Es verano. Juani abre la puerta del semipiso de la avenida Callao, en el barrio porteño de Recoleta. Camina hacia el cuarto de servicio en silencio y se pone el uniforme. Calienta agua para el café, abre la heladera y anota en un papel lo que tendrá que salir a comprar después de llevarle el desayuno a la cama a Peggy, la señora de 94 años para quien trabaja hace más de treinta.
Paola ceba mate en la casa donde trabaja y vive desde hace veinte años en Villa Ballester, un barrio de clase media del Gran Buenos Aires. Sobre la mesada de la cocina están dispuestos los muffins que acaba de hornear.
Graciela baja del ómnibus a las 18.20. Tiene 46 años, piel cobriza gestos aniñados. Está en la ruta 197, en la localidad de Pacheco, donde hay un puesto de choripanes y bebidas frescas. En este descampado hacen trasbordo a diario las 10 mil mujeres que trabajan en casas de Nordelta, una ciudad-pueblo conformada por veintitrés barrios cerrados.
Yoselin ya cocinó, ordenó y limpió los espejos en una de las ocho casas de judíos ortodoxos a las que va cada semana. Ahora son las 14 y mientras toma un licuado de banana en una bolsita de plástico, atiende su puesto de ropa en una feria del barrio de Once.
Carmen se acomoda los anteojos y se acerca a un cuadro colgado en un café de Núñez, al que llegó tras pasar la mañana en un departamento, planchando. Dice que le gustan mucho las obras de arte, que empezó a interesarse por ellas después de trabajar en casas de clase alta, donde también se acostumbró a tomar, de vez en cuando, una copa de champagne.
Elsa camina por una calle de la localidad de San Isidro en la que vive una de sus empleadoras. Va ligeramente encorvada. Tiene 64 años, los brazos firmes, ojeras profundas, el pelo corto y blanco en las raíces. Dice que no sabe qué va a hacer cuando sea vieja, como tantas de las personas que cuidó, y nadie le tenga paciencia y nadie la cuide a ella.
Libby está sentada en un pequeño cuarto-depósito a la entrada de la Escuela de Capacitación para el Personal de Servicio Doméstico en la ciudad de Buenos Aires, que sirve de aula provisoria para la primera clase de coro del año. Y canta: “Trabajamos con orgullo y con honor / damos cariño y atención cuidando al niño y al mayor / No se trata de sirvientes y patrones, ahora hablamos de empleadas y empleadores”.
Además de tener en común que son mujeres, Juani, Paola, Graciela, Yoselin, Carmen, Elsa y Libby también tienen en común las tareas que realizan para llevar dinero a sus casas: lavan la ropa, la secan al sol, cambian las sábanas, lavan los platos, llevan a los chicos al colegio, hacen las compras, planchan, doblan y guardan la ropa, pasan el plumero y la franela por los muebles del living, desengrasan los azulejos de la cocina, baldean el patio y la vereda, pasan la escobilla por el inodoro, sacan el sarro de las canillas y los pelos de la ducha, riegan las plantas, le dan el remedio al abuelo y lo cambian, pasean al perro. Les dicen muchachas, mucamas, sirvientas, siervas, criadas, shikses, las keli, las chicas que ayudan. Según la ley son trabajadoras de casas particulares.
En la Argentina más de un millón de mujeres son empleadas en hogares. Se trata de un sector laboral en el casi no hay hombres y se trata de un sector marginal: el 70 por ciento de ellas es pobre. Además, el 56 por ciento tiene entre 25 y 49 años, el 68 por ciento no terminó los estudios secundarios, el 14 por ciento llegó de algún país de América del Sur. Solo el 30 por ciento está registrada y tiene recibo legal, pese a que en 2013 se promulgó la ley 26.844, el Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares, que entre varios puntos establece licencia por maternidad, indemnización, ART y participación sindical en la negociación del salario. Hoy por hora se paga cerca de 360 pesos.
Todas hacen un trabajo esencial para la casa, para la familia, para que el sistema funcione porque son ellas las que permiten a otras personas salir a trabajar, a estudiar, a hacer lo que quieran. Sin embargo, e incluso luego de la pandemia de coronavirus que dejó en evidencia la importancia de su labor, son uno de los sectores más invisibilizados del país.
Las periodistas Camila Bretón, Carolina Cattaneo, Dolores Caviglia y Lina Vargas llevaron adelante una investigación que duró más de dos años y que incluyó unas 30 entrevistas a trabajadoras domésticas, historiadoras, sociólogas, economistas y sindicalistas, y la plasmaron en el libro “Puertas adentro”, publicado por editorial Marea en julio de 2022. Allí muestran, con testimonios en primera persona, las vivencias diarias de estas mujeres, que en promedio ganan la sexta parte que el resto de las asalariadas. En tiempos de lucha feminista en los que se logró avanzar en muchos territorios, el libro cuenta en clave de periodismo narrativo una realidad de la que poco se discute.
“Puertas adentro” es un retrato de sus rutinas, de las tareas que llevan a cabo, de las discriminaciones que sufren, de las victorias que aún no pueden reclamar y de las que sí pueden celebrar, de las complicaciones de un trabajo sin retiro, con cama adentro, de las complicaciones de tener muchos empleadores porque son muchas las casas que se limpian, por horas, de las trayectorias de vida de estas mujeres, de los sacrificios para salir adelante, de sus necesidades, de la complejidad de una tarea en la que entran en juego los vínculos afectivos con los miembros de la familia para la que trabajan, de las trabas que deben afrontar porque se trata de un empleo que no tiene fiscalización: el Estado no se mete dentro de los hogares para controlar lo que allí pasa. A lo largo de las páginas, con su voz, las empleadas domésticas cuentan sus logros y sus problemas.
Como Libby, que debió trabajar demasiadas horas por día para juntar dinero: “Mi récord fue salir de casa a las 6 de la mañana y volver a las 3 de la mañana del día siguiente. Me iba temprano a limpiar la escribanía, luego a la inmobiliaria, de ahí a la casa de la señora Bibiana, de ahí a lo de otra señora. Luego iba a atender a una cena por Las Heras. Repartía y lavaba platos. Llegaba a mi casa a la madrugada. Prácticamente me maté diez años en ese plan”. Como Paola, que más de una vez encontró dificultades para conseguir un empleo por su corta edad y por ser madre, hasta que entró a trabajar en una casa de familia donde vive junto a sus dos hijas. Como Yoselin, que tuvo que lidiar con los caprichos de cada una de sus jefas: “Trabajaba con un vestido largo, para que no me vean. Me lo dio una empleadora. ‘Ponete esto, mira que vienen mis hijos y no te pueden ver con calzas, no podés venir así, tenés que venir con mangas tres cuartos’, me decía. Como Elena, que soportó el maltrato de sus empleadores que no la dejaban comer la comida que guardaban en la heladera ni usar los cubiertos que utilizaba la familia. Como tantas más, que según Carmen trabajan pero no conocen sus derechos: “En la escuela del sindicato nos hablan de cómo encarar a nuestros jefes. Hay chicas que no saben nada, no saben qué implica, cómo se implementa, de qué manera actuar. Yo en general los aumentos no los pido. Siempre tuve la suerte de que me consideraron. Más o menos cuando la situación económica no está bien me aumentan. Pero hay veces que no te consideran y empiezan los roces porque una se siente mal, ves que la plata no te rinde y ellos cambian el auto. ¿Sabés lo que pasa? La mayoría somos jefas de familia y nos la tenemos que bancar si no conseguimos otra cosa”. Como Elsa, que además encontró apoyo: “Yo no podía trabajar porque mi nena era muy chica y lo que hice fue llevarla un año con mi mamá a Paraguay para ver si podía colocarme bien en algún trabajo. Conseguí y al año me la traje otra vez. Trabajaba con mi hija a cuestas, nunca la dejé en ningún lado. Solamente ese año y creo que no alcanzó a ser un año porque le conté a la señora de la casa y ella me pagó el pasaje de ida y vuelta para que fuera a buscarla. Me adoraba esa señora y yo también la quería mucho. Trabajé con ella hasta que mi hija cumplió nueve”.