“Hay que endurecer el corazón, pero sin perder la ternura jamás”, reza la leyenda que acompaña la pintura rústica de la imagen más universal del Che Guevara, en un cuadrito que alguna vez me regaló mi hija Milagros para mi cumpleaños. La pintura adorna la pared de mi estudio junto a los retratos siempre vivos de Emiliano Zapata, Pancho Villa y Enrique Angelelli, entre otros revolucionarios de corazón generoso. La frase, atribuida al revolucionario argentino-cubano asesinado a sangre fría en Bolivia, en octubre de 1967, parece un oxímoron. La experiencia histórica enseña que la lucha endurece, el imperialismo mata y la dialéctica de la opresión demanda corazones más duros que tiernos. Pero, así como no hay guerra sin ambición económica, tampoco hay utopía sin amor, ni revolución sin ternura. En su primer libro autobiográfico, “La larga noche de los lápices, Emilce Moler intenta dar(se/nos) una respuesta a éste y a otros interrogantes vinculados a su propia supervivencia al terrorismo de Estado, pero también a los ideales de la militancia, el amor por el prójimo –“La patria es el otro”- y el sentido mismo de la vida.
Emilce Moler cuenta que escribió sus memorias para dejarle un legado a sus hijos y nietos. Quería contar “su” historia, que era a su vez la historia de sus compañeres, de les estudiantes que desaparecieron para siempre la triste madrugada del 16 de septiembre de 1976. Por esos caprichos del destino, durante muchos años su nombre estuvo ausente de la historia de “La noche de los lápices”, el operativo que la patota de Camps y Etchecolatz llevó adelante para secuestrar a diez estudiantes secundarios de La Plata. El testimonio de Emilce no figura en la primera edición del libro que publicaron a mediados de 1986 María Seoane y Héctor Ruiz Núñez -que recién pudieron incorporarlo en el prólogo a la primera reedición, seis años después- ni de la película que Héctor Olivera estrenó en septiembre de ese mismo año.
Hasta mediados de los años ochenta, la historia de “la noche de los lápices” era apenas conocida en La Plata, pero tomó dimensión nacional cuando el hasta entonces único sobreviviente conocido, Pablo Díaz, declaró durante casi tres horas en el histórico juicio a las Juntas Militares. Díaz relató con detalles el tenebroso periplo padecido por él y otros estudiantes del colegio secundario que habían participado de una movilización en reclamo del boleto estudiantil gratuito. Era mayo de 1985 y pocos sabían que, además de Díaz, otros estudiantes secuestrados esa noche también habían sobrevivido, entre ellos Emilce Moler, una jovencita rubia de rostro aniñado, petisa, flaquita, frágil y tímida, que por entonces tenían 17 años y militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES).
El personaje
Cuando la historia de “La noche de los lápices” se conoció a nivel nacional, Emilce tenía 26 años. Había sobrevivido a la tortura y el encierro, había rendido libre el último año del colegio secundario -mientras ella misma estaba en “libertad vigilada”- y se había mudado a Mar del Plata junto a su familia. “La primera vez que se escuchó hablar de mi secuestro y el de mis compañeros fue en 1985 durante el Juicio a las Juntas Militares -evoca Emilce en su libro-, en el que fueron condenados a prisión perpetua Jorge Rafael Videla y Emilio Massera, mientras que otros acusados recibieron penas menores e incluso la absolución”. Recién entonces, como señala Martín Granovsky en el ajustado prólogo del libro, “el personaje le cayó encima”: Emilce era tan sobreviviente como Pablo Díaz. Nueve años atrás, la patota militar la había arrancado de su hogar para arrojarla sin piedad a los tenebrosos socavones del terrorismo de Estado. Estuvo casi cuatro meses desaparecida en los centros clandestinos “Pozo de Arana” y “Pozo de Quilmes”, hasta que la trasladaron a la Comisaría Quinta de Valentín Alsina, en Lanús, y luego a la cárcel de Villa Devoto, donde fue “blanqueada” y quedó a disposición del Poder Ejecutivo Nacional.
Emilce tenía 17 años cuando fue secuestrada. Cumplió los 18 y los 19 en Devoto, “un lugar de resistencia, un lugar horrible para cumplir años”. Cuando por fin fue liberada, se reencontró con su novio Fernando -que había perdido a su hermano, asesinado por la dictadura militar-, rindió libre el último año del secundario, se casó y se recibió de profesora de Matemática en la Universidad de Mar del Plata. Mientras estudiaba y rehacía su vida, fue madre de Mariana (1983), Pilar (1986) y Joaquín (1990). Y brindó su primer testimonio en sede judicial: “Mi padre y yo testimoniamos (…) en 1986, cuando la Cámara Federal condenó a los principales genocidas de la Policía Bonaerense, como el general Ramón Camps -quizás el máximo responsable de La Noche de los Lápices-, el comisario Miguel Etchecolatz y el médico policial Jorge Bergés, entre otros. Fueron unas pocas preguntas y respuestas, pero contundentes”.
A mediados de ese año se publicó el libro “La noche de los lápices” y en septiembre, en consonancia con el décimo aniversario de los secuestros, se estrenó la película. “Si bien la versión del libro y la película no me representaba enteramente, sobre todo por la descripción que se hace de nosotros, la memoria de mis compañeros desaparecidos y la necesidad de que la sociedad conociera lo que había pasado pudieron más; así que poco a poco me fui apropiando de esa historia, que también es la mía, y encontré mis propias formas de narrarla”, apunta Emilce. Con el tiempo aprendería a convivir con el personaje de la historia, es decir, con ella misma.
Pasarían otros trece años para que Emilce, todavía de duelo por la muerte de su padre, volviera a Tribunales. Declaró como testigo en los denominados “juicios de la verdad”, que si bien no tendrían consecuencias penales para los represores -regían por entonces las leyes de impunidad de Raúl Alfonsín y los indultos de Carlos Menem-, permitirían a los familiares de las víctimas saber que había pasado con sus seres queridos. “Fue la primera vez que describí con todos los detalles los momentos más oscuros de esa parte de mi vida”, recuerda Emilce. Y aclara: “Un testimonio no es lo mismo que una entrevista periodística: había que decir todo y así lo hice. Lloré y me abracé con los familiares, esperanzados de que en estos juicios pudieran aparecer algunas piezas más de los rompecabezas que aún intentan armar”.
Testigo en peligro
Siete años después, Emilce volvería a declarar frente a un tribunal. Fue durante el gobierno de Néstor Kirchner, que derogó las leyes de impunidad y permitió la reapertura en todo el país de los juicios por delitos de lesa humanidad. Era el año 2006 y el testimonio de Emilce fue determinante para condenar al genocida Miguel Etchecolatz a cadena perpetua. Antes de la sentencia desapareció Jorge Julio López, otro testigo clave. Fue un golpe durísimo. El terror volvió a abrazar a Emilce con sus tenazas inmarcesibles: recibió cartas intimidantes y todo tipo de amenazas. “Me pusieron custodios y luego control telefónico y botón de pánico, que aún mantengo”, recuerda. Había que convivir, otra vez, con el miedo.
Diez años después Emilce volvería a declarar, esta vez en el juicio conocido como “Circuito Camps”, que terminó con la condena de otros veintitrés genocidas. “Otros no llegaron a ir a la cárcel porque fallecieron antes de conocerse las sentencias. Había pasado demasiado tiempo para todos; incluso para los asesinos, que en su mayoría hoy pueden gozar de la prisión domiciliaria a causa de su edad avanzada y sus problemas de salud”, reflexiona Emilce. Habían pasado 37 años desde su desaparición forzada y aquella jovencita de 19 años que ni siquiera había podido terminar el colegio secundario ya era una mujer adulta, con tres hijos, varios nietos y un notable recorrido académico que incluye la obtención de una Maestría en Epistemología y un Doctorado en Bioingeniería.
Emilce Moler cuenta en su libro parte de su vida. Su selección es arbitraria y refleja sus estados de ánimo y los caprichos de su memoria: el antiperonismo endémico de su familia, la vergüenza de su padre policía, su militancia política en la UES y Montoneros, el secuestro, la tortura, la soledad, la incomprensión, la solidaridad, la insolidaridad, la pérdida de la fe. Se trata de un complejo entramado de sensaciones íntimas compartidas con los lectores en un texto de desgarradora intensidad y dolorosa ternura. Cuando salió de la cárcel, Emilce se sentía “una vieja de 20 años” que lo había perdido todo, hasta la ilusión de vivir. Temía salir a ese mundo exterior que había seguido su rutina sin problemas, sin notar siquiera que ella no estaba, que había sido injustamente confinada en el infierno. Su testimonio, sin embargo, trasluce esa mirada inocente -no ingenua- de aquella adolescente que militaba -y milita- con fervor revolucionario por un país más justo, libre y soberano.
Emilce actúa -y escribe- siempre con la misma premisa, que le permitió congraciarse con su personaje y convivir con el dolor, la culpa, la angustia y la esperanza del sobreviviente: “Cada nieto recuperado es el más claro ejemplo de que este pasado no quedó atrás. Los juicios que se han desarrollado, y por cuya continuidad aún bregamos, son el hoy. Los cuerpos ausentes de los chicos de La Noche de los Lápices, el silencio cómplice de los genocidas y evitar sus prisiones domiciliarias, es el ahora. Porque el pasado no vive en fechas estancas que nos trae el calendario, sino que vuelve todos los días cuando tomamos decisiones, elegimos, legislamos”.
A 44 años de su secuestro, Emilce debe declarar todavía en el juicio que sentará en el banquillo de los acusados a los responsables de los crímenes cometidos en los centros clandestinos de detención “Pozo de Banfield” -por donde pasaron la mayoría de sus compañeros desaparecidos- y “Pozo de Quilmes”, donde ella misma estuvo secuestrada. “La larga noche de los lápices” parece no tener fin.
Testimonio desgarrador y tierno a la vez, el libro de Emilce Moler, de un profundo humanismo, es el relato adulto de aquella adolescente frágil a la que le robaron la juventud, un relato vívido que transmite la mirada incrédula de aquella muchacha inocente que busca(ba) una explicación a esa tragedia colectiva que la tuvo y la tiene como protagonista. Esa adolescente soñadora, mujer luchadora, madre y abuela, que decidió honrar la militancia asumiendo aquel profético consejo del Che: “Hay que endurecer el corazón, pero sin perder la ternura jamás”.
El libro de Emilce Moler será presentado por la Comisión Municipal de la Memoria de Río Cuarto mañana jueves 24 a las 18,30 por la plataforma Zoom (ID: 867 7922 4994 Contraseña: 452846), con la participación virtual de la autora.