizado por las medidas de aislamiento que impuso la crisis por covid-19–, los influencers digitales aumentaron su presencia en nuestra vida. En 2019, el 49,2% de los encuestados por Adweek en Estados Unidos seguía activamente a más de tres influencers digitales de las redes sociales y, de ellos, 49,3% había realizado una compra basada en su recomendación. En términos de confianza, el 44,2% reveló creer que las recomendaciones de los influencers digitales eran genuinas.
El vínculo de confianza entre los influencers y su comunidad es tan poderoso como frágil: puede romperse en cuanto se cuestione el lazo por el cual es creado. Así, la confianza es fuerte cuando el influencer digital habla desde su propia experiencia, se concentra en su “especificidad” y comparte sus opiniones, que son percibidas como carentes de segundas intenciones o intereses ocultos. Sin embargo, cuando acepta participar de acciones patrocinadas por compañías, su credibilidad es puesta a prueba: ahora que la recomendación depende de un acuerdo comercial, ¿es genuina?
La fuerza sin fuerza
La clave para analizar este nuevo escenario es entender la influencia. Se trata de un concepto que ha recibido diferentes tratamientos a lo largo del tiempo y que puede ser reinterpretado a la luz del momento en el que vivimos, signado, principalmente, por la ubicuidad de las pantallas y la presencia de tecnologías digitales, incluso en los sectores más tradicionales.
La influencia es una fuerza sin fuerza, que se ejerce más allá de nuestro puesto en una compañía, nuestro título universitario o nuestra posición en cualquier escala social. Es una suerte de fuerza suave porque nunca implica coerción. Cuando está dominada, es una habilidad tan poderosa como silenciosa, al punto de que, muchas veces, somos influenciados para realizar ciertas tareas o a reflexionar sobre determinados ámbitos, pero estamos genuinamente convencidos de que fue por nuestra propia voluntad y no por una acción externa presente que nunca es violenta, coercitiva ni unidireccional.
Frente a un término que podría ser polivalente, creemos que puede ser de utilidad abordarlo a partir de una estrategia clásica de la filosofía: sus diferencias con fenómenos con los que podría confundirse. La influencia, bajo nuestro punto de vista, nunca involucra obligación o presión, no es ni un criterio de autoridad, ni una forma de manipulación ni un caso de persuasión.
La influencia no puede provenir de la autoridad en sentido tradicional porque no se trata de la consecuencia de un lugar dentro de una estructura dada, tal como sucede en una compañía, una organización como el Estado o la misma sociedad. En estos casos, la fuerza tradicional de la autoridad no se desprende de la persona que la ejerce, sino de la circunstancia en la que se encuentra. Y, si bien es cierto que en ocasiones su eficacia depende de algo más que la autoridad, como un gerente que da órdenes que no todos cumplen o un funcionario que prescribe acciones que la sociedad no respeta, en la mayor parte de los casos, basta con que alguien con autoridad indique algo a otras personas para que se cumpla.
Mientras que la influencia se basa en la confianza, la manipulación es, justamente, la traición de esa confianza. Esto no la vuelve de inmediato una práctica reprochable, sino que, en ocasiones, la única manera de conseguir que alguien coopere con nuestros objetivos, que pueden ser nobles e incluso beneficiosos para esa persona, es apelando a estrategias que exploten sesgos o debilidades del otro. En el caso de la manipulación, se trata de evitar contar la meta real de nuestros objetivos y simular otras, apelando a la empatía u otras reacciones emocionales de la persona a la que queremos manipular. Aunque hay personas muy buenas manipulando, no se trata de una tarea sencilla: contamos con muchos mecanismos naturales para identificar a una persona como confiable o no. Desde expresiones faciales hasta inflexiones en la voz o gestos corporales, no es sencillo transmitir confianza. La manipulación, además, suele ser cortoplacista: en raras ocasiones, se puede manipular dos veces a la misma persona, mientras que la influencia parece tener un efecto duradero y de verdadero cambio.
La influencia tampoco es persuasión. Persuadir a alguien es convencerlo de tomar una decisión, realizar una acción o tener un determinado juicio sobre algo dando motivos y razones para eso. Se trata de una forma de argumentación, al presentar un escenario que modifica al otro a partir de una suerte de consentimiento informado. A diferencia de la manipulación, aquí no hay segundas intenciones ni está la emocionalidad en el centro de escena, sino que la eficacia al persuadir se basa en encontrar la motivación correcta, en una suerte de guía a la hora de razonar. En ocasiones, se trata de presentar ciertos datos e informaciones para que la otra persona saque sus propias conclusiones. En otros casos, se le presentan escenarios posibles de lo que sucedería de acuerdo a lo que decida hacer, lo que puede alentar o desalentar al otro a la hora de actuar.
Así, aunque suele ser percibida como una relación unilateral, preferimos pensar la influencia como un vínculo que es, en principio, diádico. La influencia puede ser vista, tal como la trabaja la socióloga argentina Lina Zubiría, como un diálogo, un flujo de significados que corre entre dos personas y cuyo resultado es una cocreación que, en el mejor de los casos, resulta superador de lo que hubiesen logrado las partes por separado. La etimología del término se remonta hasta el latín, con el verbo influere, pero nuestro uso cotidiano actual le debe más al francés, en el que esta palabra alude a la capacidad de ciertos elementos de moverse a través de conductos a partir de la presencia de ciertos agentes externos. Así, líquidos y gases son influenciados por características externas en la manera en la que fluyen. En los albores de la química moderna, surgida de las aguas de la vieja alquimia, la influencia hacía referencia a una emanación de las estrellas a partir de un fluido etéreo que fluye desde los cielos y afecta el carácter de los elementos.
¿Cualquier persona puede, en estos términos, ser influyente? Sin dudas, sí. Existen personas que, de forma natural, parecen generar la confianza y la identificación que se requiere, una situación que, en el hablar cotidiano, denominamos “carisma”. Pero la influencia también puede ser entrenada y mejorada más allá de la habilidad innata.
Así, la influencia es esta fuerza sin fuerza, el arte de lograr que las cosas sucedan sin tener que obligar a nadie y sin tener que presionar, convencer con razones ni engañar. La influencia es, en el mejor de los casos, un trabajo colaborativo en el que se consigue involucrar a otros en un propósito que traigo a la mesa, y que es aceptado y celebrado.