El 17 de octubre de 1945, desde las barriadas trabajadoras, miles de voluntades se sumaron en procesión laica hacia Plaza de Mayo para pedir la liberación de Juan Domingo Perón. Cuatro días antes el diario Crítica, dirigido por Salvadora Medina Onrubia, había titulado “Perón ya no constituye un peligro para el país”.
Desde Berisso, Lanús, Quilmes, desde Lugano y Flores avanzaron sobre la capital del país al grito de “es el pueblo”. Los sacos pasaron a las manos, los botones de las camisas se deprendieron de sus ojales, los brazos se vieron descubiertos como algunos pechos mojados por el calor y la agitación de la felicidad política. Crítica tituló “Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino tratan de intimidar a la población” y la edición se repartió en las esquinas.
Adentro del diario comenzaron las corridas. Mientras algunos cargaban revólveres, Salvadora, la única con la habilidad manual y el conocimiento técnico, comenzó a armar bombas molotov con botellitas de nafta y mechas embebidas en petróleo. Y esperaron.
Cuando los cuerpos obreros estaban sobre la avenida de Mayo, frente a la puerta de Crítica, los tiradores estaban escondidos, en alerta, vigilando desde los balcones y las ventanas. Se escuchó un disparo y luego decenas. No es claro si el fuego inicial partió desde la calle o desde el edificio. Las botellitas encendidas comenzaron a caer como luciérnagas humeantes.
Las corridas buscaban llegar a la plaza, el centro gravitacional que marca el pulso de este país, escenario de júbilo y bombardeos, de alegrías oprobiosas y reivindicaciones justas. Plaza de Mayo: el cielo cívico custodiado por una pirámide. Pero en la avanzada, un muchacho quedó tirado con un balazo en la cabeza frente a Crítica. Era Darwin Ángel Passaponti, un adolescente nacionalista que con diecisiete años se convirtió en el primer mártir del peronismo.
Salvadora y algunos empleados corrieron a la terraza. Las puertas del edificio quedaron aseguradas. Si en ellas se hubiera abierto una fisura, el fuego de la calle, la furia de los desclasados, habría teñido de humo el interior de la elegante construcción art decó. Ni el vestido, ni los tacos impidieron que Salvadora, de 51 años, saltara por los techos hasta encontrar un edificio por el que bajar sin peligro hacia Rivadavia. Se fue a su casa, donde vivía con un gato montés, a preparar la cena con los periodistas que la acompañaban.
Al día siguiente, como todos los días, fue para el diario. Quería recorrerlo para ver los restos del combate. En su despacho, que Natalio Botana ya no ocupaba porque había muerto hacía unos años, vio el plomo de una munición incrustado en la pared, diez centímetros arriba de su sillón. “La Vieja” se empezó a reír. El pedazo de metal parecía un dije. Logró sacarlo con un abrecartas y lo llevó al joyero para que se lo engarzara en una pulsera.1 Fue la transmutación ya no del plomo en oro, sino de la bala en ornamento, del peligro en el cuerpo; trofeo político.
Anclada su memoria en obreros anarquistas y socialistas, había leído como pasajera la conversión de los dos últimos años hacia una fidelidad permanente del movimiento obrero al incipiente peronismo. De lo contrario, no hubiera titulado con desdén indubitable que esos trabajadores en mangas de camisa, cansados de caminar, pero con la voluntad de la conquista no eran “auténticos”. No porque Salvadora defendiera posiciones de ricos oligarcas, sino porque vivió el ascenso de Perón como una rivalidad personal con Crítica: se disputaban la representación del pueblo.
Salvadora, que podría haber acompañado desde Crítica a Perón, nunca se pensó asociada sino encabezando. Creyó que el destino se dibujaba en el nombre y que Salvadora era para un protagónico. Y en ese punto de su vida, en su momento de mayor poder, comenzó su caída.
El Aleph gualeyo
Salvadora no es platense, La Plata como lugar de nacimiento el 23 de marzo de 1894 es solo un dato accidental. Criada en Gualeguay, si bien no tuvo patria, situó en Entre Ríos el lugar de sus memorias de infancia. Hasta ese momento, su único recuerdo de la vida en Buenos Aires fue la expulsión de la escuela por negarse a besar el anillo de un obispo. Los padres, Ildefonso Medina y Teresa Onrubia, la bautizaron Salvadora Carmen y a su hermana tres años menor, Carmen Eloísa. A las dos las llamaban por su primer nombre. Ildefonso era entrerriano, pero vivía en La Plata cuando conoció y se casó con Teresa. No es claro qué hacía.
Georgina Botana, la hija menor de Salvadora, murió en 2015 en Francia. Encontré su número en la guía telefónica parisina. “Hola, China, te llamo desde la Argentina, quiero hablar sobre tu madre”, le dije. Si con “madre” había saldado los rencores, con la “Argentina”, no. “Ay, Argentina, ¿qué querés saber?”. “En este momento tengo una pregunta muy chica, ¿qué hacía tu abuelo?”. La risa y la voz elegante de actriz de cine: “Creo que el padre de la Vieja era arquitecto, de los que estuvieron en el proyecto de construcción de La Plata”.2 Ningún registro tiene su nombre. Murió cuando sus hijas eran muy chicas y Teresa hizo las valijas para ir a Gualeguay, de donde era Ildefonso y quedaba familia.
Doña Teresa se convirtió pronto en uno de los pilares gualeyos. Española, antes de llegar a la Argentina vivía en un pueblo muy chico cerca de Cádiz. Tenía que casarse con un marino llamado Benito Pantoja, pero lo dejó plantado en el altar para escaparse con un circo y probar el nomadismo como écuyère, algo que la familia argentina descubrió tras su muerte. Amiga de la madre del escritor Carlos Mastronardi, “era una especie de Séneca a marchas forzadas”, “instantánea en la respuesta, aunque de amable modo, desconcertaba a quienes creían tener la verdad en el bolsillo”.3 Si alguien necesitaba una inyección, Teresa la aplicaba. Si alguien estaba en desgracia y necesitaba pedir al banco una moratoria, Teresa acompañaba y se encargaba de explicar. Todas las cuestiones que preocupaban a quienes conocía las hacía propias.
Mastronardi la recuerda lúcida y valiente, como movida por “cierto individualismo, a la vez altanero y estoico, que la dotaba de fuerzas para salir inmune de todos los embates”.4 Si se llevaba mal con Salvadora se debía a que no eran opuestas sino dos imanes del mismo polo, con una voluntad a la que la realidad debía rendirse. “Así, corrido el tiempo, optó por ser maestra rural en un caserío próximo a Gualeguay antes que seguir a un pariente rico que vivía en Buenos Aires, cuyas invitaciones declinó porque ‘prefería ser cabeza de ratón y no cola de león’”.5
Salvadora era compañera de escuela de un muchacho flaco que dibujaba, Juan Ortiz, a quien años después conoceríamos con una L. de Laurentino entre nombre y apellido. Aunque Juan L. era un año menor, en el pueblo chico agrupaban a los niños sin tanto rigor en el aula. Los compañeros se peleaban para guardarse sus bocetos. “Cesáreo Quirós vio los dibujos de Ortiz. Y bien sabía Quirós que cualquier pibe de cara sucia que en la escuela traza cinco rayas puede llevar escondido un artista futuro”, escribió Salvadora.6
Llegué un sábado a Gualeguay. La biblioteca que había juntado a Juan L., Salvadora, Amaro Villanueva y Carlos Mastronardi, lleva ahora el nombre de este último. Allí escribieron, se leyeron, formaron una comunidad intelectual siendo muy jóvenes. Permanece como era en aquel momento: la madera oscura de los anaqueles, el pasillo alzado con más estantes, las cortinas de madera que dan a la calle y el sol que subraya los lomos de los libros. El margen, la periferia, ese lugar no es solo un punto geográfico sino uno ético y estético. Lejos de los círculos oficiales de la literatura, del mundo comercial que edifica éxitos, Buenos Aires fue una tentación, pero también un camino de ida y vuelta.
También leían o comentaban libros en la puerta de la casa de Juan L. o, años más adelante, cuando Salvadora ya no vivía ahí, en el círculo de “Amigos de la revolución soviética”, que había fundado Juan L. y que también integraba Juan José Manauta. Allí iba Emma Barrandeguy “con sus grandes ojos buenos a flor de su iluminada cara buena”.7 Pronto organizaron la agrupación Claridad pero, según Emma, sin descuidar la literatura. Habían adherido al grupo Boedo, que editaba la revista Claridad.8 Siempre tenían material nuevo para discutir. Habían hablado con un camarero del ferrocarril y él era quien hacía de correo desde Buenos Aires.
Salvadora era pelirroja, muy hermosa. Trabajaba como maestra en la escuela de Carbó, donde daba clases Teresa. Tenía diecisiete años cuando conoció a un joven político de Paraná que estudiaba para ser abogado y le llevaba siete años, Enrique Pérez Colman. Si ya Salvadora se sentía anarquista, cuidar la virginidad como si fuera un tesoro –¿guardado para quién?– no era un problema, pero más acá de la ideología, estaba enamorada. Y tras el romance, la plusvalía amorosa: se quedó embarazada.
Enrique no estaba casado, pero decidió no decirle nada y tener el hijo sola. Si el pueblo chico sobrevive, a falta de entretenimiento, gracias al tejido simbólico de las habladurías, nadie se atrevió a meterse con la hija de Teresa, al menos no abiertamente. La vergüenza de la soltería es un problema de los otros, no propio, asunto que Emma Barrandeguy entendió cuando escuchó a sus tías decir “Señoras no, son otra cosa”. Salvadora tenía casi dieciocho años cuando nació Carlos, “Pitón”, el 20 de febrero de 1912. Antes de que dejara Gualeguay, a fines de 1913, había ensayado en El diario de Gualeguay sus primeras colaboraciones, pero ya pensaba en Buenos Aires y en “ganarse la vida” escribiendo. Enviaba desde el pueblo cuentos a Fray Mocho, que en 1918 fueron recopilados en El libro humilde y doliente.9 Se trata de postales de la miseria tomadas en los días en que fue maestra. Es un libro de juventud en el que se describe –con promesa de realidad– la vida de los niños de Gualeguay, sucios, malos, sufridos, de una pobreza expresionista y muda, en la que Salvadora busca las claves para transformar esa sensibilidad en un código de revolución social.
Ya instalada en Buenos Aires, anunció en Fray Mocho la llegada de Juan, de forma literal y espiritual “a caballo, a pie, a nado y en bote”; la fragilidad del muchacho flaco no desmiente su tenacidad ni voluntad. “Vencerá –dice la amiga–. He aquí un muchacho criollo, valeroso y temerario, que sintiéndose artista y queriendo triunfar, abandona Entre Ríos, su provincia natal, y sin más patrimonio que una delirante fe en sí mismo, se viene a Buenos Aires a vivir… ¿A vivir de qué? A vivir, ¡qué ironía!, de sus dibujos y de su poesía”.10 “Se llama Juan Ortiz. Es un muchacho triste, está solo, pero es de los que llegan”.11 Para Juan L., Salvadora fue la “hermana mayor”, la de “fuego santo”, la que cuida y no olvida.
1 La escena fue reconstruida con Gloria Machado Botana y la denuncia del diario El Líder.
2 Entrevista telefónica a Georgina Botana, 2003.
3 Carlos Mastronardi: Memorias de un provinciano, Buenos Aires,
Ediciones Culturales Argentinas, 1967, p. 40.
4 Ib.
5 Ib.
6 SMO: “A caballo, a pie, a nado y en bote”, Fray Mocho, 6 de marzo de 1914. Agradezco las conversaciones con Rodrigo Álvarez que alumbraron este apartado.
7 Juan L. Ortiz: “Gualeguay” en Obras completas, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2005, p. 472.
8 Emma Barrandeguy, citada en el hermoso artículo de Agustín Alzari: “Ese otro Ortiz: Juan L. en revista Claridad”, Orbis Tertius, vol. 15, núm. 16, 2010. Alzari también da cuenta de la coincidencia de Salvadora con Juan L. en la sección “Poemas”, del número del 26 de abril de 1930, de la revista Claridad.
9 Lucía de Leone rescató y prologó este libro y Almafuerte para la colección Las Antiguas, dirigida por Mariana Docampo, de la editorial cordobesa Buena Vista.
10 SMO: “A caballo, a pie, a nado y en bote”.
11 Ib.