Por Raj Patel*
La repostería no es todo cascadas de chocolate. Una mirada al reverso del envoltorio de tu última tableta de chocolate te dará una pista. Debajo del cacao hay una cascada de ungüentos y pociones que haría sonrojar hasta al más estrafalario empresario caramelero. La mayoría de los ingredientes de una tableta moderna de chocolate no están ahí por el sabor; se añaden para facilitar la manufactura de la tableta, el almacenamiento, el transporte y la exposición; para elevar el punto en que se derrite el chocolate, estabilizar los sabores, prevenir durante meses que los ingredientes se pudran, evitar que la tableta absorba agua y conseguir que los componentes se amalgamen bien para que no se separen en el paquete antes de que sea abierto.
Entre estos ingredientes hay uno sobre el que el lector quizá se habrá interrogado antes: la lecitina. Es un emulsionante, un aditivo que hace que las grasas y el agua se puedan mezclar. Significa que el chocolate con leche puede convertirse en algo lechoso. Sin embargo, su papel principal es industrial. Una suspensión de chocolate que contiene lecitina es más adecuada para los rigores de la producción masiva: al ser vertida a través de las diferentes máquinas en la fábrica, no vuelve a separarse en grasa y agua. La lecitina fue agregada por primera vez al proceso industrial de fabricación de chocolate en 1929; y ha sido abandonada recientemente por algunos fabricantes especializados como un aditivo innecesario. Dado que la mayoría de nosotros no podríamos permitirnos el lujo de pagar chocolate fabricado sin lecitina, de momento tenemos que soportarla.
La lecitina se extraía de las claras de los huevos, pero desde la década de los 20 proviene de otra fuente: la soja. Resulta que la soja no sólo es un ingrediente secreto del chocolate; es un componente de casi tres cuartas partes de los productos que se encuentran en los estantes del supermercado y de la mayoría de los artículos que vende la industria de comida rápida. También es un elemento clave en la alimentación animal, responsable de una importante parte de la proteína de la carne. Es el ingrediente principal de un gran número de aceites vegetales y margarinas, que a su vez suelen usarse en algún estadio de los alimentos procesados. Uno debería ser muy diligente para pasar un día sin estar en contacto con ella. Sin embargo, con raras excepciones, no es un ingrediente que se haga mucha propaganda a sí mismo. Ha llegado a ocupar un lugar clave en el sistema mundial de producción de alimentos no por su sabor, sino por la utilidad que tiene para todos excepto el consumidor. En el mejor de los casos, esto significa renunciar al control de algo que se ingiere cada día. Pero la historia más oscura, que implica destrucción ambiental, asesinatos y esclavitud, es ésta: a través del sistema moderno de producción de alimentos, porque es un monocultivo y por sus métodos de producción industrial, una de las mejores plantas de la tierra se ha convertido en una tiranía para quienes la cultivan y en un misterio para quienes la comen.
Mientras que el sistema digestivo humano rechaza la soja cruda, a los animales de granja les sienta muy bien. Por esa razón, la mayor parte de la soja de consumo humano la han comido antes los animales: el 80% de la soja producida en el mundo sirve para alimentar al ganado. Pero ni siquiera los animales comen habas de soja crudas; las consumen molidas. De hecho, apenas el 10% de la soja producida en el mundo entero se libra de ser procesada, y se dedica o bien a su utilización como semillas, o bien para usarla cruda. La mayor parte de la producción de soja del resto del mundo es prensada, aunque el “prensado” no describe realmente el proceso secreto a través del cual se exprime la soja. Las fábricas de procesamiento de soja son maquinarias agrícolas inmensas y atronadoras. Desde el almacén, la soja se transporta por una cinta de más de un kilómetro de largo hasta el centro de procesamiento, donde se seca, se muele hasta formar copos y se vuelve a secar; se pasan los copos por un solvente llamado hexano que extrae los aceites, y éstos son refinados y blanqueados para quitar el olor agrio y nocivo y para producir, entre otras cosas, lisina, lecitina, aceite vegetal y el residuo: la harina. Así pues, una vez prensada, la soja rinde dos productos muy diferentes: cuatro quintos de harina y un quinto de aceite. La harina es mayoritariamente usada como alimento para animales rico en proteínas, mientras que el aceite es el aceite vegetal más consumido en el mundo, que representa más de un cuarto del mercado mundial y del 70% de los aceites y grasas producidos y consumidos en Estados Unidos.
Una montaña de habas. A finales de la década de los 60, Estados Unidos exportaba más del 90% de las habas de soja del mundo y poco menos del 75% del aceite y de la harina. Pero eso se desplomó rápidamente. Poco después de la Ronda Kennedy (un acuerdo en el que la Unión Europea se concentraría en la producción de cereales, mientras que Estados Unidos mantendría el dominio del mercado de las semillas de aceite), el mercado cayó. En el plazo de una década, Estados Unidos cedió la primacía de la soja procesada a un país con una de las más grandes concentraciones de pobreza de la Tierra: Brasil.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Brasil siguió una trayectoria económica ortodoxa, piloteada por las ideas predominantes respecto a las necesidades económicas del desarrollo nacional. En la práctica, esto significaba la política llamada de Industrialización para sustituir las importaciones; es decir, la creación de una economía que implicaba tanto financiar el desarrollo de la industria nacional como evitar la dependencia de los suministros extranjeros, y una política comercial que protegía a la industria local de la competencia internacional. Fue una estrategia adoptada por todos los países poscoloniales del mundo, en un esfuerzo por construir rápidamente industrias similares a las de sus antiguos patrones en Europa y Estados Unidos. Brasil se sintió en la vanguardia de esta estrategia.
Como el nombre indica, era principalmente una estrategia urbana, dirigida a los gobiernos y a los inversores en las ciudades. Un símbolo de ella fue el desarrollo de Brasilia, la moderna capital de lo que fueron Los Estados Unidos de Brasil, construida en cuarenta y un meses en la poco poblada región de Planalto Central.
Hasta mediados de la década de los 60, la industria brasileña de la soja era un asunto pequeño y sencillo: el aceite se usaba en la industria alimentaria nacional y la harina de soja se utilizaba principalmente para engordar a los pollos. Aunque fue introducida en Brasil en 1822, la industria de la soja aún estaba dando sus primeros pasos en el contexto de la posguerra. La soja era considerada una mercancía muy inferior y, como grasa para cocinar, directamente rechazada. En cambio, se usaba grasa de coco, tocino o sebo. Los primeros consumidores humanos de soja en Brasil sólo la tomaron por indicación médica. La llegada de empresas extranjeras, especialmente la argentina Bunge & Born (predecesora del actual gigante Bunge), promocionó el uso de la soja, aunque sus aplicaciones eran todavía a pequeña escala y de nivel nacional. Las primeras exportaciones brasileñas de soja empezaron en 1938, cuando un emprendedor de Rio Grande do Sul envió 3 mil bushels de soja a Alemania. La guerra cerró este camino para la exportación, pero fue reabierto, lentamente, después de la victoria aliada. El boom del haba de soja surgió realmente a principios de la década de los 70, particularmente con la harina y el aceite de soja. Fue el resultado de una tormenta perfecta, una combinación del clima, las fuerzas del mercado, las decisiones políticas, el comunismo y el pescado.
La tormenta perfecta. Los primeros extranjeros que financiaron el floreciente mercado brasileño de la soja fueron japoneses. Proporcionando la financiación necesaria para crear infraestructuras y mecanismos para el procesamiento y la exportación, la intervención japonesa coincidió con una agenda nacional para la que la soja estaba bien posicionada. El gobierno militar de Brasil había buscado la manera de poder frenar el descontento rural. Las represiones violentas de las ligas campesinas lo habían logrado hasta cierto punto, pero el gobierno tenía claro que necesitaba un programa más constructivo. Al mismo tiempo, parecía que se resolverían otros problemas si se aumentaba la producción de soja. Primero estaba la necesidad de comida barata para las zonas urbanas pues había que mantener llenas las panzas de los obreros industriales. Esto implicaba la necesidad de aceites vegetales, pero también de pan. La soja era considerada útil porque podía sembrarse en la estación en la que no se plantaba el trigo, enriquecía el suelo y simultáneamente fomentaba la nutrición urbana. El cambio a la soja también generaría divisas, algo que Brasil necesitaba para pagar sus deudas internacionales. Además, supondría una alternativa al café como cultivo para la exportación, que cada vez era menos fiable como fuente de ingresos. Por último, también generaría trabajo para la gente de las zonas rurales y quitaría efervescencia a cualquier posible insurrección.
Por una serie de razones políticas, económicas, sociales y biológicas,–la dictadura militar y luego el gobierno civil apoyaron a la industria de la soja, financiaron la expansión del territorio, la capacidad de procesamiento y un corredor de exportación, y el Estado apoyó los precios de los productores. Se ofrecían préstamos para plantas procesadoras a tipos de interés negativos. Ya en el año 1977 había más capacidad para el procesamiento industrial de habas de soja de lo que se producía a nivel nacional, una brecha que se llenó al importar habas de países limítrofes e incluso de Estados Unidos. En 1979, la de Brasil representaba el 18% de la producción mundial, comparada con el 2% de apenas quince años antes. El volumen de habas de soja prensadas en Brasil pasó de menos de mil toneladas en 1970 a casi 20 millones de toneladas en 1995.
A lo largo de las décadas de 1980 y 1990, la expansión de la soja apuntó al Norte, alimentada tanto por los descubrimientos en la adaptación de la soja a nuevos suelos desarrollados en parte en universidades de Estados Unidos–como por la fuerte demanda internacional. En 1988, las condiciones del pago de los préstamos habían eliminado la posibilidad de seguir subvencionando a la industria nacional; pero, para entonces, el real brasileño devaluado había permitido a las multinacionales extranjeras, principalmente ADM, Cargill y Bunge, comprar importantes participaciones de una industria respaldada por el gobierno. Las multinacionales estaban preparadas para usar Brasil como la base desde donde conquistar el mercado mundial de la soja. El gobierno brasileño, en apoyo a los nuevos centros de poder agropecuario, promocionó un agresivo programa de liberalización del comercio agrícola. Como resultado nació Mercosur, firmado en el Tratado de Asunción, que ató a Brasil a un acuerdo comercial regional con Argentina, Paraguay y Uruguay. En la Organización Mundial del Comercio, Brasil se alineó con países agrícolas exportadores conocidos como el Grupo Cairns, que presionó para aumentar la entrada de sus materias primas en los mercados protegidos de la Unión Europea y Estados Unidos. Sin embargo, es importante señalar que la afición de Brasil por el libre comercio fue posible sólo después de enormes inversiones estatales en la industria, con el fin de protegerla. Ahora la industria está dirigida por corporaciones multinacionales que durante la crisis financiera compraron la inversión estatal a precio de saldo. Estas empresas presentan ahora sus intereses como si fuesen los de la nación.
*Profesor universitario, activista y escritor. Extraído de Obesos y famélicos. Globalización, hambre y negocios en el nuevo sistema alimentario mundial, editorial Marea.