Desde que decidí escribir estas reflexiones, han ocurrido muchas cosas y han tenido lugar muy graves acontecimientos. Estaba previsto que este libro viera la luz el 1 de abril del 2020. Sin embargo, en el ínterin, nos agarró la covid-19, y cuando digo «nos agarró» es que realmente lo hizo como sociedad, con nombres y apellidos de miles de personas, muchas de ellas fallecidas, otras sufriendo aún las consecuencias de la pandemia y otras, como yo, afortunadamente recuperadas. Antes de que todo esto sucediera, pensé en cuál sería el título adecuado y me encontré con que ninguno de los que me venían a la mente cuadraba con la sensación de vacío y ansiedad que me produce la situación política de España y del mundo en general. De hecho, me hallaba en una encrucijada vital: abandonar el intento o reunir fuerzas y trasladar al papel algunas reflexiones que a veces surgen a borbotones y otras vienen arrastradas y construidas durante mucho tiempo. Fue así como decidí que el título de este libro debía representar el estado actual de incertidumbre en el que vive la sociedad española en particular y la internacional en general. El título de La encrucijada se acomodaba de forma idónea al momento social y político en el que nos hallamos, y en él se encuentra todo el espectro de la izquierda política, que, en este instante, debe decidir la senda que tiene que seguir, o permanecer inerme ante los nuevos desafíos, o afrontar los cambios necesarios y buscar horizontes y espacios progresistas más amplios, a nivel nacional e internacional. En este sentido, la Internacional Progresista como iniciativa universal que cuajó en estos meses me parece idónea para esa transversalidad y versatilidad de este New Deal.
Cuando comencé a elaborar esta pequeña obra, aun viviendo tiempos revueltos, nos encontrábamos en lo que ahora podemos llamar en retrospectiva una «normalidad predecible». A punto de entrar en imprenta, ese mundo conocido con sus luces y sus muchas sombras, sus crueldades y falta de empatía sufrió un vuelco terrible con fronteras cerradas, ciudades aisladas y una sensación de ansiedad provocada por la epidemia de un virus casi desconocido, contra el que no estamos inmunizados y que ataca con especial saña –como ocurre siempre– a los más vulnerables. Y ahora, en época de retroceso de la covid-19 (al menos por el momento), nos encontramos con lo que se ha dado en llamar «nueva normalidad», que ni quien ha elegido el término sabe bien lo que significa, y a la que tenemos que dotar de contenido en una situación de estado de necesidad social, política y económica y yo diría que vital.
Debo reconocer ante todos ustedes que me gustan las películas y series (consumo muy habitual en estos tiempos de plataformas digitales) de ciencia ficción y, entre ellas las distópicas. Siempre he pensado que la imaginación humana, nótese el ejemplo de Julio Verne entre otros, es de tal fuerza y potencial que puede predecir e incluso guiarnos hacia unas realidades apenas intuidas, conocidas o imaginadas en el momento actual. Esto era así hasta que apareció el virus. La pandemia pasaría y sin duda superaríamos la emergencia, pero entonces vi que, más que nunca, el mundo se encontraba ante una nueva encrucijada, todavía mayor si cabe, porque de esta crisis se podría salir o iniciando una nueva fase de convivencia y armonía internacional –porque todos nos encontrábamos por primera vez juntos frente a un enemigo común– o haciendo estallar cualquier posibilidad de solución viable. La realidad cruel de los acontecimientos nos puso frente a nosotros mismos para decidir qué camino tomar. Volveríamos a la «normalidad» pero muchos ya intuíamos que las cosas no serían igual que antes. La voz del Papa Francisco y la del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, reclamando el alto el fuego en las guerras en curso que aún asolan el planeta, sonaban al unísono buscando paliar el doble sufrimiento de las víctimas. Guerra y pandemia juntas forman un binomio sencillamente insufrible que forzó las treguas en Siria, Yemen y Libia. Aunque dudo mucho de que esa tregua sea real y no esté encubriendo el apoyo de terceros países para recrudecer las acciones, cuando la crisis pase. Ojalá me equivoque y el buen juicio se imponga tras la pandemia, se superen los conflictos y se entierren los enfrentamientos bélicos para siempre. Pero ya sabemos que la fuerza de la industria de las armas y la carrera armamentística reaparecerán. Si tuviéramos el buen juicio que se nos presume, invertiríamos en todo aquello que la covid-19 ha demostrado que nos falta: recursos sanitarios, fortalecimiento económico de los más vulnerables, soluciones para las migraciones, hambre, pobreza... Tenemos ante nosotros la gran oportunidad de revalorizar la vida y dejar de matarnos por nuestras diferencias, por un territorio, por unos recursos naturales o por el poder de un iluminado o de unos pocos que se creen superiores, vistiendo y disfrazando esa ambición desnuda con el amor a la patria, a una revolución o a la libertad o a un Dios todopoderoso por el que merece la pena asesinar al prójimo y morir uno mismo. Si en algo debiéramos coincidir todos los seres humanos que cohabitamos este planeta es en que, seamos creyentes o no, la única revolución posible es la de potenciar y dignificar la vida por encima de las diferencias que puedan y deban manifestarse entre nosotros. Ese valor superior y común, cuya fragilidad hemos visto ahora cuando no se antepone su defensa a los demás intereses que, además de ser meramente coyunturales, atacan a ese milagro único que es la vida. Debemos, de una vez por todas, aprender a resolver nuestros conflictos con los argumentos, el diálogo, la negociación y, en último término, la justicia, pero nunca con la cruda violencia ejercida sobre el otro. Tenemos una oportunidad para hacerlo realidad. Sé que es muy difícil que se llegue más allá de esta buena voluntad, pero no por ello hay que dejar de intentarlo y volver una y otra vez a la buena senda, sobre todo ahora que nos hallamos ante un tiempo nuevo surgido de la incertidumbre, la desesperación y el dolor de una catástrofe como la que estamos viviendo.
En esta crisis, el miedo ha sido un factor que tener en cuenta, en especial por el aprovechamiento que con gran falta de prudencia realizaron determinados personajes, expertos en esparcir mentiras y exageraciones cuyo seguimiento, en su caso, sin cuestionar palabra alguna, denotó falta de confianza en las instituciones, lo que se puede traducir en una falta de credibilidad en el sistema. Un sistema en el que diferentes actores políticos creaban el ambiente en el que la acusación quedó por encima del diálogo y la descalificación se impuso por encima de cualquier otro criterio, en este caso, por encima de la salud y el respeto al dolor de aquellas familias a las que esta pandemia les arrebató a uno de los suyos. Cierto es que la crisis se remontó, se controló el temor, al menos hasta cierto punto, y quedó en el imaginario común la necesidad de solidaridad y el mirarse en el otro. A las grandes plagas suele acompañarlas siempre lo peor pero también lo mejor de nosotros mismos y ese aspecto es el que quiero destacar en este tiempo complicado de una enfermedad brutal que muchos, demasiados, no han conseguido superar.
Para nadie fue fácil. Empezando por los sanitarios que debieron enfrentar las primeras semanas sin equipos adecuados de protección. Muchos enfermaron. Algunos incluso perdieron la vida debido a que la enfermedad fue especialmente intensa en ellos a causa de la sobreexposición al virus (la carga viral según los expertos). No fue fácil ver el telediario o leer las noticias y enterarnos de que morían diariamente 200, luego 300, 500 personas, y que cada día que pasaba esa cifra no hacía más que crecer y crecer hasta llegar a más de novecientas muertes diarias en los momentos culminantes del proceso. Ha sido algo estremecedor que no ha dejado indiferente a nadie, que a ratos parecía una pesadilla o una película de terror, algo verdaderamente increíble hasta que te enteras de que ha enfermado alguien conocido, que dentro de esa cifra diaria brutal se ha ido un amigo o un personaje público querido, o hasta que uno mismo cae enfermo. Salir a los balcones a aplaudir se transformó en nuestro nuevo rito colectivo para dar ánimo, darnos ánimo y agradecer a nuestros sanitarios y a todos quienes no podían dejar sus tareas como farmacéuticos, agricultores, camioneros y dependientes de supermercados, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, la ume o incluso el Ejército sin más. Pero, también era una necesidad para compartir ese miedo a lo desconocido que nos atenazaba la garganta hasta que fuimos capaces de romper el silencio y gritar al unísono para superarlo. No solo es solidaridad, sino también, necesidad común y conciencia de a lo que nos enfrentamos, y, por ende, mayor exigencia a quienes nos representan a los que ya no se les puede permitir mas pérdida de tiempo y más confrontaciones vacías y cobardes.