Marea Editorial

La Noche de los Lápices en primera persona

Después de su lanzamiento en el 2020, acaba de ser reeditado La larga Noche de los Lápices, el primer libro testimonial de Emilce Moler, una de las cuatro sobrevivientes de la llamada “Noche de los Lápices”, en el que se relata el trágico episodio del año 1976 que implicó el secuestro de estudiantes secundarios de la ciudad de La Plata.

 

La autora construye todos los acontecimientos que la marcaron cuando tenía diecisiete años: su militancia estudiantil, su secuestro, el cautiverio en el Pozo de Arana, las torturas, su prisión en la cárcel de Devoto, la soledad y la voluntad de sobrevivir. 

Moler reflexiona sobre aquella época y recupera sus propios escritos de la cárcel, que dan cuenta de su juventud atravesada por el dolor y el compromiso de cambiar la realidad social.

La larga Noche de los Lápices – de la colección Historia Urgente de Editorial Marea –  constituye un relato imprescindible para mantener viva la memoria y la lucha por los derechos humanos, al tiempo que invita a pensar en toda la generación de los 70, especialmente, en aquellos adolescentes que abrazaron sus ideales, asumieron los riesgos y entregaron su vida para construir una sociedad más justa e igualitaria. 

Emilce Moler (La Plata, 1959) militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios en 1976, cuando tenía 17 años. El 16 de septiembre fue secuestrada por un comando del Ejército Argentino y estuvo detenida en la clandestinidad y en la cárcel de Devoto hasta que cumplió 20 años. Fue una de las cuatro sobrevivientes de lo que posteriormente se conoció como “La Noche de los Lápices”.

Después de recuperar su libertad, comenzó a participar en organizaciones políticas, gremiales y de derechos humanos y es denunciante activa en los juicios contra los represores. Además es doctora en Bioingeniería por la UNT, magíster en Epistemología y profesora en Matemática por la UNMP. Fue subsecretaria de Fortalecimiento Institucional del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. 

A continuación, el capítulo “Polenta con remolacha” de La Larga Noche de los Lápices: 

–Nada –le respondí al juez Reboredo.

–Le reitero: ¿En una semana que estuvo en el centro clandestino denominado Arana no le suministraron ninguna comida?

–Exacto. Me daban agua, pero mis compañeras de celda, Hilda y Ana, me previnieron que no tomara líquido después de la tortura porque me iba a hacer muy mal, por la electricidad. Después de varios días intentaron darme algo sólido. Fue el 21 de septiembre, nos sacaron a una especie de patio a varios de los presos que estábamos allí. Querían que “festejáramos” el día de la primavera. Nos hicieron sentar en el piso y nos pedían que cantáramos. Yo apenas podía sostenerme. Un guardia me trajo un té y un pedazo de manzana, pero no llegué a probarlos porque me desmayé, y cuando me desperté ya estaba en mi celda –dije en mi declaración.

–¿Y cuándo volvió a comer? –continuó el juez, a cargo del Juicio por la Verdad, en la ciudad de La Plata.

–Después de más de diez días. 

–Comé algo piba, si seguís así vas a pasar entre las rejas –me dijo el guardia que estaba de turno en el Pozo de Quilmes. El “Gordo”, como le decíamos, era uno de los guardias más humanitarios, junto con otros dos, Raúl y Beto, a quienes ser amables con no- sotras les costó su cargo. Me traía Pancután para curarme las quemaduras de los brazos que me habían hecho con cigarrillos en Arana. En cambio, “el Viejo” se ensañaba con nosotras.

– Caminá, bicho –me gritaba mientras me llevaba por el pasillo hasta el baño.

Había una letrina maloliente y una pileta de lavar honda, con agua fría. Muchas veces me aguantaba de ir con tal de no llamar al “Viejo”.

Mientras caminaba me iba pegando con el manojo de llaves en todo el camino. Y cuando me devolvía para la celda me tiraba en la cabeza un chorro de un líquido frío, de olor fuerte, penetrante, que quemaba los ojos. Así conocí la acaroína.

De a poco empecé a comer lo que me servían.

Nunca entendí por qué mezclaban polenta con remo- lacha. La traían en un bol de plástico redondo. A veces teníamos que esperar a que el guarda se fuera para comer, porque nos teníamos que sacar la venda y las tiras de las manos. Así que se enfriaba bastante, la grasa se solidificaba y se pegaba por los costados. Y si tenía la venda puesta, la podía sentir en mi paladar. Pero lo más sorprendente fue que me encantaba. A veces traían fideos, pero yo esperaba que me tocase polenta con remolacha: muy salada, con algunos pedacitos de carne con grasa. Me la comía toda, no dejaba nada en el plato. Yo que siempre había comido sin aceites, ni grasas, ni frituras, no podía creer que me gustara eso. Era un deleite.

A los pocos días de estar en Quilmes, a la madrugada, abrieron la celda. Preguntaron por mí. Me puse el gamulán que usaba de colchón, me calcé los zapatos sin cordones y, temblando, comencé a caminar. Conocía esa ceremonia: traslado, tortura, muerte. A los pocos metros un policía me sacó la venda y me desató las manos. Me dieron un espejo y un peine.

–Arreglate un poco, vas a tener visitas –me dijo el policía.

Temblaba de miedo, no sé si por lo que me podía pasar o por el rostro que acababa de ver. No me reconocí. No había peine que alcanzara. Caminamos unos pasos, me dejaron en una oficina, yo temblaba. Se abrió la puerta y apareció mi papá. Nos abrazamos. La cara de mi viejo se iba trasformando mientras me miraba.

–¿Qué te hicieron estos hijos de puta? –alcanzó a decir con voz entrecortada, mientras observaba mi cuerpo y los ojos se le llenaban de lágrimas.

–Ya estoy bien. Quedate tranquilo.

–Un subalterno me llamó y me dijo: Moler, su hija está en la Brigada de Quilmes. Si va a la madrugada, lo dejan entrar. Y nos vinimos. Mami está abajo, no la dejaron pasar. 

–¿Cómo está Fernando?

–Bien, lo vemos con muchas medidas de seguridad. 

–Decile que se vaya de La Plata, por favor, decile eso.

–No creo que me haga caso. ¿Vos cómo estás acá? –¿Me puedo ir con vos, papá? ¿Me podés llevar? –No, no, querida.

–Yo no salgo más de acá, ¿no?

–Tu vida depende de Camps y de Etchecolatz. –¿Quiénes son?

–Dos hijos de puta. Etchecolatz fue subalterno mío y le metí un sumario por chorro. Anda vociferando: “¡Que venga Moler a pedir por su hija…!”.

–¿Y qué vas a hacer? Si no querés, no vayas.

– Estoy reuniéndome con todos los que me abren las puertas, pero está difícil. Tené paciencia. Una chica, Claudia Falcone, ¿está con vos? La mamá me vino a ver por si teníamos información.

– Estuvo conmigo en Arana, pero en el traslado la bajaron antes. No está acá, debe estar en otra comisaría. Por favor, avisale a la familia de Nilda Eloy que está viva. Andá a la casa, tienen un quiosco en La Plata.

–Bueno. Mami te preparó unas comidas, espero que te las den. 

Nos abrazamos fuerte, no le quise decir que me dolían los huesos cuando me estrujaba, era un dolor que me hacía bien. Terminó la visita. Me volvieron a vendar y a esposar. Me pasaron a otra celda un poco más grande junto a Patricia y me prohibieron que dijera nada de este encuentro. Al rato apareció un guardia, con un paquete.

–Te lo manda tu viejo. 

Me saqué la venda y las esposas, abrí el paquete y apareció la tarta de jamón y queso, con la masa casera de mi mamá que me encantaba. Le pedí que les repartiera a mis otras compañeras de celdas contiguas. Me quedé con un pedazo que lo fui saboreando de a poco. Cada bocado me llevaba a mi vida de antes del infierno. Había tenido otra vida, casi lo estaba olvidando. Me fui guardando pedacitos para darme pequeños placeres en esos días, hasta juntar miguitas.

Muchas veces nos salvaban los presos comunes que estaban en planta baja y los domingos recibían visitas. Si los guardias lo permitían, nos subían algún resto de comida casera, manjar inolvidable de esos días. Pero nunca hubo nada igual a ese primer pedazo de tarta de jamón y queso. Me di el lujo de rechazar la comida por casi dos días: con eso me alcanzaba. Aunque cuando vino la polenta con remolacha, no pude decir que no. Postergué la tarta. Miraba el bol grasiento a través de la venda. Esa era mi comida ahora. ¿La tarta? Una ilusión, el afuera, lo que quizás nunca iba a tener nuevamente. Con cada bocado pensaba en mi casa, mi patio, almuerzos apurados para salir corriendo a hacer las miles de cosas truncadas…

A no ser desagradecida: ¡Bienvenida, polenta con remolacha!