Por Nora Domínguez, Dra en Letras Profesora Teoría Literaria (2)
Guardo pocos recuerdos de mi experiencia juvenil como lectora de Simone de Beauvoir. Leí “Memorias de una joven Guardo pocos recuerdos de mi experiencia juvenil como lectora de Simone de Beauvoir. Leí Memorias de una joven formal (1958, 1959, Sudamericana) cerca de mis veinte años; mi memoria solo fijó el aburrimiento que le producía su lectura. Esa jovencita que quería ser una intelectual y se debatía entre la literatura y la filosofía no me despertaba ningún interés en particular. En estos días le transmití ese disgusto a algunas amigas y me contaron que ellas sí se fascinaron con esa historia y que aspiraban ser como la joven Simone. Separada de este ejército de fans me entregué a la segunda lectura buscando algún rastro de aquella. Tal vez la molestia primera no fuera más que una nerviosa inquietud aún sin título.
Yo no tenía como horizonte la formalidad, no sabía bien qué significaba ser intelectual ya que no estaba entre los parámetros familiares posibles, me gustaba mucho leer, pero desconocía que con ese deseo se podía construir un nombre y una profesión. El mundo de Simone, emocionalmente tan cerrado, me era ajeno. Su fervor por el saber no lograba atraparme con la misma fuerza que a ella. Yo iba detrás de alguna identificación y solo encontraba distancia y rechazo; me aburría el tenor de sus dudas y el tono tan concentrado y soberano. Cuanto más se empecinaba ella en demostrar su seguridad, yo me aferraba a mi repulsa. Creo que entre ambas se había instalado un malentendido. Había comprado el libro convencida de la ironía de su título; buscaba una trama digna de Colette o de Jane Austen y me enfrentaba a esas historias de amor poco consistentes y aguachentas que intentaba la protagonista de Memorias de una joven formal. Creo que mi recuerdo es decididamente ingrato.
Mi segundo contacto con Beauvoir fue cuando yo ya había optado por un destino intelectual y andaba feliz transportando mis pasiones y mis deseos de compartir con otros y otras lecturas, ideas, pensamientos y la cuota de pasión e imaginación que los sustentan. En el medio habían transcurrido los 70 y parte de los 80 y yo ya había experimentado los circuitos y drenajes de diversas politizaciones. Ubicada por decisión propia en las derivas teórico-políticas que asumió la categoría de la diferencia sexual no pude más que advertir desde el comienzo el conglomerado de debates que la definían.
El proyecto emancipatorio y existencialista de Beauvoir constituía un desorden del pensamiento. Fue, no cabe duda, la teórica más importante del siglo XX para el feminismo, pero allí donde se reconocía el escándalo que produjo El segundo sexo (1949) empezaba la embestida conceptual que obligaba a pensar de otra manera pero siempre con encabalgamientos próximos y originados a partir de sus consistentes puñados de ideas; allí, comenzaban también los términos de las diferencias que marcarían las polémicas posteriores y que con el correr de las décadas fueron atacando diferentes puntos de su edificio conceptual. En muchos casos para hacerla objeto de diversos matricidios como expresó la filósofa española Celia Amorós.
Gran parte de su literatura, sin duda de corte dominantemente autobiográfico, pone en escena una voz que se exhibe consciente de que su vida está atada a una experiencia y a un relato singular y de que su proyecto “fundamental”, “original”, enlaza y amarra conocimiento y escritura. En las Memorias de una joven formal son tan abundantes las menciones a las lecturas de filósofos y narradores como pródigas las referencias a la escritura de su diario íntimo y de sus primeras novelas. Una voz que se autoriza a sí misma, que sigue un derrotero de escritura y no se deja tentar por saltos de las cronologías o quiebres de las linealidades. La narradora se expresa acreditada por la verdad que la sostiene a la que rubrica con su firma, es decir, con su nombre propio. Pensó la reconstrucción de su vida como un proyecto en sí mismo y no cabe duda de que le dio un sentido de totalidad, sobre todo por ese afán en ofrecer el relato de una vida completa, de una existencia moldeada con sus “propias manos”. En el prólogo a La fuerza de las cosas lo dice claramente: “he advertido que su verdad no se expresa en ninguna de sus páginas sino solo en su totalidad”. Este anhelo de veracidad es tan fuerte que se declara indiferente a cualquier efecto literario, poco le importa esa etiqueta y prefiere, dice en ese mismo prólogo que “en este relato circule mi sangre; he querido arrojarme a él, todavía viva, y cuestionarme en él antes de que todas las cuestiones se hayan extinguido”.
A pesar de todo en algún momento declara que este yo que persigue la trascendencia es un objeto probable y el que dice yo “solo toca los perfiles”. “Una vez más esta exposición no se presenta de ninguna manera como una explicación. Y aun si la he emprendido, es porque sé que uno nunca puede conocerse, sino solamente narrarse”, así termina la primera parte de La plenitud de la vida (1960, 1962, Sudamericana, p. 397).
En el prólogo de este libro que arranca en 1929, Simone está en pos de una nueva vida, con cuarto propio –tema con el que decididamente arranca el libro– y al lado de Sartre. La pareja se jacta de una “libertad radical”, la existencia era la materia sobre la que querían operar, audaces, confiados en su fuerza, renegando de los lazos familiares, quieren conocer el mundo, crear nuevamente esos lazos, expresarse, sabiendo que la libertad es su sustancia. Al lado de Sartre la vida afectiva y sexual es motivo de descubrimiento y reflexión. No solo aprende o se entrega a compartir y experimentar una unión intelectual que fue emblema para la época, también aprende a hacer del dos, un espacio de tres y a borrar de allí los sentimientos burgueses de los celos que podían acechar. Es innegable que la presencia de Sartre ocupa un lugar fundamental en el relato de su vida, pero hay momentos, escenas o páginas que resultan más luminosas. Aquellas donde la escritora se sumerge en una historia de vida de otras mujeres, la prosa cobra un vigor admirable. Así sucede con su amiga Zaza en las Memorias, así con Olga o Camille en La plenitud de la vida.
Había comenzado a narrar su vida cerca de los 50 cuando la mayor parte de su obra ya había sido casi publicada y en el prólogo a La fuerza de las cosas, no duda en nombrarse vieja y decrépita, pero en un linde donde el ocaso aún se percibe ardiente: por eso habla de sangre. Cincuenta años después, es decir, hoy, 2008, con los parámetros de longevidad trastocados, no podemos dejar de ver en esa fecha que remite a sus 55 años la construcción de una vejez anticipada y en este sentido marcadamente ficcional. Las páginas finales de este libro son verdaderamente magistrales. En el marco de un ajuste de cuentas imparable, registra cada zona de su actuación pública, cada faz de su deseo con un tono absoluto, apasionado y a la vez melancólico donde el dolor que prevalece se basa en su incapacidad para descubrir deseos nuevos y donde el futuro de la vejez carcome. Sin embargo, por momentos el recuerdo de la joven y la capacidad memoriosa de la vieja se reconcilian: “Esta mujer ultramadura es mi contemporánea, reconozco este rostro de muchacha demorada en una vieja piel” (Beauvoir, 1963, p. 631).
Estos textos de Beauvoir arrastran estos valores: las de un yo obstinado que no se miente, que descubre el mundo para situarse en él y evaluarlo sin contemplaciones fáciles, que mira sus injusticias mayúsculas, las opresiones de clase, las dadas por el sexo. Y en este sentido, su costado pedagógico retiene móviles emancipatorios de difícil anclaje en esta época, pero portadores de un legado irrenunciable.
El ideal de emancipación va de la mano con la práctica de la intransigencia. Cuando hacia finales de los años 40 escribe El segundo sexo revela una perspicacia e inteligencias inusitadas para abordar todos los saberes sobre los que el patriarcado se sostenía y al que continuaban nutriendo, registra cada figura femenina (madre, virgen, viuda, prostituta) a través de una erudita historia de opresión y victimización que había dado lugar a los más acendrados estereotipos.
El segundo sexo es un libro perfecto en su estructura: de la discusión de los presupuestos filosóficos que sostienen los modos de pensar a la mujer y a lo femenino en la historia y la cultura, modos vinculados con un destino que parece inamovible a la historia de esas ideas, a los mitos que las sostuvieron. Como dijo mi amiga Dora Barrancos ella discute con la biología, con el psicoanálisis, con el materialismo histórico, y si bien puede pensarse que son los sistemas de pensamiento que marcan su época también fueron las maquinarias conceptuales sobre las que el feminismo que vino después debió construir sus propias discusiones y construcciones de un pensamiento nuevo. Es decir, fue lúcida, marcó muy claramente que por allí debían ir las deconstrucciones del patriarcado. En el segundo tomo, el orden habilita a dar cuenta de la situación, justificaciones, hacia la liberación (estos son los títulos de las diversas partes). Muy perspicazmente advierte que el problema de la maternidad tiene su espejo: el aborto; hablar de una implica no eludir los problemas que la afectan, rodean o contienen como una sombra que hay que afrontar.
En la primera parte dice cosas extraordinarias: para cambiar el mundo hay que estar anclado en él, hay que estar situado y ve que las mujeres más enraizadas son las sometidas. “Solo después de que las mujeres empiezan a sentirse en esta tierra como en su casa, se ve aparecer una Rosa de Luxemburgo, una madame Curie. Ellas demuestran deslumbrantemente que no es la inferioridad de las mujeres lo que ha determinado su insignificancia histórica, sino que ha sido su insignificancia histórica lo que las ha destinado a la inferioridad” (Beauvoir, 1965, p. 128). Por eso es evidente que los dominios en los que han logrado afirmarse han sido el de la cultura y el de las artes. “No se nace genio se llega a serlo; y la condición femenina ha hecho imposible este devenir hasta el presente” (Ib., p.129). Es increíble cómo los argumentos de quiénes se oponen y resisten a estos cambios son casi idénticos en los años 40 que ahora. Dice Simone: “Los antifeministas extraen del examen de la Historia dos argumentos contradictorios: 1, las mujeres nunca han creado nada grande. 2, la situación de la mujer no ha impedido nunca la floración de grandes personalidades femeninas. Hay mala fe en tales afirmaciones; los éxitos de algunas privilegiadas no compensan ni excusan el rebajamiento sistemático del nivel colectivo; y el que esos éxitos sean rastros y limitados prueba precisamente que las circunstancias les son desfavorables… Por eso hoy gran número de ellas reclaman un nuevo estatuto, y una vez más su reivindicación no consiste en ser exaltadas en su feminidad: quieren que, en ellas mismas, como en el conjunto de la Humanidad, la trascendencia se imponga a la inmanencia; quieren que, por fin, se les concedan los derechos abstractos y las posibilidades concretas sin cuya conjugación la libertad no es más que un engaño” (Ib., pp.129-130).
Demoledora, implacable, categórica, Beauvoir hace uso del lugar común –más tarde deconstruido por la crítica literaria feminista– con respecto a las mujeres escritoras, aunque les perdona esas vidas poco ambiciosas al dar cuenta del carácter histórico de su
condición y la posibilidad y necesidad de un cambio. “La mujer libre solo está en vías de nacer”, en ese momento habrá poetas y su existencia y liberación solo se producirá por una asimilación con el hombre. “Asimilarse con el hombre”, el feminismo de la diferencia dirigirá hacia ahí sus dardos. Casi en el final del texto, no se juega a vislumbrar los signos del cambio y reconoce que los vericuetos que adoptará la singularidad en la emancipación son aún imposibles de anticipar.
Por todas estas razones, la autobiografía de Simone de Beauvoir es paradigmática y tal vez no haya otro texto de vocación testimonial tan fuerte dentro del elenco amplio y universal de voces de mujeres del siglo XX. Cualquier autobiografía que se escriba actualmente no puede ser sorda a las exigencias teóricas de un género atravesado por la imposibilidad de ser abordado de una única manera, por las acechantes y variadas desfiguraciones de un yo, por la irrupción del fragmento o la multiplicidad de linealidades y planos narrativos. Es decir, por el cuestionamiento que ya es parte de una constatación teórica de que ese relato que se pretende real o fiel a un sujeto no encierra otra cosa que una verdad sostenida por una ingeniería narrativa.
No hay duda de que Beauvoir fue la escritora faro para el feminismo de los 70 y lo es hasta la actualidad, sus textos se constituyeron en un terreno de enorme productividad filosófico-política y de alta densidad para el debate y la toma de posiciones al interior del movimiento. Hasta podría afirmarse que su nombre podría estar entre los forjadores de discursividades, término que Foucault usó para referirse a Freud, Marx y Nietzsche como figuras que produjeron cuerpos de doctrinas y dieron lugar a relecturas, reformulaciones teóricas y apropiaciones diversas.
Creo que Beauvoir presenta una enorme ventaja al abrir el espacio del pensamiento feminista y construir simultáneamente una autobiografía que entrara en diálogo con ese pensamiento. En este sentido ofrece a las generaciones actuales un espectro más amplio de posibilidades interpretativas. Hacen falta autobiografías feministas y seguramente comenzarán a aparecer en estas épocas de tanto fervor por hacer del yo una evidencia de construcción narrativa en sí misma.
Entre la autobiografía y la ficción, entre la literatura y la filosofía, la reflexión filosófica y la intervención política, entre el proyecto existencialista y el menos buscado y declarado proyecto feminista que la cobijó se funda su singularidad. Un cruce que habla sobre su tiempo mientras traduce la situación también histórica de nosotras como lectoras. En esa curiosidad infinita que manifestó por el saber y por su transmisión mi recorrido actual logró toparse con la identificación perdida.