Jorge Ramos Ávalos
Especial para Diario San Diego
La triste historia de la guerra en Irak pudiera simplificarse en un cuento.
A un hombre le asesinan a un hermano y -en deseo de venganza y para proteger a su familia de agresiones futuras- decide atacar a quien, se imagina, es el asesino de su hermano. El problema es que no se toma el tiempo necesario para identificar al verdadero agresor y ataca a la persona equivocada. Al final de cuentas se queda con dos enemigos: el que mató a su hermano y al que agredió sin razón.
Esto mismo le ha pasado a Estados Unidos.
Estados Unidos tenía y tiene todo el derecho del mundo de buscar y enjuiciar a los que planearon los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001. Casi 3,000 norteamericanos murieron ese día en Nueva York, Washington y Pennsylvania. Pero Irak y su exlíder Saddam Hussein no tuvieron nada que ver con esos ataques.
Sí, Hussein era un tirano repugnante, responsable de masacres atroces. Sin embargo, no tenía armas de destrucción masiva al momento de la invasión norteamericana en marzo del 2003 ni ayudó a Osama bin Laden y a su red terrorista de Al-Kaeda.
El intrépido corresponsal de guerra argentino, Gustavo Sierra, asegura en su último libro (Kabul, Bagdad, Teheran; Relatos desde los campos de Batalla) que los inspectores de armas en Irak no tuvieron tiempo de terminar su trabajo.
"No encontramos nada, y por lo que vimos no hay ninguna evidencia de que tengan la capacidad para una producción masiva de químicos o uranio enriquecido", le dijo el coronel argentino Gustavo Juárez, jefe de una de las unidades de inspectores de Naciones Unidas. "La única manera de probarlo científicamente (era) quedándonos unos meses más y terminando nuestro trabajo.
No nos dejaron." La guerra de Irak se apuró.
Aquí estamos hablando de dos guerras muy distintas.
Una es la guerra contra el terrorismo y otra, muy diferente, es la guerra que Estados Unidos lucha en Irak.
Muchos norteamericanos creyeron durante años la explicación oficial de que ambas guerras estaban vinculadas.
Pero ese mito burocrático se ha desmoronado.
La mayoría de los norteamericanos (51 por ciento) cree que no existe ningún vínculo entre la guerra en Irak y la lucha contra los terroristas, según la última encuesta del diario The New York Times y la cadena CBS. Y un 53 por ciento cree que fue un error iniciar la guerra iraquí.
Esto quiere decir que los estadounidenses, lenta pero firmemente, están abriendo los ojos luego de presenciar noche tras noche por televisión los reportes de soldados de Estados Unidos y civiles iraquíes muertos. La cifra sobrepasa fácilmente los 30 mil. ¿Cómo justificar tantos muertos cuando la guerra que verdaderamente importa se está peleando fuera de Irak?
Es cierto que en los últimos 5 años no ha habido otro ataque terrorista como el del 9/11. Pero la inseguridad e incertidumbre son contínuas.
Osama sigue fugitivo.
Madrid y Londres han sido atacadas cruel e impunemente por terroristas. Y
hace sólo unos días se desbarató un plan terrible que hubiera explotado 10 aviones comerciales sobre el océano atlántico. No hay razones para sentirse más seguros.
El periódico Los Angeles Times calculó recientemente que se gastan 100,000 dólares por minuto en la guerra de Irak. ¡Por minuto!
Si ese dinero se usara para encontrar a Osama y desbaratar su red terrorista internacional seguramente estaríamos más seguros. No lo estamos.
A pesar de todo lo anterior, no habrá cambio de rumbo.
Al menos hasta que haya un nuevo presidente en Estados Unidos en enero del 2009. El Departamento de Defensa acaba de informar que 2,500 infantes de marina se sumarán a los 138 mil soldados que actualmente hay en Irak.
La pregunta es si ese mínimo aumento de tropas cambiará el desenlace de la guerra. Y la respuesta corta es un rotundo no.
La guerra que no podemos perder, la guerra de la que dependemos nosotros y nuestros hijos, la guerra que está definiendo cómo viviremos en las próximas dos décadas es contra el terrorismo. Esa es la guerra correcta. Pero el problema -el gran problema- es que Estados Unidos está peleando esa guerra en el lugar equivocado.