Desde la cima del Monte Longdon, el conscripto Carlos Chicho Amato controla el acceso noroeste de la isla Soledad, la de mayor superficie y punto militar estratégico de las Malvinas. Al igual que el resto de la tropa argentina en el frente, Chicho se ha ido consumiendo por la falta de víveres. Hace días que lo único que ingieren es medio jarro de una sopa que no tiene ni el olor de la carne. No así los superiores, quienes siempre se quedan con las mejores raciones y acaparan latas de carne, botellas de whisky, chocolates y cigarrillos.
Movidos por la necesidad de comer, varios soldados se las han ingeniado para conseguir alimentos: buscan en las casas de los isleños que quedaron deshabitadas; se escabullen al pueblo para comprar en los comercios con los pocos pesos argentinos que tienen; le piden a los compañeros de otras secciones, compañías o regimientos; los toman de las carpas de los oficiales o suboficiales, o se lanzan a la caza de ovejas y patos. A esa altura, poco les importa ser descubiertos y castigados. No pueden pensar en otra cosa que no sea comer.
Pero la respuesta de oficiales y suboficiales frente al hambre y el agotamiento de los jóvenes conscriptos suele ser la degradación y el suplicio. Con el pretexto de castigar e intimidar a los soldados que se proveen de alimentos y, por extensión, al resto de la tropa, los atan de pies y manos, sujetándolos a estacas clavadas en el piso, y los cubren con un paño de carpa que les impide la visión. Inmovilizados sobre el fango helado, quedan expuestos a la crudeza del clima e, incluso, a los bombardeos británicos. La tortura se extiende por horas, hasta llevarlos al borde de la muerte por congelamiento. A algunos también los entierran hasta el cuello en la turba malvinera. A otros los obligan a sumergir las extremidades en charcos de agua helada.
¿Quién es el enemigo? ¿Acaso los oficiales y suboficiales no tienen la obligación de custodiar y cuidar a los soldados? ¿Cómo esperan que enfrenten a los británicos si apenas pueden mantenerse en pie? Mientras aguarda en su posición a que sean las 22.30 para relevar al soldado Ricardo Herrera en el radar, Amato vuelve a sentir que está condenado a muerte.
Cuando faltan 15 minutos para su turno, un griterío infernal irrumpe en la noche. Los alaridos de las tropas británicas se entremezclan con el estruendo de las granadas y el chisporroteo de las bengalas. Los dos paños de carpa que cubren la entrada son lo único que lo separa del exterior. Por primera vez desde que llegó a Malvinas, Chicho siente que perdió la fe. Piensa en sus padres y lo embarga el recuerdo de los rostros serios de Eugenia y Vicente, sentados a la mesa de la cocina, con los ojos pegados a la carta de convocatoria. Desde ese agujero en el infierno, se despide del mundo.
Chicho Amato es uno de los personajes centrales del intrigante Esquirlas en la memoria (Marea), escrito por Gabriela Naso y Victoria Torres, apuesta de investigación periodística en un nuevo aniversario de Malvinas. Testimonio revelador de la numerosa literatura sobre el tema, el libro se lee como una crónica de la identificación de los soldados enterrados como NN en Malvinas, más precisamente en el cementerio de Darwin, donde más de la mitad de las tumbas no habían sido reconocidas; y, a la vez, en el ritmo febril de una denuncia sobre las aberraciones y abusos que sufrieron los jóvenes soldados por parte de sus superiores, oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas. Historias, ambas, poco narradas de una de las grandes tragedias argentinas.
“Esta es la crónica nunca contada de un grupo de ex combatientes y familiares de caídos en Malvinas que se propusieron identificar a los soldados sepultados sin nombre. A más de 40 años de la guerra, todavía hay caídos sin identificar: a ellos, también se les debe la memoria, la verdad y la justicia”, escribe en el prólogo Ernesto Alonso, miembro del Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas La Plata (CECIM).
Todo se remonta a cuando, en la posguerra, los ex combatientes de Malvinas regresaron a las islas y comprobaron que más de la mitad de las tumbas del cementerio de Darwin, en donde estaban enterrados sus compañeros caídos –en total, la guerra causó 634 muertes–, no estaban identificadas: el mismo Estado terrorista que los había llevado a pelear les había negado la dignidad de una tumba. Igual que a los desaparecidos.
“Muchos cuerpos fueron enterrados por nosotros en los campos de batalla, ya en calidad de prisioneros de guerra en manos británicas, en Monte Longdon –agrega Alonso–. En una fosa común sepultamos a Donato Gramisci, Darío Ríos, Marcelo Massad, Juan Baldini, Pedro Orozco y Ricardo Herrera, entre otros. Ninguno de estos nombres aparecía en las tumbas identificadas de Darwin”.
Las Fuerzas Armadas montaron, al mismo tiempo, un plan para acallar las voces de los conscriptos y garantizar la impunidad de sus superiores. No les salió: fueron voces que no pudieron ser silenciadas. Y eso que la dictadura investigó y persiguió a los ex soldados que comenzaban a organizarse y acosó con acciones psicológicas y actividades de inteligencia a los familiares de soldados desaparecidos, que golpeaban las puertas de los cuarteles para saber dónde estaban sus seres queridos, emulando la lucha pionera de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Reconstruyendo con documentos y testimonios, el libro cuenta cómo el CECIM La Plata –conformado mayormente por un grupo de soldados sobrevivientes de la batalla de Monte Longdon del 11 de junio de 1982– y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) se propusieron identificar aquellos restos de los sepultados bajo la terrible frase “soldados argentinos sólo conocidos por Dios”. Monte Longdon había sido una de las batallas más cruentas de la guerra, en la que los soldados argentinos enfrentaron a las tropas británicas en claras condiciones de inferioridad. Al volver a pisar tierra firme, los sobrevivientes tomaron como ejemplo la búsqueda de los familiares de los detenidos desaparecidos durante la dictadura cívico-militar. Finalmente, mucho tiempo después, lograron devolverles la identidad. Vencieron además otra resistencia: la falta de colaboración del gobierno británico.
“A estas dificultades se sumó la oposición de los sectores de familiares vinculados a las Fuerzas Armadas, que exigían que se dejara a los muertos en paz, denunciando que se haría un ‘festival de huesos’. A su vez, la tensión con relación al uso del término ‘NN’ para referirse a los caídos argentinos sin identificar evidenció la disputa de sentido acerca de las muertes en el marco de la guerra”, escriben las autoras del libro, evidenciando la suma de obstáculos en la identificación de los cuerpos.
En Esquirlas en la memoria se relata cómo fue ese largo y quimérico periplo: primero, a través de un recurso de amparo presentado en la justicia federal –con el patrocinio del abogado Alejo Ramos Padilla, actual juez federal de La Plata– bajo el pedido expreso de que se garantice el derecho a la verdad y la identidad. Treinta años después de la guerra, la misma documentación fue recepcionada por el Poder Ejecutivo, durante la Presidenta de Cristina Fernández de Kirchner. El CECIM contó con el apoyo del EAAF, el Comité Internacional de la Cruz Roja y organismos de derechos humanos.
A partir de allí muchos cuerpos fueron identificados, pero a 42 años de la guerra de Malvinas hay caídos aún por identificar y familias cuyas muestras no coinciden con los restos de las tumbas exhumadas. El gobierno argentino volvió a insistir en enero y febrero de 2023 para continuar con los trabajos en el cementerio de Darwin, sin obtener una respuesta favorable por parte del Reino Unido.
“Este libro es un poco la crónica de ese camino que todavía no está cerrado al cien por ciento, porque todavía hay algunas deudas con respecto a la identificación. Son muy pocos los que han quedado sin identificar, que han estado en fosas comunes. Pero esos 121 caídos, es decir los soldados conscriptos, han podido ser identificados a lo largo de muchos años”, dice Victoria Torres, una de las autoras de Esquirlas en la memoria, en tiempos donde, según los ex combatientes, proclamar la devolución de los argentinos sepultados como ejercicio de soberanía parece ser desoído por el gobierno libertario, cuestionado por su pasividad y alarmante silencio sobre la cuestión de Malvinas.