Marea Editorial

La vida es bella

Sonia Budassi

Hace unos años, en uno de mis viajes para el libro La frontera imposible. Israel Palestina, visitamos el centro cultural del campo de refugiados Aida, en Belén, en los territorios palestinos ocupados de Cisjordania. Aida no es un asentamiento precario, sino una urbanización rodeada de esos muros que suelen compararse con los icónicos de la película The Wall. Nos mostraron un documental de infancias palestinas en concursos de arte y ciencia alrededor del mundo; muchos no pueden participar porque no consiguen el permiso de Israel para viajar. Vivir en un país ocupado implica, entre otras mil opresiones visibles, luchar con una realidad hiperburocratizada. En la calle, unos chicos juegan a la pelota como en tantas ciudades grandes o pequeñas de cada continente, en barrios ricos y pobres. Un niño, las orejas un poco despegadas de la cabeza y pestañas largas, parece un monigote vivaracho. Dos nenas corren habilidosas y gritan “gol” y “Messi, Messi”. Torpe, ajeno a las reglas y feliz, un nene de dos años intenta participar. Mis compañeros se suman: corren y dan toques a la pelota. Los niños aceptan a los intrusos con naturalidad. No se entiende ya qué terreno corresponde a cada equipo; los jugadores se mezclan, concentrados, divertidos, gritones, goleadores, y estremecen a la hinchada que soy; testigo de, siento, por lo menos en este instante, una auténtica comunión. El nene de dos años se para junto a mí, exhausto y contento. No entiende qué le digo pero se ríe igual.

No toda Cisjordania es un campo de refugiados, tampoco Gaza, zona que solo pude atisbar desde la frontera israelí donde hace poco se produjo la masacre terrorista de Hamas.

Narro la escena de aquellos niños como suelo mencionar la calidad de revistas como This Week in Palestine, y las universidades en cuyos campus los pañuelos de los estudiantes son verdes Hamas, y otros blancos y negros Autoridad Nacional Palestina. También suelo describir Rawabi, la primera ciudad planificada cerca de Ramallah, que se pretende polo tecnológico en marcha desde 2010. “Una contribución única a los continuos intentos del territorio por lograr la condición de Estado”, escribió este año el periodista Harry Clynch en Disruption Bank, medio londinense sobre finanzas y economía. “La ciudad, a través de su distrito comercial del centro, trata de atraer actores tecnológicos globales que inviertan en Rawabi y la economía palestina en general. Apple, la mayor del mundo, ya lo hizo.”

Los palestinos de Cisjordania pueden quedar separados de sus cultivos. Y deben pasar por requisas exhaustivas para atravesar una zona dentro de su mismo territorio; las embarazadas hacen largas filas para someterse a ellas; desde Israel dicen que encontraron bombas atadas a los cuerpos, y así se retroalimenta el yugo de la justificación binaria “libertad versus seguridad”. Los palestinos se quejan de que a veces el Ejército no les permite rezar en la mezquita de Al-Aqsa de Jerusalén, o que cierran los check points de camino a Belén y los peregrinos no pueden llegar, lo cual afecta al turismo. Mientras tanto, la ANP construyó ministerios e instituciones para cuando su Estado sea reconocido.

En general, los palestinos suelen ser mostrados solo como víctimas. Edward Said decía que representarlos así era reducirlos a sujetos pasivos. En After the Sky, un libro con fotos, el suizo Jean Mohr reflexiona sobre las imágenes estereotipadas de sus compatriotas. Allí se ven aldeanos dejando sus pueblos, rostros fulminados por la pérdida que miran a cámara, otras al vacío. Sin poder frente a quienes los registran, los palestinos, dice, no son escuchados. Casi siempre se los exhibe enojados y contados por otros. El ganador del Premio Pulitzer Richard Cramer escribió una reseña para el The New York Times: “Donde sea que los palestinos habiten, son extranjeros, nunca definidos por sus cualidades o por su propia percepción, sino por las del otro”.

ENTRE PUESTOS DE CONTROL Y PERMISOS

En Ramallah, por falta de terrenos, se suman construcciones sobre las casas originales donde conviven generaciones de la misma familia. Otras residencias de varios pisos demuestran haber sido concebidas así desde el comienzo. En el “centro”, los negocios exponen mercadería en la vereda, ropa y vajilla. Entre carteles en árabe, los hay en inglés. Diva se anuncia como “beauty shop”, y en Top Fashion encontramos las marcas Fila, Diadora y Lee. En la vidriera de una panadería, una torta con forma de pato y otra con el escudo del Club Barcelona y el logo de Nike. En los bares, hombres beben café o cerveza y fuman narguile; no se ven mujeres. En la calle hablan en voz alta, agitan las manos como si fueran latinos. Los policías fuman apoyados sobre sus patrulleros. Y otro elemento del paisaje habitual: carteles con rostros de los “detenidos administrativos”: la seguidilla de imágenes forma un dominó por toda Palestina. En una, un joven sonriente con barba de pocos días se contrapone a las que lo muestran en silla de ruedas, barbudo, esposado, ante un tribunal. “Free Samer Issawi”. Es la cotidianeidad fuera de los tiempos donde se expande e intensifica la violencia.

La ciudad de Qalqilya quizá sea la más asfixiada. El Mediterráneo, a solo 12 kilómetros, y los campos que labraban los habitantes quedaron aislados por el muro que no separa a Palestina de Israel, sino a Palestina de sí misma. Para entrar a campos familiares deben gestionarse permisos; se otorgan solamente a la persona que tiene certificado de que esa tierra es propia. Algo complicado cuando algún dueño muere. Las autoridades de la ciudad coinciden: la intención es expandir los asentamientos israelíes. Entonces pretenden que no se cultive para poder decir “no la necesitan, se las damos a los colonos”.

Dentro de la gran caja de hormigón grafiteado una se siente pequeñísima e infeliz. Cuando llueve mucho, dicen, Qalqilya se parece a una laguna. Imagino un tanque australiano que comienza a llenarse.

En el seco zoológico de Qalqilya, un grupo de niños se mecía en hamacas oxidadas. Nos preguntábamos: ¿Qué será de sus vidas en unos años? ¿Qué horizonte de sentido encontrarán para explicarse su lugar en ese mundo y la relación con sus vecinos israelíes? ¿Tendrán consuelo en un nacionalismo árabe secularizado y vaciado de la “magia de la salvación aquí, ahora o en el cielo” que promete la islamización?

En noviembre de 2023 en Gaza, pero también en Cisjordania, los cadáveres se amontonan. No hay tiempo para cumplir los rituales religiosos, pero se intenta darles, aunque sea, un reposo provisorio. No se sabe si las tumbas serán las definitivas.  Sí hay algo seguro: en unas horas, y al día siguiente, habrá alguien más, familiar, vecino o desconocido, a quien sepultar.