NO TE DEJES VENCER! ¿no es maravillosa la naturaleza?
Era la impresión de una nota de internet, que sobresalía de la libreta de una chica sentada más adelante.
El título era todo lo que podía leerse desde mi asiento: dos frases conectadas caprichosamente por alguien a quien le sobra entusiasmo. O violencia. En general, estoy en contra de los signos de admiración, pero ponerlos en un título es lo mismo que escupirle la cara a alguien. ¿Y la naturaleza? La naturaleza es tan maravillosa como un tornado, una lluvia tóxica, una plaga de gusanos.
–Pero, ¿para qué querés secador de pelo?
La chica abrazaba su libreta mientras escuchaba el descargo de una de las profesoras del curso pre parto; la que andaba con una teta plástica colgada del cuello como un crucifijo y un bebé de trapo, porque daba la clase de lactancia. La verdad era que la chica se había desubicado, alzó la mano y preguntó eso: que, si en la clínica en donde tendría a su bebé, había secador. A veces pasaba –quizá era un asunto hormonal–, se lanzaban preguntas como misiles ciegos y había que cubrirse la cabeza. La otra vez, una había preguntado que si, cuando se presentaran las contracciones, su novio –cuya profesión no era la obstetricia–, podría irle midiendo la dilatación con una regla; de ese modo estarían seguros de cuándo ir al hospital. Por suerte, ante cada exabrupto, aparecía rápidamente una de las profesoras y volvía a poner todo en su sitio: estantes de conceptos perfectamente ordenados.
–Las visitas son para la criatura –decía. Una luz blanca la alumbraba desde el techo, estaba un poco sudada y la teta en el medio de su pecho le daba un aspecto grotesco, de atracción de circo. El bebé había quedado sobre el escritorio, entre vasos desechables con fonditos de café, un termo de mate, restos de yerba.
–…a nadie le importa si vos estás fea, o gorda o sucia, ¿me entendés?
Como un chorro de agua helada que te ataca en invierno.
–No tenés que competir con tu hijo.
En la cara.
–¿Sabés por qué?
Manejaba el tono de una abuela que te pasa su receta milenaria de galletas.
–Porque perdés.
No competir, ese era uno de los conceptos que rondaban en el curso. Desplazarse, ese era otro. Cuando una tiene un hijo naturalmente se desplaza para darle lugar a él. Decir naturalmente era aplicarle un efecto paliativo a la frase. No había necesidad, nadie en ese salón tenía problemas con la perspectiva de desplazarse. De hecho, casi todas las chicas manejaban discursos mucho más extremos: hablaban del parto respetado con la misma soltura con la que se acomodaban el flequillo. Los recesos, a falta de facturas, se llenaban con charlas por el estilo: calzas, cochecitos y el parto respetado. Casi todas querían que les respetaran lo mismo: el estar completamente despiertas para experimentar lo que “naturalmente” implica expulsar del cuerpo a un niño, durante las horas que dure, sin anestesia y, de ser posible, en la bañera de su casa. Sólo unas cuantas débiles nos apartábamos en un rincón a googlear en el teléfono: “peridural secuelas parálisis muerte”, y así, hasta encontrar un sitio que nos recordara que el mundo llevaba más de cien años usando ese tipo de anestesia con resultados exitosos.
Pero el highlight de éste y otros cursos era la lactancia materna, y en eso no había discusión. Todas queríamos dar la teta con la convicción de quien se juega en ello el título de madre. La receta estaba escrita en la pizarra y era la misma para todas: seis meses de teta exclusiva a libre demanda, y después comida más teta hasta los dos, tres, cuatro años, aunque en realidad no había un límite claro. La confianza en que podríamos hacerlo no tenía fisuras, y cuando se asomaba alguna se curaba con notas generosas en signos de admiración. Las notas, las puericultoras y las compañeras rezaban el mismo dogma, una y otra vez: todas las mujeres tienen leche, incluso las que no parieron.
2.
Hay una chica con el torso desnudo sentada en un sillón que alguna vez fue verde. Una de sus tetas está enchufada a una sopapa eléctrica que la ordeña. De la sopapa sale una cánula que lleva la leche de la teta a una especie de sachet adherido a la piel entre sus pechos con un trozo de cinta pegante. Del sachet sale otra cánula que –también pegada con cinta– recorre la otra teta desde arriba hasta el pezón. El pezón es de goma porque el verdadero es liso como una bola de billar, imposible de succionar. Del pezón de goma están apoyados los labios de un bebé ínfimo. La leche le entra en la boca, de a gotas, y el bebé traga.
Se llama relactación. Se hace para darle al niño la sensación de que está chupando la teta y no un sorbete. La leche del sachet puede ser la de su madre o no; en este caso lo es, pero el objetivo principal de este sistema es propiciar –aunque trucado– el contacto del bebé y la mamá al momento de alimentarlo.
Hay otra chica con el torso desnudo, muy flaquita y muy pequeña. Tiene tetas planas, pálidas; pezones enormes, rojos y agrietados. Estos pezones son verdaderos. La chica está vestida con calzas violeta, borceguíes y un piercing en la ceja. Sentado sobre su falda, tipo cowboy, mirándola a ella, hay un niño que ya va a la escuela. Llora. No come hace unas seis horas. Quiere chupar sus pezones heridos, pero a ella la están curando porque sangra.
–¿Y si le das una mamadera? –pregunto.
Ella mira a la puericultora de turno, que la está enjugando con un algodón empapado en su propia leche. La puericultora me mira a mí: tiene unos ojos azules profundísimos que hace un rato me parecían un lago de bondad. Ahora me parecen el lago Ness. Con la criatura en la superficie. Hambrienta.
–Querida –dice– la mamadera es el enemigo.
Hace una semana nació mi bebé, Vicente; y, como casi todos los bebés, bajó de peso los primeros días. Después no recuperó demasiado y la razón, según la enfermera de la clínica, es que mis pechos están muy hinchados por eso que llaman la bajada de la leche, y no le caben en la boca. Un disparate: no hay pecho lo suficientemente grande –ni pequeño– para la boca de un bebé. Un bebé no discrimina tamaños, un bebé instintivamente se prende y chupa –claro que si chupa más aire que leche, seguramente se desmotiva y toma la decisión de no chupar más. Pero para llegar a eso primero tiene que conseguir prenderse de algo semi blando que pueda maniobrar. El caso es que, en los últimos días, la leche se me sale sola y Vicente se la pierde. Duerme. Es difícil saber cuándo tiene hambre porque no llora; cuando se despierta, me mira expectante con sus ojos enormes de color incierto –aceitunas verdes aplastadas, sopa de espárragos, miel de abejas, mate cocido– intentando decirme algo que todavía no entiendo.
–Tiene hambre –me dirá la pediatra–. Vas a tener que sacarte la leche y dársela en mamadera, así estamos seguras de cuánto come –y me dará un régimen de ordeñe híper estricto, que cumpliré a rajatabla.
Pero todavía no.
Antes me entero de la guardia de lactancia de Fundalam, una conocida asociación que promueve la lactancia materna hace más de treinta años en Argentina. Queda cerca de mi casa, me tomo un taxi y voy hasta allá.
–¿Y el bebé? –me pregunta la mujer en recepción.
–No lo traje…
–¡Ja! –da un golpecito en la mesa con la mano, divertida. Levanta el auricular y me pide el teléfono del papá.
Yo espero en el hall de entrada, frente a la ventana. El día es color mostaza.
Pienso que es la primera vez que estoy sola desde el nacimiento de Vicente. Miro mis brazos flojos, apoyados en las piernas, y el cuerpo entero tomado por una sensación brutal de fragilidad.
Tengo tanto sueño.
Entrado el otoño, los días pasan de ser amarillentos a ser sucios. El efecto sobre las habitaciones es como si la luz que viene de afuera atravesara vidrios llenos de polvo. Los vidrios de este lugar están impecables, también los sillones y el piso y los delantales de las puericultoras, que entran y salen de la habitación donde atienden a las mamás. De todos modos, parece sucio. No sólo por la luz sepia de la calle, sino por el olor. Al cabo de unos minutos descubro de dónde viene. Las manos de las puericultoras, enfundadas en guantes de plástico, están constantemente maniobrando tetas de las que brota leche. Debe haber algo en esa combinación –leche + plástico– que genera ese olor. Mi propia leche no huele así. En general, no huele a nada; a veces sí, a leche. Hace unos días le pregunté a tres amigas que también amamantaron: dos de ellas me dijeron que su leche tampoco tenía olor, la tercera me dijo que sí, pero sólo cuando se ponía protectores en el corpiño. Ahí está. Ese es el olor: leche abombada, estancada en material sintético.
Afuera, un hombre se despide de una chica y su bebé: lo trae guardado en una bolsa canguro. Ella va a la recepción y dice que es su primera visita, explica su problema.
Esta será la primera vez que escuche la expresión pezón bola de billar, y el término relactación. Será la primera vez que vea una pezonera.
–Mi bebé no se prende –dice–, de un pecho me sale poco y del otro nada –la chica se echa a llorar, abraza la bolsa canguro.
Más tarde, quizá mañana, pensaré que esa frase tendría que estar conectada de otra forma; si así fuera, la sola formulación le ahorraría a la chica una importante cuota de angustia: “Mi bebé no se prende porque de una teta me sale poca leche y de la otra no me sale nada”. Son causa y consecuencia, pero la puericultora jamás lo aceptará. La puericultora le dirá: “tenés una producción bárbara”. Lo mismo le dirá a la flaquita del piercing.
El único libro de embarazo que leí en mi vida, no fue durante el mío. Se llamaba Nueve Lunas y era bellísimo, y no tenía nada que ver con este momento. Como tanta gente me advirtió que el nacimiento de un hijo coincidía con el ocaso de la lectura, en los meses pasados me dediqué a consumir literatura con voracidad. Ahora pienso que si en vez de eso hubiera leído sobre lactancia, me sentiría menos perdida.
La lactancia materna, a priori, es un terreno lleno de máximas flojas y fotos edulcoradas que se articulan con el prejuicio: todo el mundo lo hace, cómo no voy a poder hacerlo yo. Cuesta imaginar que, para aprender a dar la teta, uno necesite juntar bibliografía. Los primeros días después de parir funcionan más o menos del mismo modo; aterrizas, torpe, en un universo que sospechas, pero desconoces, y sólo cuando estás ahí, envuelto en una nube espesa de preguntas, empiezas a dudar de tu capacidad para encontrar las respuestas. En estos primeros días, extraño a las profesoras del curso pre parto con sus verdades absolutas:
–Todos los bebés son azules –había dicho una, una vez, y automáticamente todas nos miramos la panza evocando la misma imagen: un bebé azul. No es algo que suceda con frecuencia: esa identificación axiomática y colectiva produce el mismo efecto narcótico que las religiones.
Después llega la duda, como un puñetazo en la mandíbula.
–Hey –tocan en la ventana. Es el papá de Vicente abrazado al huevito que lo contiene. Vinieron rápido. Se abrigaron para atravesar este día frío y amarillento. El papá de Vicente me saluda desde afuera, me alivia tanto que esté acá. Para quebrarme, pienso, basta que sople un viento. Y es lo que ocurre cuando se abre la puerta. Con el viento entran ellos, empañados por mis lágrimas puérperas, inexplicables. Minutos después, Vicente y yo estamos instalados en la habitación de las ventanas.
–Tenés una producción bárbara –me dice Delfi, la puericultora de las mañanas. Y me presiona los pechos con las manos enguantadas, para ablandarlos; luego pone a Vicente para que chupe y luego vuelve a presionar. La leche que sobra la envasa en bolsitas y me indica que, por esta vez, se la puedo dar en casa con un gotero.
3.
Una guardia de lactancia es un lugar al que acuden las madres con intención de amamantar para ser guiadas. Entre las razones más comunes por las que se visita a una guardia de lactancia están las mencionadas: el bebé no se prende, no me sale suficiente leche, tengo los pezones en carne viva porque el nene me mordió y, por lo tanto, cuando succiona –o intenta hacerlo–, veo al diablo.
En todo el mundo existen organizaciones dedicadas a promover la lactancia materna. La más extendida debe ser La liga de la leche, fundada en 1956 por siete madres católicas de Illinois –la liga de la Leche, en inglés, se llama La Leche League porque la palabra breast (de breastfeeding) se consideraba inapropiada en el entorno de las siete fundadoras. La organización se extendió rápidamente, y en 1964 se convirtió en La Leche League International, con grupos en varios países. Hoy está claro que la lactancia materna es un asunto prioritario en la agenda de salud de la mayoría de países del mundo. Dar la teta se ha convertido en una enorme cruzada progresista, una militancia, un dogma religioso: todo junto. Hace veintidós años que existe la semana mundial de la lactancia materna, creada por la OMS y UNICEF. Se hace entre el 1 al 7 de agosto, cuando se cumple el aniversario de la Declaración de Innocenti, un documento que contiene una serie de postulados que buscan fomentar la lactancia materna. La organización encargada de esta semana se llama la WABA (World Alliance for Breastfeeding Action), y cada año elige un lema y escribe un manifiesto que se lee públicamente. En Buenos Aires se organizó una movida en Plaza Italia. Hubo carpas, actividades al aire libre, charlas abiertas, yoga, canciones a capella y topless.
El lema del 2014 fue ¡un triunfo para toda la vida! Así, con admiraciones.
–¿Sabés qué pasa? Que todas estas chicas son hijas de mujeres que quisieron salir a trabajar, en vez de quedarse en la casa criando a los hijos. Entonces están resentidas, quieren demostrarle a sus madres que lo hicieron todo mal.
Mi suegra pertenece a la generación de madres que describe, y está preocupada. Le parece que yo puedo ser una de esas hijas resentidas. Empecé a ordeñarme cada hora –una teta por vez–, pero no me sale la cantidad de leche que la pediatra me indicó. Ahora me ordeño cada cuarenta minutos –de ambas– y tampoco. Además, esta semana estuve todos los días en la guardia de lactancia de Fundalam, donde me retaron por darle al bebé mi leche envasada en una mamadera. Todavía es mi leche, pero el envase nos perjudica. En Fundalam me dicen que debo “ofrecerle el pecho a demanda”, que él tomará lo que salga y que eso será suficiente. Pero no será suficiente, les digo, y explico lo del peso, la pediatra fue clara: para engordar tiene que tomar 80 ml cada vez, a mí me salen 60, con suerte. Si no toma lo que tiene que tomar, no engorda lo que tiene que engordar. Un niño subalimentado es un niño desnutrido. Un niño desnutrido es un niño enfermo.
–Nada que ver –Delfi, de ademanes delicados, pero firmes, me recuerda a mis profesoras del colegio–, vos ponelo en la teta todo el día, a toda hora –fui a un colegio del Opus Dei–, que él va a estar bien.
Todo el día a toda hora es una tarea imposible, pero una frase literal. Yo le hago caso, y también a la pediatra. Mientras hablo con Delfi, tengo a Vicente pegado en la teta: él succiona y para, succiona y vuelve parar. Me parece que se cansa. Cada vez que lo hace trato de calcular cuánto tomó, y me vuelve loca no saberlo.
–La teta tendría que ser transparente –le digo a Delfi, que se ríe. Luego agarra la cabecita de mi bebé como si fuera un muñeco y lo presiona contra mi pecho. Él se aparta y la mira fijo. Tiene ojos de manga japonés.
–Vamos, Vicente –le dice Delfi–, ¡a trabajar!
Pobre. No tiene un mes. No quiero que trabaje.
Si no fuera ya muy tarde en mi vida, querría construir una fortuna para que viviera de rentas.
Conozco a una chica que tuvo a su bebé seis días después que yo. Es amiga de mi novio y vivimos un embarazo en paralelo. Ella y su novio tienen posiciones tomadas sobre muchas cosas. La alimentación, por ejemplo. Hacen parte de ese grupo de personas, cada vez más numeroso, que considera a la vaca un reservorio de veneno. Hace muchos años que toman leche de almendras cada mañana. Cuando el bebé pida Nesquick, ya lo tienen pensado, lo reemplazarán con cacao orgánico. Buscaron a un pediatra homeópata porque pensaban incorporar al nene a su sistema de alimentación que es, de muchas maneras, su sistema de vida. Esta chica, por supuesto, quería darle la teta al nene hasta que él supiera decir “basta, por favor”. Hace unos días me enteré de que su bebé estaba muy flaquito porque ella no estaba produciendo leche. Contrató una puericultora que va a su casa. Se ordeñó cada hora, cada cuarenta minutos, cada cinco. Nada. Ayer le mandó a mi novio una foto con un paquete de Nutrilón, la fórmula más famosa en Argentina. Está viviendo un duelo.
La verdad, me dio pena y me dio de envidia. Si no te sale nada, recurres a la fórmula porque no tienes opción ¿quién puede culparte? Si tu problema es que no te sale suficiente, insistes hasta que lo sea. Yo estoy todo el tiempo en función de producir leche, lo que, paradójicamente, hace que produzca menos, porque casi no duermo. Todos los manuales recomiendan estar tranquila, cómoda y descansada al momento de amamantar; algunos recomiendan instalarse un rato antes bajo la ducha caliente, tomar té de hinojo, comer almendras, avellanas, hacer yoga, darse masajes. Nadie explica cuándo. Si resultas no ser una gran productora de leche y decides trabajar eficientemente para revertirlo, ese será el único trabajo que podrás hacer. ¿Y quién puede permitirse eso? Muy pocas mujeres. Además –contando con que tus niveles hormonales estén bien y la extracción de la leche sea la adecuada–, estarás obligada a sentirte feliz y complacida, porque el ánimo también influye en la producción. Eso me explica Delfi ahora:
–Mirá esa chica, ¿vos la ves angustiada, preocupada, triste? –me muestra el cuadro de una mujer amamantando que cuelga de la pared de la habitación.
–Es un dibujo –le digo.
–Amamantar debe ser algo placentero.
–Quizá no es lo mismo para todas las mujeres.
Mujeres. Todos estos días, además de ordeñarme, he estado pensando en mujeres. Mujeres a las que les brotan cataratas de leche por los pechos y mujeres a las que no. Pienso que si en ese inmenso conjunto se diera la intersección probable de no tener suficiente leche ni suficiente tiempo ni suficiente plata, esa mujer estaría frente a una circunstancia trágica. Desde un lugar alterado, pero cierto, empiezo a ver algunas deficiencias estructurales del sistema. Durante los tres primeros años de vida se desarrolla el 80% del cerebro; para que el cerebro de un niño se desarrolle bien es esencial que ese niño esté físicamente sano, o sea bien alimentado. O sea, que a un niño que no toma suficiente leche en sus primeros meses de nacido, el cerebro no se le desarrollará bien. O sea, que un adulto con deficiencias, en algunos casos, podría haberse evitado dándole unas cuantas mamaderas a tiempo.
Sigamos con la hipótesis: no tienes suficiente leche y además eres pobre, pero trabajas para paliar un poco esa condición, por lo tanto, tampoco tienes el tiempo que se requiere para practicar el dispendioso proceso de relactación. Entonces, ¿qué toma tu bebé?
El Plan Médico Obligatorio (PMO) que define el Estado argentino con relación al recién nacido dice que “a fin de estimular la lactancia materna no se cubrirán las leches maternizadas o de otro tipo, salvo expresa indicación médica, con evaluación de la auditoría médica”.
En serio, ¿qué toma?
Una amiga que no pudo amamantar por un problema hormonal que se venía tratando hacía mucho, me cuenta que la auditoría médica llegó cuando la nena había cumplido el año. Si mi amiga no hubiera tenido dinero para comprarle leche suplementaria, es probable que el desarrollo cerebral de su hija se hubiese visto comprometido. A ella nunca le reembolsaron el dinero que gastó en alimentarla, pero tampoco insistió. “¿Por qué?” le pregunto, y me contesta algo que a esta altura ya debería tener claro: “¿en qué tiempo?”.
A veces, la diferencia entre un bebé subalimentado y un bebé sano es el sueldo de sus padres. La economía, como siempre, dividiendo las aguas. Pero otras veces, esa diferencia está dada por la ideología; me aterra hasta qué punto algunas puericultoras –y los organismos que las agrupan, las políticas que las respaldan– empujan a las madres a tensar el límite.
Ayer Delfi me habló del caso de una mujer que adoptó un niño y pudo amamantarlo. Esa historia la oí mil veces, porque recorrió el mundo: la mujer se llama África, pero vive en Europa, y durante cinco meses se sometió a un riguroso proceso de inducción –ordeñarse hasta que salga–, asesorada por especialistas.
–Confiá en tu cuerpo –me dice Delfi.
–¿Qué significa eso? –necesito que elabore, agoté mi capacidad para descifrar slogans.
–Eso mismo –me dice.
Vicente se cansa de chupar y cierra los ojos.
Miro el saloncito otoñal en el que las voluntarias de Fundalam me recibieron esta semana. Descubrí que cerca del mediodía no viene nadie. Entonces pensé que era una ventaja, pero ahora me gustaría ver alguna teta amiga conectada al saca leche, escuchar otra historia de pezones mordidos. Delfi va a buscar bolsitas para que me lleve a casa –bolsitas de plástico. Su delantal tiene volantes que saltan cuando camina. Me deprimo, como si hubiese estado horas mirando marionetas. Me digo que seguramente algunos cambios sociales habrán sido posibles desde posturas fundamentalistas, pero no consigo recordar ninguno. Es la falta de sueño: liquida neuronas.
–La naturaleza es sabia –dice Delfi, que regresa con mis bolsitas y un gotero, a su pesar.
Meto a Vicente en el huevito, me levanto.
–La naturaleza mata gente –doy las gracias y me despido.
4.
Mi novio alza a Vicente y lo zarandea mientras suena una canción. Siempre es distinta, la elige en supuesta complicidad con él: hoy Vicente quiere rock inglés de los noventa. Ok. Hoy Vicente quiere pop basura. Así. La lúdica es su parte del trabajo: lo hace entre teta y teta, o mientras yo me ordeño, o miro los foros virtuales de lactancia, o escucho los consejos de Tere.
Tere es un nuevo personaje. Es la puericultora de una amiga y quiso venir a echarme una mano –una mano con sus justos honorarios. Ya no voy a Fundalam. Tere es más joven que Delfi y menos estricta. Me cae bien, salvo por la frecuencia entusiasta que maneja. Si me saco 40 ml aplaude, si me saco 60 pega un salto; con 80 se desmaya de emoción. Le digo que no hace falta que me felicite cada vez que hago los deberes. No me entiende. Su tono entusiasta es el mismo de las notas que descubro en internet, de los foros y hasta de los folletos informativos. Me pregunto cuándo fue que las admiraciones pasaron a ser signos tan baratos. En realidad creo que son perversos, son la hostilidad solapada.
Lo de los foros no tiene techo: galpones de sabiduría desaliñada.
Una mujer pide consejos para que le salga más leche, dice que ha tenido que recurrir a la fórmula, pero que no querría dejar de amamantar. Podría ser yo. O mi amiga Malena. O Carolina, o María Eva. Pero es una que se firma “Angustiada”. Las respuestas la “animan” a abandonar la fórmula inmediatamente. A ser valiente y no benevolente. A demostrarle a su bebé que lo quiere de verdad. A tomar mucho líquido. A ignorar a todo aquel que le diga que su leche no alcanza, o que no es buena. A fortalecer el vínculo, en vez de debilitarlo. A buscar un grupo de apoyo de la Liga de la Leche en su ciudad. A que si se quiere se puede. El cuerpo es noble y perdona –dispara una que se firma “15 meses de lactancia natural”– ¡No te dejes vencer!
Una tarde estoy hablando con mi madre por teléfono, vino para el parto, pero ya se volvió a Colombia. No tiene muchas opiniones sobre todo esto, calculo que le parece natural que insista y me esfuerce. Es lo que hacen las madres. Es lo que ella piensa que yo pienso que hacen las madres, supongo. ¿Qué piensa ella? No pregunto. Ella, en cambio, me pregunta quién es Tere, qué es lo que hace exactamente. Le explico y, de paso, me lo vuelvo a explicar a mí misma:
–Es alguien capacitado para acompañar a la mamá y al bebé desde el embarazo, el parto y los primeros años de crianza…
Pienso: una combinación entre enfermera, asistente terapéutica y madre sustituta. De pronto, la perspectiva de verme acompañada por Tere durante años –o meses, o días– me aterra.
–Así era antes.
–¿Antes de qué?
–En el tiempo de las abuelas. Antes las mujeres nunca estaban solas con sus bebés, tenían más ayuda.
Ahí está. De eso se trata casi todo últimamente. Desde la lactancia materna hasta la nueva fantasía gay de casarse de blanco, adoptar críos y mascotas, y formar familia en el suburbio, pareciera que las nuevas generaciones buscan furiosamente matar a sus padres, sus batallas y conquistas, para volver a parecerse a sus abuelos.
–Mi madre siempre quiso estudiar, independizarse, pero no se estilaba en su época –mi suegra me mira a mí, pero le habla a Tere–: había que quedarse en la casa con los hijos. Entonces cuando yo tuve a los míos, ella fue la primera que me dijo: andá a trabajar, no te quedes en la casa, yo te cuido a los pibes.
Mi suegra es abogada, trabajó toda su vida y, como tantas otras madres de su generación, le dio a sus hijos leche de fórmula.
–La teta no alcanzaba. Yo llegaba a la noche de la oficina y los bañaba –como tantas otras madres de su generación, contrató niñeras–; después les daba una mamadera con Nestum, bien cargadita, y dormían hasta el día siguiente.
Tere frunce la cara, como si acabaran de tirarle ácido. Se cruza de brazos y mira el aire, concentrada. A la espera de moscas. Evaluando qué decir.
Según la OMS, a lo largo del siglo veinte se realiza “el mayor experimento a gran escala en una especie animal”: a los humanos se les cambia su forma de alimentación inicial y los niños pasan a ser alimentados con leche modificada de una especie distinta.
La vaca: nuestro gran enemigo.
Un día le pregunto a la pediatra por qué tanto prurito con la leche de fórmula y me dice que ningún prurito: el 90% de los chicos en la Argentina la toman. El problema, dice después, es que las vacas argentinas tienen hormonas. ¿Y qué vacas no tienen? Alza los hombros: que las de Holanda, quizá. Y que a lo mejor se pueda encargar leche de Holanda. O que quizá se consiga en Uruguay. O, si algún amigo viaja… Pero que después, cuando el nene coma, vamos a tener el mismo problema con el queso, ni hablar del pollo. Y –ya no por las hormonas, sino por otro tipo de venenos– con el trigo y la soja y las verduras y, en general, todo lo que salga de la tierra.
–Dormían de pesadez, no de sueño –dice Tere, por fin, mirándome.
Soy una suerte de canal por el que transita su conversación. Un desvío silencioso y complaciente.
–Pero dormían –contesta mi suegra.
A partir de los ochenta empezaron a tener más visibilidad las campañas y políticas a favor de la lactancia materna, en vista de que cada vez más mujeres elegían no hacerlo. Ahora, como los cigarrillos, los envases de leche de fórmula deben tener una leyenda universal, en mayúscula y negrita:
AVISO IMPORTANTE:
LA LECHE MATERNA ES EL MEJOR ALIMENTO PARA EL LACTANTE
–¿A qué costo? –insiste Tere– Esas leches les destruyen la pancita.
–Todos los niños las toman.
–Y así les va.
–A mí no me salieron tan mal.
Hoy Vicente tiene: a) un mes de nacido; b) un abrigo nuevo con orejas de oso.
Hoy Tere está nerviosa porque en un rato me voy a la pediatra, y no quiere que perdamos.
–¿Perdamos qué? –después de pasearme por los foros de internet, tiendo a impacientarme con facilidad. Tere culpa a las hormonas. Las mías.
Estamos en el comedor tomando té de hinojo. Al fondo, en el living, están Vicente, su papá y un disco de Miranda!
–¿A qué hora es el turno? –pregunta Tere, pero no le contesto. Me pierdo en el baile, extraño y feliz, de los chicos. Vicente hace sonidos que podrían ser risas. O gorgojos de un pajarito. Tengo la sensación de que me estoy quedando afuera de algo. Algo que me importa más que amamantar, y que parece tanto más divertido.
–Tranquila –Tere toca mi mano– vamos ganando.
La balanza del consultorio dice que Vicente subió lo estricto. En realidad, le faltaron un par de gramos para lo estricto. La pediatra me mira y menea la cabeza, no del todo conforme:
–Ok –le digo– vamos con la fórmula.
–Ok.
Esa tarde, Tere me llama cuatro veces al celular. A la quinta le contestó.
–¿Yyy? –chilla. Su garganta es un coro de señoritas excitadas.
–Ganamos –miento.
–¡Bien!
5.
Desde que arrancó todo esto, mi novio me dice: tomá nota.
A él también le abruma la mirada reprobatoria de quienes preguntan por la alimentación de Vicente y se decepcionan ante mi respuesta. Secretarias de médicos que hablan de sus nietos, lechoncitos mamones; madres que esperan en consultorios y ya leyeron todas las revistas; la señora del almacén, que no tuvo hijos; las chicas de pilates, que no piensan tener; mi amiga Bárbara, que tiene tres, con problemas de obesidad; el gay de la peluquería, entre otros.
Hubo un momento en que, claramente, el asunto nos había tomado. Aparecía de maneras insólitas. Una noche íbamos en el auto de vuelta a casa, Vicente y yo atrás. Transitábamos por una calle caliente de la noche porteña. Mi novio frenó en una esquina para dejar pasar a una señorita que, segundos después, metió la cabeza por su ventanilla y le susurró al oído, con una voz intensamente masculina:
–Leche.
Y él: tomá nota.
Nadie podría decir que está bien no darle teta a un bebé, o que darle teta exclusivamente durante seis meses sea un error. Está medicamente comprobado que la leche materna es el mejor alimento para un niño y que, quienes puedan hacerlo, deberían. Pero desconocer que no todas las mujeres pueden es profundizar la exclusión en un terreno en el que no tendría que haber ninguna. Conozco al menos diez casos recientes y cercanos de mujeres que no pudieron darle teta exclusiva a sus bebés, o que no pudieron darle una gota. Cuando la excepción a la regla es tan amplia, hay algo que está mal con esa regla.
–¡Qué pena! –me dicen. Y miran al bebé con ánimo redentor.
Cuando mi novio me decía tomá nota, es un temón, yo pensaba que era un temón solo para nosotros, los dolientes, y que todos los que estaban por fuera lo verían como una banalidad. Sigo pensando lo mismo. Es por eso que estas notas van dedicadas.
Emulando a Virgine Despentes en su “Efecto King Kong” –“escribo desde la fealdad y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas…”–, yo escribo desde el puerperio y para las puérperas; las primerizas; las que dudan por default; las que se creen débiles, las que lo son; las que quisieron, pero no alcanzó; las de la pregunta constante ¿por qué nadie me dijo?; las que insisten en “el bien” pese a sus contradicciones y culpas; las que piensan demasiado; las que de madres se ablandaron; las que de madres se obstinaron; las que ya eran obstinadas y blandas de antes; las que odian los foros virtuales y no pueden dejar de mirarlos.
Para todas ellas van mis notas. Y para el tipo que tienen al lado.
Es de noche. Vicente ya se bañó, se puso el pijama, tomó su dosis personal de leche materna y, además, su última mamadera. Después lloró un poco, pero lo calmé con el chupete. Es raro, a veces, cuando termina de comer llora. Pienso que quiere más, pero ya tomó suficiente, se lo ve lleno. Los bebés no tienen gula, suele decirme la pediatra. ¿Entonces? Su secretaria, que escucha las conversaciones, me dijo:
–Ese niño tiene hambre vieja.
Me pregunto si el hambre tiene memoria. O edad.
Ahora no llora, pero tampoco duerme. Mira largamente las lámparas de casa, que son unos artefactos plateados, semi galácticos, y me parece que le activan un chip que lo desvela. Ya intenté todo, hasta el soporífero Baby Mozart, y no se duerme. Cuando pasa eso, la única solución es dar una vuelta en el auto, así que eso hacemos. Nos encaminamos hacia la costanera. En la calle se ve poca gente y muchas luces. No hace frío, aunque ya casi es invierno.
Mi novio bosteza. Yo también. El sueño, cómo cuesta.
Alguna vez leí que uno de los trances más traumáticos por los que atraviesa el ser humano es el paso de la vigilia al sueño. Es por eso que, en la infancia, ese momento está lleno de rituales. Canciones, cuentos, ambientes a media luz, la voz de la mamá y el papá. El paso de un estado al otro no es inmediato, toma un tiempo, es como si cayéramos lentamente en otra dimensión –pienso en lo acertada de la expresión en inglés: fall asleep–; y para que esa caída sea lo menos brusca posible, especialistas del sueño recomiendan aferrarse a los llamados “objetos de transición”.
Vicente me mira. Tiene ojos enormes, ya lo dije. Cuando los fija en mi cara parece un pequeño experto en kinésica. Meto la cabeza en el huevito:
–¿Me quieres?
La pediatra me dijo que no me preocupara, que el vínculo entre madre e hijo no está determinado por la teta. Ya sé, le dije, obvio. Pero no es cierto. No sé nada. También me dijo que lo poco que le doy de leche materna le sirve, porque le paso defensas.
Ese día me acordé de un verso de una canción olvidada. No sé de quién es, no sé cómo suena; igual, suelo repetírselo a Vicente cuando está por dormirse.
–¿Se durmió? –pregunta mi novio, sus ojos agotados en el espejo retrovisor.
–Ya casi.
Cuando llegamos al río, a Vicente se le empiezan a cerrar los ojos, pero no cede. Me agarra el pulgar y lo aprieta.
Me vuelvo a acercar al huevito:
–¿Sabes quién soy? –le digo– tu objeto de transición.
Y después el verso:
Lo poco que tengo es tuyo, vida mía / y si tuviera mucho, también te lo daría.
Y otra vez, hasta que se duerme.
–Tomá nota –me decías.
Acá están.