Un día se contactó conmigo, tras haber leído mi testimonio en el libro Hijos de los 70, Liliana Furió. Ella también es hija de un genocida. Su padre fue juzgado y condenado por crímenes de lesa humanidad. Encontrarnos fue un gran alivio y el inicio de un movimiento inesperado que no pudimos dimensionar ni hubiéramos podido imaginar. Comenzamos a vernos con asiduidad y a conocernos. El 10 de mayo de 2017 fuimos juntas a la marcha de los pañuelos en oposición al 2×1.
La ley 24 390, conocida como “Ley del 2×1” existió en Argentina entre 1994 y 2001 con el objetivo de reducir la población carcelaria, compuesta en gran parte por personas con prisión preventiva y sin condena firme. Esta ley indicaba que, pasados los primeros dos años de prisión preventiva sin condena, se debían computar dobles los días de detención bajo esta modalidad una vez sancionada la condena. Aunque la ley fue derogada, en mayo de 2017 la Corte Suprema de Justicia decidió que era aplicable en el caso de Luis Muiña, condenado por crímenes de lesa humanidad en 2011 a 13 años de prisión. La Corte consideró que el 2×1 era aplicable en caso de violación a los derechos humanos, y no solo para delitos comunes, y redujo la pena de Muiña, que ya gozaba de libertad condicional por haber cumplido dos tercios de su condena.
El mismo día del fallo, los organismos de Derechos Humanos dieron una conferencia de prensa en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo para repudiar la sentencia. Afirmaron que esta resolución “deja abierta la posibilidad de que los represores condenados por delitos de lesa humanidad queden en libertad”. También señalaron que hasta ese día estaba fuera de discusión que la ley del 2×1 no aplicaba para crímenes de la última dictadura, que no prescriben, y “no concluyen hasta que no se sepa el destino de los desaparecidos y de los nietos apropiados”.
Según señaló el diario La Nación, más de 750 militares y policías presos sin condena firme quedarían habilitados “para pedir el beneficio del 2×1 y el acceso a la libertad condicional, una vez cumplidos los dos tercios de la pena impuesta”.
La respuesta social de rechazo a este fallo y a la posibilidad de reducir la pena a criminales de lesa humanidad fue contundente y se plasmó en una multitudinaria movilización conocida como “la marcha de los pañuelos” el 10 de mayo de 2017. Dos días después fue publicada en el boletín oficial la Ley 27 362 que en su artículo 1° dispone que la ley 24 390 “no es aplicable a conductas delictivas que encuadren en la categoría de delitos de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra, según el derecho interno o internacional”.
Esa misma semana se publicó una nota titulada “Marché contra mi padre genocida”. Mariana, autorreferenciada como “ex hija” del genocida Miguel Etchecolatz, estaba haciendo público su testimonio. Leí la nota. Lloré. La llamé a Lili y le dije: “Lili, somos tres; tenemos que buscar a Mariana”.
La nota tuvo un fuerte impacto social. Advertimos con Lili que otros hijos e hijas de genocidas estaban dejando mensajes por las redes sociales. Empezamos entonces a escribirles.
El 25 de mayo ya éramos seis –cinco mujeres y un varón–, y decidimos conformar una agrupación a la que pusimos el nombre “Historias Desobedientes: hijas e hijos de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”.
El mismo día de la fundación del colectivo, acordamos que participaríamos con nuestra bandera el 3 de junio en la manifestación de Ni Una Menos. En esa primera marcha con la bandera se sumó Bibiana Reibaldi, hija de un oficial de inteligencia del ejército, muerto impune, pero con la condena de esta hija que logró reconocer la responsabilidad de su padre en los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la dictadura.
Algunos medios levantaron la noticia de nuestra “salida a la luz”, y nuestra bandera fue tapa del diario Tiempo Argentino. Comenzaron entonces a llamarnos de diferentes medios nacionales e internacionales y se contactaron otras hijas, hijos, nietas y nietos, hermanos y sobrinos de genocidas. Organizarnos fue una tarea difícil, pero necesaria. El grupo creció exponencialmente: hacia fines de junio ya éramos más de treinta, y en unos meses más de un centenar a lo largo y a lo ancho del país. También se comenzaron a contactar familiares de genocidas de Chile.
Asumimos desde el primer momento un posicionamiento claro y contundente. Acompañando la lucha de los organismos de derechos humanos por Memoria, Verdad y Justicia, advertimos que nuestro lugar de enunciación era inédito e inesperado.
Al empezar a juntarnos, de inmediato se hicieron evidentes las diferencias: había tantas historias como personas (con edades, recorridos, vivencias y modos de elaboración de la propia experiencia muy distintos). Familiares de genocidas de distintas fuerzas y jerarquías, vivos condenados, vivos impunes, muertos condenados, muertos impunes, con domiciliarias. Todos responsables de crímenes de lesa humanidad, de un genocidio perpetrado. De allí venimos. Nacimos en el seno de esas familias. Fueron esos genocidas los que nos llevaron a la escuela, nos enseñaron lo que estaba bien y lo que estaba mal. Nos dijeron lo que debíamos pensar acerca del mundo y de lo que ocurría en él. Crecimos en esos hogares en los que alguien nos enseñó a rezar y a creer. Creímos en Dios, en la familia y en nuestros padres, acatando por miedo o por amor todo lo que nos ordenaban y esforzándonos siempre en seguir creyendo. Hasta que ya no pudimos más y la verdad nos explotó en la cara.
Cada recorrido personal era diferente, aunque todos estaban atravesados por la soledad y la vergüenza. Cada cual había vivido una relación particular con sus respectivos familiares genocidas: algunos habían sido afectuosos, protectores, amorosos; otros, fríos, distantes, violentos o abusadores. Poder tomar distancia de algo tan íntimo como la “propia sangre” fue un recorrido arduo pero necesario que nos liberó del peso de la “culpa” por lo que nuestros familiares habían hecho. Si bien el vínculo filiatorio determinó nuestro encuentro, no fue la relación personal que tuvimos con el familiar lo que nos convocó, sino un posicionamiento colectivo, social y sobre todo político.
Enfrentamos el desafío de funcionar colectivamente, a contrapelo de los vínculos endogámicos e individualistas en los que crecimos, priorizando la fuerza que nos dio el encontrarnos, saber que nunca más estaríamos solas ni solos y que éramos libres de manifestar nuestra posición públicamente frente a aquella barbarie que fue la dictadura, contra todo mandato. Lo hicimos desde el convencimiento como familiares de genocidas, desde el dolor de la decepción, pero también desde el amor y la confianza que nos permitió encontrarnos y abrazarnos.
La visibilización de nuestro posicionamiento animó a otros familiares a pronunciarse contra los mandatos de silencio. Sabíamos que éramos muchos más, y que frente a los intentos por reinstaurar la impunidad y el negacionismo, teníamos que juntarnos para romper con los silenciamientos, construyendo una voz que dijera lo que hasta ahora no se había dicho en este país: las hijas, hijos y familiares de genocidas repudiamos sus crímenes, sus prácticas represivas, sus pactos de silencio e impunidad.