El jueves 1 de agosto a las 19 hs. el libro Pánico. Diez minutos con la muerte de la periodista Ana Prieto, será presentado en la Fundación Tomás Eloy Martínez.
En clave de crónica y de divulgación y a partir de la propia experiencia de la autora, el libro explora ese desorden de ansiedad conocido en nuestros días como ataque de pánico. En el camino, se recogen varias historias personales, se traza un recorrido por distintas representaciones mitológicas del miedo, y viejas y nuevas concepciones médicas y psicológicas que han intentado definir y abordar esta afección.
El libro será presentado por Hinde Pomeraniec y Franco Torchia e introducirá la mesa el periodista Cristian Alarcón, director de la colección Ficciones Reales de editorial Marea.
A continuación, un fragmento del capítulo 10.
Antes de encerrarse durante mil ochocientos cincuenta días, a la Bachi empezó a pasarle de estar en el supermercado y pensar “qué lejos que queda mi casa”. Apuraba las piernas y la elección de productos, pero cualquier prisa se tropezaba con la flemática actitud de la cajera, máxime en tiempos en que a la mercadería no la tasaba un rayo láser ni un lector de código de barras, sino el lento tañido de unas uñas sobre pesados botones numerados. La Bachi vive a tres cuadras del que hoy es un Carrefour pero que entonces era un Metro, parte de la cadena de supermercados más próspera de la provincia de Mendoza, cuyo eslogan era “Cada vez más cerca suyo”, y que dejó de existir en 2001. Pero estamos en 1989, y la sexta sección, que es donde vive la Bachi, está cubierta de hojas amarillas y de una quietud otoñal que alarga las siestas. Es tal vez el barrio de clase media más agradable de la ciudad, repleto de árboles que se alimentan con el agua que corre por estrechos canales llamados acequias, y que bordean cada calle de esa tierra ganada al desierto.
Dentro de las acequias suelen caerse sistemáticamente despistados, aprendices de ciclistas y extranjeros, en general sin consecuencias graves. Para los peatones nativos, en cambio, las acequias son tan naturales como la cordillera de Los Andes, y desde la sexta sección, que tiene pocas casas de dos pisos y casi ningún edificio, se puede ver una gran panorámica de la montaña.
A la Bachi nunca le gustó la montaña; una verdadera excentricidad para un mendocino, comparable a vivir en Hawai y aborrecer el mar. Y como cualquier excentricidad, se convirtió en un problema cuando era una adolescente que tocaba la guitarra y tenía una docena de amigos músicos para quienes cualquier celebración ameritaba ir a la montaña a comer un asado. Por ejemplo, una vez organizaron un paseo a Potrerillos, a unos setenta kilómetros de la casa de la Bachi, para festejar el Día del Amigo. Ella aceptó ir a condición de “no ver”.
–¿Cómo no ver? –pregunto, y la imagino comiendo un choripán con los ojos vendados a la vera del río.
–Fui abajo, en el piso del auto. Hice todo el viaje en el piso del auto.
No es nada chistoso hacer ese viaje sentada en el piso de un auto, sobre todo en los años ‘70, cuando la Ruta Mendocina del Vino no era todavía una masiva atracción turística, y los baches y el ripio de los caminos eran un incordio constante.
–¿O sea que preferiste ir incómoda y apretada en el piso del auto a ver cómo entrabas a la montaña?
–Sí, claro –responde con un aplomo que convencería a cualquiera de la lógica del asunto. –Pero pasé un día muy torturado. Todos estaban felices y yo preguntaba a cada rato a qué hora nos volvíamos.
–¿Por qué tanta tortura?
–Las montañas siempre me hicieron sentir encajonada. Toda la tarde me sentí encerrada. Parece que entonces ya algo se iba preparando en mí.
Volvamos a 1989: la Bachi tiene 35 años, da clases particulares de guitarra y vive con su hija, su papá, su mamá, y la hermana de su mamá. Y empieza a pasarle que no puede terminar de hacer la compra en el Metro porque siente que su casa se le escapa, se va lejos, y de nada le sirve que el supermercado esté lleno de carteles que aseguran mordazmente estar “cada vez más cerca suyo”. Regresa apurada, inventa alguna excusa por llegar con las manos vacías, recibe alumnos de guitarra hasta el anochecer y no le da demasiada importancia al asunto.
Algo parecido le pasó en un banco. Entonces no existía Rapipago ni Pago Fácil ni internet; las cuentas sólo podían pagarse por caja, y las colas de gente daban decenas de vueltas sobre sí mismas para acomodarse dentro de los pequeños bancos barriales.
–Estaba en la cola, y me dio la cosa –cuenta la Bachi, y con “la cosa” se refiere a un sentirse mal muy indefinido, cuyo único síntoma claro era la necesidad repentina de estar en su casa, y si esa necesidad no era satisfecha de inmediato, el corazón se ponía a galopar, las manos a transpirar y un no se sabe qué infortunio podía pasarle. Por suerte para ella, su vecina Marcela estaba también en el banco: la vio palidecer, la escuchó decir que no se sentía bien, pensó que le había bajado la presión y la acompañó el tramo de regreso.
Poco después llegó el 20 de julio, Día del Amigo una vez más, y la Bachi fue a lo de su hermano a saludar a su cuñada. La casa del hermano estaba a dos cuadras de la suya, sobre la misma calle. Tocó el timbre y esperó. Volvió a tocar y nadie. Como era más o menos la hora en que llegaban de trabajar se sentó en la puerta a esperarlos, a pesar del aire frío y seco que le pinchaba la cara y los nudillos. Prendió un cigarrillo, miró el cielo, se miró las zapatillas, saludó a una vecina que pasaba, y miró hacia la izquierda, hacia su casa. Se reclinó para verla mejor porque no es tan fácil hacer foco a doscientos metros de distancia. “Qué lejos que queda mi casa” volvió a pensar, y su cuerpo se puso de pronto más frío que el soplo helado del invierno mendocino. Dejó caer el cigarrillo, se levantó de golpe y echó a correr. Si un auto le tocó bocina o algún vecino le gritó “¿Qué pasa Bachi?” ella nunca lo supo porque todo su espectro auditivo lo ocupaba el corazón, que repiqueteaba como si un diablo lo estuviese martillando. Era imperioso llegar; no había nada más urgente y definitivo que sortear esas dos cuadras que se transformaron en diez en la conciencia desbocada de la Bachi.