Un rayo de sol llega desde la ventana del living e ilumina las manos de Rosa que acarician la superficie de su famoso arcón, el que atesora sus recuerdos. Cartas de amor, diarios de viajes, documentos, actas, constancias, denuncias, recortes periodísticos, fotos (familiares, románticas, institucionales. De ella junto a destacadas personalidades del mundo, de momentos históricos, de su hija, sus nietos, sus bisnietos), diplomas, distinciones…
Todos aquellos honores y regalos que ya no tienen espacio en las paredes y estantes de su departamento.
Esas manos.
Esas manos que aprendieron a tejer, bordar y cocinar en la infancia campesina en su Moisés Ville natal, en la provincia de Santa Fe, la primer colonia argentina de inmigrantes judíos escapados de los pogroms de la Rusia zarista de fines del siglo XIX. Manos que pasaban con avidez las páginas de los libros, que copiaban poemas en cuadernos secretos, que manejaban las riendas del sulky de casa a la escuela rural y a la casa de los abuelos, en el pueblo. Que recibieron el título de partera en la Universidad del Litoral (hoy Universidad de Rosario) y así empezaron a trabajar en el oficio bello y mágico de bienvenir la vida al mundo.
¿Algunos recuerdos de tu infancia y juventud?
Mi familia llegó desde la ciudad rusa de Grodno a la Argentina en las postrimerías del siglo XIX, escapando de los pogroms de la Rusia zarista. Los Milstein, la familia de mi mamá, llegaron cuando ella tenía cuatro años. Pocos años antes habían llegado los Tarlovsky, la familia de mi papá, que también era un chico. Todos ellos se instalaron en la llamada Colonia de las 24 Casas, junto al pueblo de Moisés Ville (provincia de Santa Fe) que había sido fundado por el Barón Hirsch para recibir a los inmigrantes judíos que llegaban en esas condiciones. Tuvieron que aprender a trabajar la tierra y así se convirtieron en campesinos.
Cuando ellos se conocieron, mi papá tenía veinte años y mi mamá diez. Él le prometió que cuando fuera grande se casaría con ella ¡y cumplió! De los siete hijos que tuvieron, dos fallecieron siendo niños y quedamos cinco hermanas mujeres, de la cuales yo era la tercera. Hoy solo quedamos la menor de todas y yo.
Yo era una nena feliz, traviesa, curiosa, gran lectora, muy estimulada por mis padres que eran muy amorosos y preocupados por transmitirnos la cultura, la historia y las tradiciones del pueblo judío. Íbamos a la mañana a la escuela oficial y por la tarde a la escuela hebrea. Éramos una familia muy unida, una casa en la que reinaban el amor, la música, las ricas comidas y el humor.
Cuando terminé la escuela me mandaron a Rosario a estudiar obstetricia en la Universidad Nacional del Litoral (hoy Universidad Nacional de Rosario) y ahí estaba yo, muy jovencita y ya jefa del servicio del Hospital Escuela. Con la práctica de la profesión me fui dando cuenta de la emoción que me provocaba la tarea que estaba ejerciendo. La belleza de mi responsabilidad de traer vida al mundo. Trabajé un tiempo en un pueblo en Santiago del Estero y finalmente me vine a Buenos Aires, desde donde pude traer a toda mi familia a instalarse acá.
Trabajaba mucho en una clínica pero me hacía tiempo para hacer deportes en el club Hebraica. En un baile del club me reencontré con un muchacho, Benjamín Roisinblit, a quien ya había conocido antes. Yo tenía muchos “filitos” que me arrastraban el ala, pero ninguno me convencía. Empezamos a salir y nos enamoramos. Era muy romántico, muy inteligente y muy divertido. Nos casamos y un tiempo después nació Patricia Julia, nuestra única hija. Le dimos todo nuestro amor y la mejor educación. La mandamos a la Escuela Normal 8 y también a aprender inglés, pintura, danza, natación, patinaje. Ella era muy hermosa e inteligente, siempre tenía las notas más altas en el colegio y nos llenaba de satisfacciones.
Esas manos que, ya en Buenos Aires, siguieron haciendo nacer bebés, tomaron las del hombre que las invitó a bailar, las enamoró, las acarició, les puso un anillo, las llenó de besos y proyectos, las acompañó a cambiar pañales, preparar mamaderas y papillas, llevar a la niña a la escuela, a nadar, a danzar…
Esas manos que calmaron las dolencias del compañero hasta que tuvieron que enterrarlo.
Esas manos que siguieron cocinando, tejiendo, acompañando las tareas de la niña que fue creciendo hasta convertirse en una hermosa joven que ya tomaba sus decisiones, estudiaba medicina, militaba, se enamoraba, paría su propia niña, guardaba otra vida en su vientre…
Y entonces… el rayo maldito que partió la historia del país generoso que había recibido a los inmigrantes con la promesa de un futuro.
El monstruo de las mil cabezas, el terrorismo de estado, el 6 de octubre de 1978 arrebató a la niña-ya mujer, a su compañero y a la familia que habían empezado a construir. A la pequeña Mariana, de quince meses de edad, la devolvió a su familia unas horas después.
Esas manos de Rosa tuvieron que secar sus lágrimas, golpear innumerables puertas, firmar hábeas corpus, atar un pañuelo blanco sobre su cabeza para marchar en círculos alrededor de la Pirámide de la Plaza de Mayo. Y buscar y encontrar otras manos encendidas del más tremendo dolor y del más inmenso amor. Dolor y amor infinitos, interminables.
Esas manos de Rosa, estrechadas en la ronda de manos que encontró en su camino, siguieron buscando, viajando, escribiendo manifiestos-carteles-ideas, acariciando al nieto nacido en cautiverio y recuperado veinte años después. Trabajando en la búsqueda de todos los que falta encontrar, siempre, hasta el fin.
En esas manos está inscripta la historia más terrible. Como un tatuaje, indeleble.
Esas manos nunca dejaron de vivir para la vida.