Demonizando a unos y a otros sectores
Es difícil situar cuándo comienzan a utilizarse las lógicas que luego serían bautizadas como “teoría de los dos demonios”, pero ya en los tempranos 70 había quienes planteaban los fundamentos de la idea, en la referencia abstracta a “la violencia” como una figura que tendía a homologar las diversas acciones de la insurgencia armada, las tomas de fábricas, las movilizaciones masivas o las “luchas de calles” con los secuestros y asesinatos realizados por organizaciones paraestatales o los fusilamientos e incipientes desapariciones cometidas por las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad.
Pero sea como sea su genealogía, el eje del planteo es la construcción de un observador “neutral”. El argumento principal de la teoría de los dos demonios no está en los “demonios”. Tampoco en su equiparación. El elemento más importante está en la posición de quien señala, enuncia y denuncia a los dos demonios: una sociedad ajena a ellos, que se percibe y se construye como víctima. Esto vuelve más o menos inútiles o extemporáneas algunas de las críticas, que postulan que no existió una equiparación en la versión original de los dos demonios o que se destaca más a uno o al otro. El procedimiento político fundamental es este escamoteo del conflicto a partir de construir una “neutralidad” social: la de la “gente común” victimizada por los “demonios”.
Es precisamente esta necesidad de “exculpación colectiva” la que otorgó su alto nivel de aceptación a la teoría de los dos demonios y la que sigue primando en muchos sectores de la sociedad, aun cuando necesiten aclarar que “no están adhiriendo” a dicha teoría, al tiempo que sostienen sus líneas principales, muy en particular la ajenización de la sociedad con respecto al conflicto social y la homologación de “los violentos”.
Lo que resultaba una reacción natural de muchos argentinos, primero aterrados por la represión estatal y luego conmocionados por las revelaciones sobre lo ocurrido en los campos de concentración, fue capturado como parte del sentido común por los discursos del candidato presidencial Raúl Alfonsín (luego electo como primer presidente posdictatorial). En la misma línea, el escritor Ernesto Sabato, electo para presidir la Comisión de Notables encargada de la investigación sobre el período (la Conadep, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), podía representar en sus declaraciones a sectores importantes de la población porque había seguido su propio derrotero: primero cierta simpatía lejana por los reclamos populares, luego el alineamiento con el orden militar, por último, el asco, la condena y la “sorpresa” ante el conocimiento de las dimensiones del proceso represivo.
Ponerse “por afuera” del conflicto político de toda la década permitía ubicarse como “gente común” y quedar de este modo exculpados simultáneamente de la simpatía que pudieran haber sentido por muchas de las acciones y reclamos de las fuerzas contestatarias en los años 60 como del silencio, complicidad pasiva e incluso de ciertos niveles de participación en la propaganda del régimen dictatorial una década después. Demonizando a unos y a otros, muchos sectores de la población se podían ubicar en el cómodo rol de víctimas de “la violencia” y hasta condenarla con un dejo de “imparcialidad” por haberse sentido “engañados” por un régimen militar que había utilizado la clandestinidad para ejercer la represión.
La frase con la que abre el prólogo del informe Nunca más se transformó en la mejor síntesis de lo que luego se denominaría teoría de los dos demonios: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Poner al terror en “los extremos” implicaba ajenizar al conjunto de la sociedad, conjurar los demonios que asomaban al haberse sabido parte (aunque fuera marginal, meros simpatizantes) no solo de una de las fuerzas, sino en algunos casos de ambas. Sectores que, desde 1955 en adelante, apoyaron primero la lucha de distintas organizaciones peronistas o de izquierda contra las dictaduras y los ajustes económicos que implementaban y, pocos años después, con la misma tibieza, apoyaron la represión a dichos movimientos de protesta, a los que ya veían como exageradamente radicalizados, en particular a partir del comienzo de acciones armadas de mayor envergadura como tomas de cuarteles o ajusticiamiento de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad.
Sigue el prólogo planteando que “a los delirios de los terroristas, las fuerzas armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”. Esta es la frase que equipara responsabilidades, no desde una igualación tonta, sino a través de una concatenación causal: los “terroristas” son responsables de la violencia por haberla iniciado y desencadenado con ello la respuesta de las fuerzas armadas (que, en tanto respuesta, sería menos grave que la responsabilidad por iniciar el conflicto). Pero que resultó “infinitamente peor” porque “contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto”. (…)
Es interesante señalar que la documentación existente sobre el período no ratifica esta concatenación causal, por mucho que haya sido aceptada por vastos sectores de la población e incluso en la mayoría de los trabajos académicos y periodísticos sobre la época. La decisión de establecer un sistema de campos de concentración en la Argentina y de desatar un aniquilamiento de porciones significativas de la población no tenía como principal objetivo ni como detonante “derrotar a la guerrilla”, sino que fue decidido con anterioridad a la existencia de organizaciones armadas insurgentes. En los propios documentos y planes de acción de las fuerzas armadas argentinas, sus objetivos eran mucho más vastos y su “blanco” (en términos militares) era el conjunto de la población, con el propósito de transformar sus valores ético-morales y restablecer aquello que identificaban como la “occidentalidad cristiana”.