La palabra “decidir” evoca la idea de un sujeto que funda la acción referida en un juicio de la conciencia. Pero cuando se habla de “tomar una decisión” acerca de algo, el sentido primero de la forma verbal “tomar” (que es “asir con la mano”) indica la presencia, en el significado del acto decisorio, de una potencia de la voluntad localizada en el propio cuerpo. Es esa fuerza volitiva la que determina el valor y la importancia política de la toma de decisiones, tanto si están a cargo de las personas comunes y cotidianas como de las instituciones en general.
Ya que partimos de problematizar la cuestión social de la toma de decisiones en torno del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, el presente capítulo está dedicado a examinar la dimensión micropolítica de la voluntad de abortar por parte de una mujer.
El relato de la decisión se arma aquí entre todas las voces de las que está hecho el corpus construido. Lo que esa narración colectiva muestra es la dificultosa construcción de la decisión de abortar, suceso éste, en sí mismo, de la mayor intensidad.
Gravedad sobre la cual deposita todo el peso de su carga, una moral cultural demasiado conocida, que tiene por blanco específico a ellas, las que deciden. Por esa misma razón política –el punto de reversibilidad del poder, lo llamó Foucault– es que las mujeres son las protagonistas centrales de este capítulo, ya se trate de su propia narrativa autorreferencial o del relato de un varón que actúa como observador participante. Aquí se muestra cuán intenso es ese anclaje del poder y cómo se expresará esa diferencia de grado respecto de los varones participantes en el acontecimiento.
Las mujeres entrevistadas anteponen a cualquier razón la necesidad personal de abortar. Razones, premisas y argumentos a veces se perciben en la lectura como añadidos de circunstancias, dictados como respuesta a las presiones, a la vez internas y externas.
Antes que argumentos, se presentan como racionalizaciones desplegadas para hacer socialmente “presentable” hacia los otros, pero también hacia ellas mismas, lo que en realidad registran como la imperiosa necesidad de interrumpir el proceso iniciado en sus cuerpos, aun en el desgarro y el dolor, para poder continuar viviendo su propia existencia.
En estos casos, que son mayoría en el corpus, la razón que manda es: hay que hacer esto, no se puede no hacerlo. Actitud que sobreviene y no se puede dar cuenta de ello con palabras justas. Por eso suenan artificiales a veces las razones, cuando no se trata en el fondo de razones sino de aquello que ya estaba rechazado de partida.
Nuestro estudio se limita a dar cuenta de la experiencia social en casos de aborto voluntario. Sin embargo, podemos suponer, y se sabe que sucede, la circunstancia de que una mujer continúe un embarazo hasta el parto y que lo haga contra su deseo y voluntad. Aunque no incluye testimonios a partir de los cuales podamos conocer y comprender este tipo de experiencias, sin embargo, nuestro corpus registra huellas de esos silencios. Ante un embarazo inesperado, ella sigue adelante, pero íntimamente no desea tener un hijo en ese momento, y de un modo más o menos consciente guarda para sí que su vida se verá afectada, en el sentido de implicar costos psíquicos y emocionales con los que no podrá convivir sin padecerlos. Lo que resulta en un malestar visible, como es el caso de la compañera de trabajo a la que se refiere una de las entrevistadas: ...o sea, mirá, tengo una compañera de trabajo que... al año de su segunda hija quedó embarazada nuevamente. Yo nunca vi una persona tan infeliz con un embarazo, es decir, nunca vi una persona tan infeliz en general, digamos... en este caso, tenía que ver con una convicción religiosa, nunca se le hubiera pasado por su cabeza la idea de abortar... eh... y es así como que la pasó muy mal, muy angustiada, descompensada todo el tiempo y la verdad que la miraba y decía... yo, si hubiera tomado la decisión de tenerlo, hubiera estado así como Carolina está ahora... (Amanda).
Según este testimonio, la situación de Carolina –una mujer de clase media– está determinada por la fuerza que el dogma religioso toma para ella, lo cual convierte en completamente impensable para su horizonte de vida la posibilidad de adecuar sus sentimientos a lo que efectivamente decide. Interferencia que impide llevar a la conciencia el malestar ante el embarazo para hacerlo así objeto de autorreflexión.
El siguiente ejemplo es muy distinto desde el punto de vista social, se trata de una joven que vive en condiciones de pobreza.
Pero a la vez se asemeja al anterior, ya que en ambos casos es posible vislumbrar los alcances de las fuerzas que producen y capturan las vidas sociales de las mujeres, algo perceptible en las palabras del siguiente intercambio, esto es, la resignación de sí misma como persona, contenida en la distancia entre lo que “en su momento” quería y lo que efectivamente resultó para ella:
–¿Por qué decidiste abortar?
–Porque no quería más.
–No querías más...
–Quería quedarme con los cuatro que tenía, bah, en realidad, quería tener uno solo, pero bueno...
–No sé si...
–Realmente quería quedarme con el más grande solo y no tener más hijos.
–Ah... en su momento...
–Sí, en su momento, pero bueno ya estaba... (Estela).
Muchos de los embarazos continuados en contra de lo que “realmente” hubiera querido la mujer embarazada consisten en situaciones en las que, en el momento de conocer su nuevo estado, ella querría abortar pero teme exponerse a los riesgos de la clandestinidad o está dispuesta a afrontarlos, pero no dispone de los recursos simbólicos y/o económicos necesarios, por lo que se resigna y sigue porque “bueno, ya estaba...”. No sabe cómo acceder a un aborto –ya que es ilegal y clandestino– y las condiciones de existencia que configuran su situación no habilitan para ella la posibilidad de hablar del asunto con alguien de su confianza. Continuará el embarazo en contra de lo que hubiera querido, afectada por presiones de la más diversa índole, por miedo al aborto inseguro, por miedo.
En el siguiente fragmento, un joven varón especialmente sensible a la diferencia de género se refiere al momento en el que su novia de diecisiete años se hace el test de embarazo con una tira reactiva:
Estábamos en la casa de una amiga, me acuerdo, eso fue el jueves, el jueves a las cinco y media de la tarde, estábamos ahí, ella, una amiga, y bueno, dice vamos al baño, pasa ella... se tomó su tiempo y cuando sale, sale mal, sale llorando y bueno, ya me había dado cuenta, le digo ¿y?... le había dado positivo... (Mateo).
El narrador describe con dramatismo lo crucial de la circunstancia: fue un jueves y un jueves a las cinco y media de la tarde, ¿cómo olvidarlo? El momento de la prueba objetiva, por la que se busca verificar lo que muchas veces la experiencia del encuentro corporal anticipó como probable. Aunque acompañada por su novio, el varón partícipe de la concepción y por una amiga que ha ofrecido su casa para acompañarla y cuidarla, la joven adolescente es la protagonista absoluta de la escena. La realización del test en el baño compete sólo a su persona corporal, tal como lo es el orinar: ambos, actos privadísimos.
Puede decirse de esta escena que contiene dos tests diferentes: el del embarazo y el de la maternidad. Que la joven del cuerpo inesperadamente embarazado reaccione de la manera en que lo hace cuando conoce que el test dio positivo, se constituye en prueba muda pero irrefutable de cuál es su posición subjetiva ante la noticia: “...y cuando sale [del baño], sale mal, sale llorando y bueno...”.
Así, el test de maternidad dio negativo. Las lágrimas, su cuerpo y sus emociones se adelantan a la decisión de abortar, dando prueba anticipada de ésta, algo demasiado visible en la escena relatada como para abundar con palabras.
Escena corriente en la vida social, pero completamente imposible por tachada en el discurso esencializante de la maternidad, tal es la disposición de su política significante. Escena secreta, que representa exactamente lo denegado por poderosas fuerzas culturales, de antigua genealogía.
En la práctica, la decisión de abortar representa, para las entrevistadas en general, el alivio de un corte. Un tiempo de incertidumbres, ambivalencias y sufrimiento tanto psíquico como social que se inició con la comprobación del embarazo no querido llega a su fin:
–¿Cómo te sentiste?
–Y, apenas salí fue como un cansancio... me dolía el cuerpo...
–¿Anímicamente...?
–Y... también estaba cansada, como que me había... Se había terminado todo eso que me había tenido sufriendo. No sé, fue una semana y un par de días, pero fueron terribles.
–¿Desde que hablaste con él? [el varón participante].
–No, desde que me hice el Evatest hasta el momento que salí (Lucía).
Una y otra vez, el cuerpo vuelve a presentarse en el centro de la escena discursiva cuando se trata de contar la experiencia del aborto; en este caso, la salida del consultorio clandestino, después de la intervención. La joven nombra el “sufrimiento” pasado en “días terribles”. Pero la vivencia dolorosa no se asocia con el significado de una conversación (“hablar con él”), sino con el propio cuerpo embarazado, tal como se reveló para ella en la inicial verificación empírica de un test (“desde que me hice el Evatest”).
Aborto acontece, cabe reiterarlo, pero las intervenciones, sean quirúrgicas o medicamentosas, no se resuelven para todas las mujeres en una única vez ni con el mismo resultado sino que, dadas las condiciones de ilegalidad, sus características se encuentran estrictamente determinadas por las diferencias económicas y, correlativamente, socioculturales de acceso a la oferta disponible en el mercado clandestino.
En este sentido, los segmentos de las entrevistas referidos a la instancia concreta de la práctica abortiva que se consideran en este capítulo muestran, como cabía esperar, cuán dura es la jerarquización social articulada en torno del eje de las diferencias intragénero (entre ciudadanas mujeres). Una realidad que se oculta tras la ilegalidad del aborto.
La inevitable legalización no garantizará una reversión de estas desigualdades estructurales. Sin embargo, el ingreso de la práctica en el sistema público de salud significará un inmenso avance democratizador respecto de un tipo de inequidad cívica que, en el límite, se paga con las muertes evitables de quienes se encuentran abandonadas a su suerte.
Flagrante inequidad de clase entre ciudadanas.
–¿Tuviste miedo en algún momento?
–La verdad, con lo que yo conocía de... con la experiencia de mi hermana y por lo de mi ginecóloga, con este procedimiento, no. En ningún momento. Aparte, viste, rapidísimo, rapidísimo... y además, nada, con dos enfermeras que se hacían cargo de vos, me preguntaban todo el tiempo cómo me sentía. Estuve media hora en una cama, me taparon, todo muy bien (Fernanda).
En los relatos característicos de los sectores sociales medios, como el citado, las condiciones que recubren el procedimiento configuran un escenario de contención y cuidado. La protagonista no siente temor, tanto la experiencia exitosa de su hermana como la expertise y la confianza que le brinda su ginecóloga hacen que se autoperciba a salvo. La intervención ocurre en un tiempo que se juzga muy breve respecto a las expectativas (“rapidísimo, rapidísimo”) y en un contexto de contención calificado “muy bien”, tanto a nivel médico-profesional como personal.
Son profundos los contrastes que se dejan ver si comparamos el relato de la intervención de Fernanda con las experiencias relatadas por aquellas testimoniantes que viven en condiciones de marginación social:
“Cuando me enteré de que estaba embarazada, fui a una señora a que me ayudara, me puso muchas pastillas, todo en la vagina. Yo estaba de cuatro meses. Estaba trabajando y me agarró una hemorragia muy grande. Después en la madrugada, acá en mi casa, me descompuse, me llevaron al hospital y cuando me llevaron al quirófano, a mi mamá le dijeron que no sabían si iba a salir con vida. Así que después de ahí, me internaron. Quedé un palo” (Estela).
El lugar que en el primer testimonio ocupaba una profesional de confianza (“mi ginecóloga”) resulta ahora cubierto por “una señora” que la “ayudaba”, conduciendo malamente la realización de un aborto medicamentoso en un tardío cuarto mes de embarazo.
Distando de ser “rápido”, el tiempo de la intervención se solapa, además, con el tiempo laboral –trabajo precarizado en tareas de limpieza–, durante el cual “una hemorragia muy grande” toma por sorpresa a la mujer.
Finalmente, y en relación con el testimonio de Estela (véase arriba), resulta concluyente la síntesis narrativa del fragmento, en cuyo curso se destaca –por contraste con la experiencia de Fernanda, quien declara y fundamenta su falta de miedo– el hecho de que, ya hospitalizada, la propia vida no constituía una certeza y la muerte era una posibilidad manifiesta (“no sabían si iba a salir con vida”). Al contrario que en el primer caso, en el que la enunciadora refiere haber permanecido sólo “media hora en una cama”, Estela debió afrontar los costos de una intervención que hizo tambalear su existencia y que la redujo corporalmente, la desubjetivó (“Quedé un palo”).
En este punto, nos detendremos en la exposición de algunos aspectos relacionados con el problema de la inequidad de clase que envuelve la clandestinidad del aborto.
Como ya hemos señalado en la presentación de nuestro estudio, se partió de un corpus conformado por testimonios agrupados según su pertenencia a sectores sociales medios y bajos. Remitiéndonos entonces al conjunto de entrevistas reunidas, encontramos que los abortos medicamentosos sin asistencia adecuada ocurrieron exclusivamente en las clases bajas.
A la vez, surge el dato contundente de que todos los casos relevados de complicaciones postaborto del corpus, con alto riesgo para la salud y la vida de las mujeres, corresponden a estos mismos sectores.
Por su parte, mujeres y varones de clases medias refieren la experiencia de abortos realizados utilizando técnicas que involucran el uso de instrumental quirúrgico y la asistencia de personas idóneas.
Aunque se vieron afectadas por padecimientos de diversa índole, las mujeres pertenecientes a este último grupo no presentaron complicaciones de ningún tipo para su salud física y, previa consulta con el efector, la mayoría de ellas puede completar la práctica en una sola visita al consultorio.
El grupo de mujeres entrevistadas que viven en condiciones de precarización social enfrentan situaciones del todo diferentes, ligadas –en nuestro corpus– a la modalidad del aborto medicamentoso inseguro. La autoadministración de las “pastillas abortivas” la efectúan más o menos guiadas o aconsejadas por una tía (primer aborto de Natalia, Romina), por una hermana experimentada (Sandra), por las amistades del activismo social (Gabriela), yendo a la casa de una “señora” (Estela, Mónica) o completamente solas (Natalia, su segundo aborto).
Considerando la práctica del aborto en sí –con independencia de la modalidad que asuma–, podemos al menos sin dudas afirmar que, según la experiencia referida en el conjunto de las entrevistas, los testimonios correspondientes a capas sociales bajas dan cuenta de un proceso comparativamente más largo para completar la práctica, en muchos aspectos más dificultoso y mucho más inseguro.
* Este libro se basa en el proyecto UBACyT, radicado en la Facultad de Ciencias Sociales, “La experiencia del aborto voluntario en el relato de mujeres y varones”, elaborado por July Chaneton. En la etapa inicial participaron de las distintas tareas de producción del corpus y primeras lecturas exploratorias de las entrevistas, además de las autoras, Matías Barreto, Lucía Isturiz, Tali Miculitzki y Ariel Sánchez.