Los libros se terminan. Tienen que terminar; en algún momento, en algún lugar. La memoria aflora, se esfuma, reaparece, se agita, se suelda, arde, recrudece. Recordar es otra cosa. A veces, el dolor lo impide. Otras, solo permite recordar jirones. Para cuando se desea o se puede recordar. Conviene tener la memoria a mano. A la memoria hay que darle de comer, sin pausa. La historia no tiene punto final”, escribe Sibila Camps casi al final de Tucumantes. Relatos para vencer al silencio (Marea Editorial).
Es ahí, precisamente, en la tensión entre la memoria y los recuerdos (retazos arrancados a un olvido inconmensurable), donde se juega este nuevo libro de periodismo de investigación. Un trabajo que se desarrolla en dos planos que se potencian entre sí: la búsqueda de las cicatrices visibles e invisibles del terrorismo de Estado en Tucumán, en su gente, en quienes lo han sufrido y en quienes llevan su impronta sin siquiera saberlo (una memoria que no puede hacerse recuerdo, un recuerdo que no se reconoce como memoria), y la crónica misma del desarrollo de la investigación, de esa búsqueda a veces frustrante y otras luminosa.
En su larga y productiva trayectoria como periodista, Sibila Camps ha establecido un vínculo particular con Tucumán. Resultado de esto son algunos de sus libros, como El sheriff. Vida y leyenda del Malevo Ferreyra (2009) y La red. La trama oculta del caso Marita Verón (2013), así como una cuantiosa serie de notas periodísticas.
Tucumán fue el laboratorio del terrorismo de Estado desde mucho antes de la instauración del Estado Terrorista el 24 de marzo de 1976. Y no sólo por el Operativo Independencia iniciado en febrero de 1975 para “combatir a la subversión” sino de manera invisible desde el desmantelamiento de los ingenios perpetrado por la dictadura de Onganía y las desapariciones de obreros azucareros que nunca volvían a sus casas, supuestas víctimas del mítico “Familiar”.
A ese Tucumán, a su gente y sus historias (silenciadas, olvidadas, no reconocidas en la Memoria), interpela Sibila Camps en Tucumantes. Busca cicatrices invisibles para visibilizarlas, bucea en historias aparentemente desconectadas del Terrorismo de Estado para mostrarlas encubriendo otras historias que muestran su ideología y sus prácticas más profundas, naturalizadas por lo cotidiano.
El punto de partida que elige es una historia que puede parecer sorprendente, casi novelesca pero cruelmente verdadera: la del ex montonero Juan Carlos Clemente, detenido-desaparecido, torturado, luego blanqueado y transformado en agente de la Policía de Tucumán. De allí fue que en 1977 sacó (robó/rescató) documentos de la represión ilegal y se los llevó a su casa. Y los ocultó durante 33 años de una manera que es la metáfora de lo que sucedió con la memoria del terror de los tucumanos: construyó una cama de mampostería y los ocultó detrás de los ladrillos, como Montresor tabica a Fortunato aún vivo detrás de la pared. Durmió siete años sobre esos documentos, esos cadáveres que podían hablar, y luego los trasladó a otro “embute”, hasta que en 2010 decidió recuperarlos y presentarlos a la Justicia.
La búsqueda de un Clemente que se escurre, que esquiva la posibilidad de ser entrevistado, se transforma en el hilo conductor, el eje de la investigación de Sibila Camps y también de la crónica con que la relata.
La periodista se sirve de ella para ir recogiendo y revelando fragmentos de otras historias que van armando el rompecabezas de un terror silenciado: la de la sierva-esclava del represor Albornoz; la de la Escuela de Famaillá donde se estudia, pero también se calla, entre las mismas paredes donde se torturaba; la de los cuatro pueblos con nombres de supuestos caídos en la lucha contra la guerrilla que los militares hicieron surgir de la nada sobre terrenos despojados a sus dueños; la de una hija de Oesterheld y una casa tomada; las de un coro de voces que dan testimonio y van construyendo imágenes del propio Clemente: traidor y/o víctima, reprimido y/o represor.
Y todo eso venciendo una barrera de silencio, un silencio que cuando se rompe sólo puede hacerlo con eufemismos o con los nombres que dejaron como impronta imborrable los represores sobre la gente de los pueblos. Personas, víctimas, que no hablan de “dictadura” sino de “la época de la subversión”, que no dicen “desaparecidos” sino “llevados”, que no dicen “militantes” o “guerrilleros” sino “fuleros”, “fules”, “extremistas”, subversivos”. Cicatrices en la lengua, dice Sibila Camps, citando a la psicoanalista Perla Sneh.
Pero pese a los silencios y los eufemismos las historias aparecen, se hacen visibles, se encarnan en palabras, se reconocen como propias aún desajustadas. Podría decirse que es la propia Sibila Camps quien, con su búsqueda, sus preguntas, sus interpelaciones crea un dispositivo – de una manera que evoca a lo freudiano – que permite hacer consciente lo inconsciente, sacar a la luz lo reprimido, hacerlo discurso, ponerlo en palabra.
Con esos recuerdos que a veces son apenas jirones, con personas que empiezan a pararse de manera diferente frente a sus propias historias, se va armando el rompecabezas del terror que desvela Tucumantes, incompleto e interminable pero inevitablemente revelador.
Sibila Camps hace de su investigación una crónica fascinante y de esa crónica también hace una investigación. Y lo hace en primera persona -una manera muy riesgosa de hacer periodismo – porque entiende que así potencia su eficacia narrativa, poniendo el cuerpo y permitiendo que se pueble, también, de esas cicatrices invisibilizadas. Para poder contarlas.
Siguiendo su ejemplo, voy a usar también la primera persona – la mía – para el final de esta nota. No pude parar de leer Tucumantes y, una vez terminada la lectura, quedé durante días atrapado por la historia que desvela. No podía salirme del libro. Porque yo también, como argentino, como periodista, como militante en la década de los ’70, me encontré buscando mis propios retazos, los de mi propia historia, interpelado por una investigación que no para de abrir interrogantes tan necesarios como difíciles de escuchar.