La celda era un dado sin cielo. Adolf Eichmann hubiese deseado rodar la noche entera, supongo, pero no fue así, porque ese 31 de mayo de 1962 la noche goteó lenta. Y probablemente él la haya pasado al borde de la cama paladeando su vino. Ese había sido el último deseo del condenado. Dos días antes, el 29 de mayo, escribió una solicitud de clemencia dirigida al presidente israelí, Reuven Rivlin, y algunas cartas a su esposa Vera y otras a sus hijos. Tuvo la intención de escribirle a su hermana Irmgard, pero a último momento sintió que ella no lo merecía. Se la imaginó en la hoguera y se vio a él mismo como un Judas en el cadalso. La diferencia era que Judas se ahorcó por decisión propia, en cambio él debía soportar las decisiones ajenas.
Hacía calor y las lagartijas estaban de festejo, eso creo, porque en Israel la mayor parte del tiempo hace calor. Tanto las estrellas como las lagartijas tenían bloqueado el paso a su celda.
Esa noche, el único habitante del dado ciego se aseguró de que nadie lo observara y –supongo, solo supongo– que se bajó en secreto los pantalones para corroborar la limpieza de sus calzoncillos. Se hubiesen reído de él al mirar nubecitas marrones después de muerto. Es sabido que a los ahorcados se los desnuda para darles sepultura. Al menos él creía que sería sepultado, como un hombre. Pero creyó mal. La realidad indica que fue quemado como un bicho cerca de un farol, sus cenizas arrojadas bien lejos de Jerusalén, en el mar Mediterráneo.
El silencio de la cárcel de Ramala era casi perturbador, supongo. Para otros, una invitación a pensar, pero él no tenía esa costumbre, pues su rutina era obedecer. Sin embargo, esa noche, sentado en el camastro, balanceando las piernas como un niño carcomido por la duda, imagino que pensó en la soga apretada, anudada a la garganta. Le resultó raro estar con la camisa desabrochada y, cuando el botón de arriba se deslizó entre sus manos, ese gesto le hizo elucubrar preguntas censuradas: ¿cómo sería quedarse asfixiado por una cuerda? Él prefirió siempre el anonimato antes que ser el primer actor ante una audiencia.
El pedido de clemencia había sido denegado y ya no le quedaba más que esperar dos horas; después vendría el esparto largo, duro y resistente para que sus piernas bailoteen en el aire ante una multitud de espectadores que lo observarían en vivo y en televisión. Eso al menos fue lo que imaginó: había visto hombres ahorcados. Lo que ignoraba hasta ese momento era que le atarían las piernas.
Tenía cincuenta y seis años. Los zapatos esperaban a un costado de la cama, ordenados en un cuadrante del piso. Un tanto cansado de aguardar el final, se levantó hasta rozar las rejas y aplaudió con ambas manos para exigir la presencia urgente de su carcelero. Lo escuchó llegar lento, arrastrando los zapatos gordos hasta pararse frente a él. Eichmann, reja de por medio, lo abordó con una pregunta indecisa. Casi tartamudeó su persistente inquietud con respecto a la distancia que mediaba entre la celda y el patíbulo. El guardia miró hacia ambos lados, se aseguró de que nadie lo viera y lo escupió certero en el rostro. Eichmann regresó humillado a su cama y se dispuso a continuar la espera; al mismo tiempo pensó que le hubiese convenido haber estado en el juicio de Núremberg. Pero a quién se le hubiera ocurrido que un comando israelí llegaría a la Argentina para secuestrarlo.
¿Estará lloviendo? Las piernas bailotearon sin otro oficio que la espera, hasta que escuchó pasos ligeros por el corredor. Eran los pasos de otro guardia. Se despidió con un largo sorbo de vino. Supuso que era la hora, que lo venían a buscar, y aprovechó para colocarse los zapatos. Pero no, era un sacerdote protestante con un Cristo espantado colgado del cuello y cayendo en el centro de sus hábitos. El reverendo William Hull entró en la celda y Eichmann lo recibió mudo. El reverendo permaneció en el centro como un domador de leones. Eichmann ni lo miró. Estaba enojado. ¿Con Dios? ¿Con el mundo? ¿Con la injusticia de los hombres? El clérigo abrió el libro en un intento por sosegar al león. El reverendo lo detuvo con la mirada y le propuso leer juntos la Biblia. Eichmann se sintió avergonzado, supongo, y se negó a hacerlo alegando que él no era cristiano y que no creía en la vida después de muerto. Tomó un sorbo más de vino ante la mirada impávida del reverendo y dijo: “¡Hasta que se rompan las copas!”. Supongo que fue una ironía o una vulgar frase dicha en tiempos felices entre bebedores. Se estudiaron antes de que el religioso llamara al guardia. No tardó en llegar. Se lo veía más joven que el anterior. Le abrió la puerta y el reverendo se esfumó dejando en el aire un tibio olor a misales. Eichmann aprovechó para preguntar, esta vez de lejos, cuál era la distancia que había entre la celda y el patíbulo.
–Cincuenta metros –afirmó el guardia con una sonrisa y cerró la puerta.
Eichmann se quedó ensimismado calculando la cantidad de pasos que abarcaban cincuenta metros. Desde niño contaba los pasos de la casa a la escuela, el hábito lo continuó de grande cuando abordó la disciplina de la oficialidad, enumeraba los pasos que distaban desde el crematorio de Auschwitz hasta el cuartel de oficiales, y en Buenos Aires contaba 525 pasos desde el descenso del colectivo hasta su casa. La última noche llegó al número 315, lo interrumpieron unos agentes israelíes. Lo alteraba cuando en el medio del conteo alguien lo llamaba. Hacer dos cosas inconexas al mismo tiempo resultaba algo que lo superaba hasta dejarlo exhausto.
Sentado en el camastro improvisó la cuenta calculando el tamaño de un paso mediano, ni pequeño temeroso ni grande y ansioso; se imaginó la caminata de un mártir dando cincuenta y ocho pasos rumbo a la gloria, un santo incomprendido recibiendo todas las flechas envenenadas por quienes se negaron a advertir que no es lo mismo ser un administrador de la muerte que un vulgar asesino. Jamás lo entenderán. Llegará un tiempo en que la historia no solo me perdonará –piensa Eichmann– sino que me cubrirá de honras. Será el día en que los pueblos comprendan que incinerar a los judíos es una prenda de paz. Supongo que se hinchó de autoelogios para después pararse enhiesto, con la mandíbula hacia adelante, como un oficial nazi decidido a recibir a sus verdugos con la mayor altanería posible.
Se me acusa de ser un genocida, pero si lo único que hice fue matar la invisibilidad de los muertos. Qué pudo haber de malo en firmar documentos y organizar los envíos de cientos de miles de personas en trenes. En tal caso me deberían acusar de haber sido un mal administrador, pero a un hombre que yerra en la contabilidad se le asigna un castigo de menos de cinco años; jamás la horca.
–El mundo se volvió loco. ¿No le parece? –dijo hablándole a las paredes de la celda.
Se sorprendió divagando solo y, justo en ese instante vergonzoso, sintió los pasos de varias personas acercándose. Tres de ellos eran guardias. Los esperó erguido, con los zapatos puestos, el mentón hacia adelante y el botón superior de la camisa abrochado. La puerta del calabozo se abrió en cámara lenta. Tuvo tiempo de beber el último sorbo de vino. Las manos de esos hombres eran gigantes. Permaneció mudo. Uno de ellos se acercó para llevar sus brazos hacia la espalda y atarlos. El otro preguntó: “¿Vamos?”. Él asintió con la cabeza y se dispuso a caminar, no sin antes contar minuciosamente los pasos. El conteo comenzó con los cuatro pasos, desde la cama hasta los barrotes, tuvo tiempo para observar la cama tendida, y el frío de un dado envenenado. Conjeturó que otro hombre lo ocuparía al día siguiente, pero abandonó ese pensamiento por el temor de olvidar los pasos dados. Había calculado que desde la celda hasta el patíbulo daría 58 pasos. Cuando dio el número cinco, se detuvo para recomponerse, siempre erguido y con la mandíbula hacia adelante. Dos de los guardias lo llevaron sujetando sus brazos; no obstante, él continuó en silencio el conteo calculando un paso de tipo mediano. Al llegar finalmente al 58, detuvo el conteo y levantó la cabeza: ahí estaba el patíbulo. Todavía restaban, aproximadamente, unos doce pasos. Los contó con el orgullo herido. Los tres guardias detuvieron su marcha para atar las piernas a la altura de los tobillos y luego las rodillas. Eichmann pidió que le aflojaran las ataduras. Los guardias lo hicieron y le preguntaron si prefería una caperuza negra. Él se resistió y finalmente observó el reloj en la pared que marcaba las once y cuarenta y cinco. Miró al auditorio, a los guardias, la soga colgando. Lo subieron al estrado y pusieron la soga alrededor de su cuello. Le preguntaron si quería decir algo. Con voz calma y monótona dijo: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré”. Supongo, solo supongo, que a los que asistieron les fue imposible olvidar ese 31 de mayo, más aún cuando observaron cómo convulsionaban las piernas del reo. Después quedó colgado largo rato, goteando, como una sábana sucia.
[…]
Todavía confuso, envuelto en esos sueños que arrastro desde siempre, miro por la ventanilla de la camioneta empapado de sudor, y observo que la rueda del Studebaker camina bordeando el infarto del precipicio. Me pregunto si el que conduce tiene buena visión. La cuesta es empinada. No lleva lentes y la resolana es fuerte. Estamos en otoño y una capa espesa de hojas secas colorea la tierra y es como si de ella saliese un humo que persiste a la altura de las rodillas. La tarde en su caída trae un rocío leve de sol. De a poco, el viento ayuda a la visibilidad despejando a medias las nubes de la cumbre. Tengo los pies helados. Me hago un ovillo. Mal dormido y mal comido, exijo al chofer que cierre la ventanilla. Lo hace a desgano y argumenta que el aire fresco le impide dormirse.
–Me dicen el Tucu –explica con el camino en los ojos y sonriendo con petulancia. Tiene los brazos grandes y las uñas sucias. Canta golpeando las manos sobre el volante.
–¿Le gusta la chacarera?
–No sé qué es.
–¿Usté es alemán? ¿Qué no? ¿Apolilla lindo? ¿Qué no? ¿Tení miedo del camino, chango?
En Alemania lo hubiese mandado a fusilar por impertinente, pero antes de matarlo, con la vejiga bien llena, hubiese orinado sobre él. Pero estoy en la Argentina. Me abstengo de contestar.
–Miravé, chango, que hasta a nosotros nos da cagazo este camino. Acá se han hecho pingo más de uno, compañero. ¿Cómo ti llamá?
–¿Yo? –desconcertado, demasiado dormido, llevo la mano con urgencia al bolsillo interior del saco, palpo la existencia de mi documento de la Policía Bonaerense número 1.378.538 y me quedo pensando cuándo y la manera en que conseguí en 1948 un certificado de identidad en la ciudad de Termeno, en el instante en que pasé a llamarme Ricardo Klement: soltero, natural de Termeno, de profesión mecánico en el norte de Italia, con un documento que tenía dos años de validez, razón por la que hui rumbo a Buenos Aires. Todo pasó tan rápido. Llegué a lo más alto y descendí a la misma velocidad. Mi padre fue amigo de Ernst Kaltenbrunner, él fue quien auspició mi ingreso al Partido Nacionalsocialista Obrero. Fui transferido a Berlín en 1934, a la sección de judíos. Mi ascenso fue vertiginoso. Para alguien como yo no resulta difícil estar y ser como el común de la gente. Catorce años después me embarqué en Génova junto a otros dos SS en el Giovanna C; en total viajábamos unos quince oficiales que escapábamos de Europa. El barco atracó en el puerto de Buenos Aires el 14 de julio de 1950, dejo escrito en mi cuaderno.
–¿Le pasa algo, don?
–No, no. Ricardo Klement –digo desafiante como para que en el resto del viaje no me vuelva a hacer preguntas. Pero no acusa mi modo.
–¿Y cómo te llaman?
–¿A mí? –pienso con orgullo en los distintos apodos con los que me bautizaron durante la guerra: “el zar de los judíos”, “el káiser de los judíos de Doppl” y hasta me llegaron a llamar “el papa de los judíos”.
–Klem, me llaman Klem.
–A mí, me dicen el “Tucu”. ¿Le gusta Tucumán, don Klem? –dice el chofer mirándome por el espejito, al mismo tiempo que introduce hojitas verdes en la boca.
–¿Qué cosa come?
–Coca. ¿Quiere?
Tiene el buche hinchado como con un flemón.
–No, gracias.
–Allá no tienen estas montañas, ¿qué no?
Hago que me duermo, pero él continúa un poco hablando para mí y otro poco para él. Mi mano vuelve al bolsillo interior del saco para acariciar el documento.
–Miravé, Klem, acá no llegan ni los burros.
No le contesto. Se da cuenta de mi silencio e insiste.
–¿Y la obra avanza?
–No sé nada, aun no llegué –digo de manera parca y agrego que la obra se llama Potrero del Clavo. Lo observo a través del espejo. Tiene la cara demacrada, un tanto amarilla y comida de barba; podría tener hepatitis, una enfermedad sumamente contagiosa.
–¿Falta mucho?
–Ahicito, nomá. Ustedes, si me permite, maestro, son churo para hacer puentes y construir los diques, pero no se metan más en guerras. –Lo escucho. Mi rúbrica es ser anónimo–. Yo lo voy a dejar unos kilómetros antes. Muy difícil llegar hasta allí. No hay caminos, don. Yo le he dicho a unos changos para que lo esperen. –En ese momento nos detiene la marcha un grupo grande de gente que llevan algo en los hombros y que ocupan el ancho del camino.
–¿Qué es eso?
–Nuestra Señora del Valle, ¿ha visto qué bonita? Morenita como estos indios. ¿Qué no?
La Virgen es pequeña y está resguardada por un receptáculo de cristal. El sonido de los bombos hace eco entre los cerros y lo acompañan algunos violines y una armónica.
–¡Mal hoyo! Espéreme aquí.
El Tucu desciende del auto y se mezcla entre la gente para dejar un beso a las paredes de cristal que preservan a la Virgen. La bovedilla es tan grande que bien podría encerrar a una persona allí dentro. A veces tambalea peligrosamente. A la Virgen la sostienen los hombros de unos ocho costaleros, todos se internan en la montaña hasta desaparecer.