Hace exactamente medio siglo, para asombro de un medio que la miraba de reojo pero la escuchaba con respeto, una muchacha veinteañera que provenía de una familia de la alta burguesía, pero prefería no usar en público su apellido, se convirtió en la primera mujer en grabar un disco como solista en la historia del rock en la Argentina.
Aquel longplay, a su modo histórico, que se llamaba Gabriela, vino a coronar una etapa en que lideraba con sus modos finos un virtual súper grupo en que tocaban el guitarrista Edelmiro Molinari, que era por entonces su marido, el baterista Oscar Moro, el polifacético David Lebón, obligado a colgarse el bajo, y a veces Litto Nebbia en los teclados.
En 1971, sin que nadie aún la conociera como artista, ya que había vivido buena parte de su existencia fuera del país, por ser hija de un diplomático, aquella muchacha había cantado en el Buenos Aires Rock de ese año un breve repertorio, que incluía el hit “Campesina del sol”, acompañada por Molinari, Rinaldo Rafanelli en bajo, Hugo González Neira en teclados y Rodolfo García en la batería.
Por entonces, todavía vivía en la casa de su familia, los Parodi, que abandonó de madrugada para empezar su relación de convivencia con Molinari, que también la acompañó en el escenario en el paso previo a la grabación del disco: su participación en el Acusticazo, en el que compartió escenario con León Gieco, Nebbia y Raúl Porchetto, entre otros.
Aunque recién se topó con las experiencias del feminismo unos años más tarde, en su larga vida en Estados Unidos, hacia donde partió con Edelmiro en 1974, Gabriela vivió en carne propia durante muchos años la sensación de extrañeza que causaba en el público de rock una mujer empoderada, rodeada de tantos músicos importantes de la era, aunque ella fuese la más aceptada de todas sus colegas mujeres, por no decir la única.
En los años setenta las mujeres tenían un papel completamente secundario en un movimiento que se autopercibía como rebelde y transgresor, pero en realidad tenías altas dosis de machismo y paternalismo, en un panorama que recién empezó a variar con el cambio de era que significaron los años ochenta, sobre todo tras el retorno democrático, aunque arrastrando aún toneladas de prejuicios y estigmas.
Cristina Plate, que era una artista interesante del ambiente del Instituto Di Tella, apenas grabó un simple para Mandioca en 1968 y se eyectó del rock, cuya prensa la despreciaba por su trabajo de modelo, en tanto las otras mujeres que tuvieron oportunidades de destacarse lo hacían en compañía de sus parejas, o con sus apellidos, y sobre todo con un fuerte tutelaje de los varones.
Esos son los casos de la poeta Mirtha Defilpo, que era la pareja de Nebbia; de Carola Cutaia, esposa del tecladista Carlos Cutaia; de María Rosa Yorio, que se hizo famosa en el único disco de Porsugieco siendo la mujer de Charly García; y hasta de Donna Caroll, que con arreglos de su marido Oscar López Ruiz grabó un disco con la Pesada del Rock and Roll.
En su libro Brilla la luz para ellas, la periodista Romina Zanellato analiza esta historia con perspectiva de género y apunta que las pocas mujeres que por entonces alcanzaron a subir a los escenarios o grabar temas eran tratadas como objetos, o curiosidades, y muchas veces cuando la prensa especializada las registraba era para ningunearlas, el paso previo al futuro olvido.
Mi nombre es Gabriela, es la autobiografía de la pionera del rock nacional que acaba de publicar Marea Editorial. “Atravesé mi vida con demasiados apellidos, obstáculos y explicaciones constantes cada vez que me tocaba hacer algún trámite. Parodi, Parodi Cantilo, Parodi Quesada, Molinari, Marrone. Apellidos de padres, madres, abuelas, maridos. Hasta eso resignábamos las mujeres al casarnos”.
Llegó a grabar aquel mítico primer LP en un país caótico. “El miedo, la sensación de fronteras cerradas, la oscuridad, caminos que se bifurcaban, eso era Argentina en 1972”, sostiene en su libro. Desde el comienzo en los años sesenta, el movimiento de música progresiva había ido inventándose un público propio cada vez más grande y eran necesarias las nuevas voces.
El segundo de sus éxitos de entonces, una canción basada en su partida de madrugada y para siempre del templo familiar, “Voy a dejar esta casa, papá”, que tiene varias versiones interesantes de intérpretes de otras generaciones, tenía un toque conceptual a tono con “She’s Leaving Home” de The Beatles, pero sus alaridos al final parecían un homenaje a Robert Plant, el cantante de Led Zeppelin, grupo altamente influyente entonces sobre la escena argentina.
“Dentro de mi vivían dos cantantes, una salvaje, eléctrica y mandada, la otra acústica, tierna y aún adolescente”, dice ahora sobre aquella época dorada, y de libertad personal, en la que también tuvo el privilegio de grabar un tema con el grupo de jazz Sanata y Clarificación, que dirigía el prestigioso guitarrista Rodolfo Alchourrón, arreglador del primer disco de Almendra.
Gabriela registró luego temas para un segundo disco logplay argentino que nunca apareció, del que quedaron los adelantos de dos simples de 1974, hoy disponibles en las plataformas digitales, “Mamá, Mercurio ha venido a mí”, canción producida por Billy Bond en que la acompañó un seleccionado de grandes músicos y “Adiós, hombre viejo”, tema a dúo con Gieco.
Una vida que la llevó a recorrer el mundo
Aquella chica criada en el campo bonaerense, que había vivido por el trabajo de su padre en Turquía y Portugal, Brasil e Irlanda, que había vuelto a Buenos Aires para conocer la infelicidad en un colegio secundario de monjas alemanas, que luego había coincidido en París con el Mayo Francés, alternaba experiencias que iban de trabajar de voluntaria en un hospital público a desempeñarse como azafata.
El viaje rumbo a Los Ángeles, en 1974, la metió de prepo en otras realidades, más crueles: fue inmigrante ilegal, trabajó en una fábrica de camisas, de mucama en una mansión de Hollywood, de vendedora ambulante de planes fotográficos para niños, subtitulando películas habladas en ingles al castellano, en fin, se movió en el fondo de la escala social, en una etapa en que un sueldo le resultaba utópico.
Con el paso del tiempo, alrededor de Gabriela y su pareja fueron nucleándose muchos otros músicos de la diáspora argentina en Los Ángeles, de tal manera que fue normal que Gustavo Santaolalla y Gieco resultaron claves para la grabación en 1980 de su demorado y memorable segundo trabajo discográfico, el ecléctico Ubalé, que le abrió muchas puertas de músicos de primer nivel mundial.
La historia es larga: un segundo matrimonio, que continúa, con el guitarrista Pino Marrone, ex integrante de Crucis, y un largo trabajo para publicar una serie de discos de factura exquisita, como Friendships, Altas planicies, Detrás del sol, Viento rojo y Al sol, al que se sumó el regreso silencioso a la Argentina, que no es el primero, lejos ya de cualquier expectativa de estrellato.
En su momento, Detrás del sol fue elegido por Acoustic Guitar como uno de los mejores diez discos publicados durante la década del noventa y un tiempo después esa revista la homenajeó en una nota titulada World Music Divas, en que compartía el linaje de artistas del nivel de Cesaria Evora, Bassi Assad y Susana Baca.
El tiempo es veloz, y hoy luego de haberse topado con la experiencia del cáncer, y atravesado siete operaciones, de incluso haber imaginado la playlist de su propio velorio a cajón cerrado, con Joni Mitchell, Peter Gabriel y David Crosby como artistas imprescindibles en la ceremonia fúnebre, Gabriela sigue dando batallas, que incluyen contar su historia desde Buenos Aires, aunque siempre se sienta como sapo de otro pozo.
“Mi instinto me indica que mientras sigamos existiendo, solo queda agradecer este ratito más que nos toca, aprovecharlo, vivir en estado de poesía, como decía el maravilloso Aníbal Troilo”, narra hacia el final de Las mil vidas de Gabriela. Memorias de la pionera del rock argentino, que concluye así: “Estoy viva. Soy puro amor”.