Tocó con León Gieco, David Lebón, Oscar Moro, Gustavo Santaolalla, Pedro Aznar, Dino Saluzzi, Alex Acuña, Bill Frisell y David Lindley, entre muchos otros. Vivió en Rauch (Provincia de Buenos Aires), Lisboa, Ankara, Dublín, Río de Janeiro, en París durante el año 1968, en Los Ángeles. Fue azafata, trabajadora en una fábrica de camisas en California, vendedora ambulante, empleada de limpieza, administrativa, traductora, intérprete para pacientes latinos en una clínica psiquiátrica en los Estados Unidos. Y es música, claro: la primera mujer del rock en la Argentina. Las vidas de Gabriela Parodi fueron mil y cada una de ellas está retratada en la autobiografía que acaba de publicar a través de Marea Editorial. “Lo vi de esta manera: voy a dejar registro de mi paso por esta tierra. Es un libro largo porque tengo una vida larga. Pero me parece que todos somos como novelas andantes. Y todos deberíamos escribir nuestras memorias para las próximas civilizaciones que vengan. Hay mil versiones de mi persona. En este libro, sentí que podía contar la verdad y aclarar todo, lo cual me hizo mucho bien porque ahora siento que soy una con quien soy. Y no una entre todas las que se cuentan de mí”. La artista atiende a Página/12 por zoom, desde su casa en la Ciudad de Buenos Aires, donde reside desde 1992.
“Mi nombre es Gabriela. Atravesé mi vida con demasiados apellidos, obstáculos y explicaciones constantes cada vez que me tocaba hacer algún trámite. Parodi, Parodi Cantilo, Parodi Quesada, Molinari, Marrone. Apellidos de padres, madres, abuelas, maridos (...) Cuando grabé mi primer disco y me preguntaron qué nombre artístico deseaba usar, sin dudar un segundo dije: ‘Gabriela’”, relata al comienzo del capítulo dedicado a su primer álbum. Gabriela fue grabado y editado en 1972. La banda que la acompañó fue: Edelmiro Molinari -su marido en ese momento- en guitarra, David Lebón en bajo y Oscar Moro en batería. Ese mismo año, tocó en el BA Rock y en el Acusticazo. La única mujer sobre esos escenarios.
En 1974, la situación en la Argentina se le tornó insostenible y, con el envión que le generó la exitosa respuesta a su primer disco, emigró junto a Molinari a los Estados Unidos. Tras meses de intentarlo infructuosamente allí en la industria de la música, Gabriela, sin dinero ni permiso para trabajar, comenzó su experiencia de ilegal-en-USA como Ina Hammoudi, nombre que figuraba en la tarjeta de seguridad social trucha que consiguió y con la que accedió a un puesto entre otros inmigrantes en una fábrica textil. Su vida se transformó en la de Ina y su carrera artística se puso en pausa: “Siento que ahí conocí el lado oscuro de la vida, lo cual fue un aprendizaje enorme para mí, porque no era todo luz, escenarios, había otro lugar, que yo no había tenido la oportunidad de conocer. Y en ese lugar no había espacio para hacer el tipo de música que es el que hago, que es toda relacionada con la naturaleza, con cosas bellas, porque estaba viendo mucho dolor. No es que no quisiera conectarme con el dolor: estaba conectada sí o sí: gente muy pobre, que quería una vida mejor y quizá no lo estaba logrando. Hubo una gran enseñanza para mí en eso: aprendí a ser mucho más empática con todos, pero sobre todo con la gente más desposeída”, recuerda la cantante, que hasta ese momento había vivido una vida más holgada, digna de la hija de diplomático que era.
Muchos años pasaron hasta que Gabriela volvió a sacar un disco. En el medio fue madre en California, consiguió un permiso de trabajo y residencia con el que pudo acceder a un trabajo de oficina que le permitió volver tener ese espacio mental que precisaba para la inspiración. En Ubalé, editado en 1981, Gabriela comenzó el viraje de su estilo hacia otro tipo de composiciones: la contundencia (y la irreverencia) zeppeliniana de “Voy a dejar esta casa papá”, incluída en Gabriela, fue progresivamente reemplazada por un espíritu musical ingrávido, casi espectral. Los siguientes discos de Gabriela son como las exhalaciones de esa extensa meditación que es la vida. Sus canciones están hechas de paisajes, sabores, texturas, colores y de una calidez casi uterina: “Lo mío fue una búsqueda de paz y cada vez más paz, y eso hizo que mi música se fuera volviendo cada vez más etérea", reflexiona. "En un mundo tan convulsionado como el que vivimos -no el de ahora sino desde hace bastante tiempo-, yo quería generar un hueco desde el que pudiera sentir cierta paz y desde el que quizá pudiera aportar mi granito de arena al universo”.
El deseo es un tema que atraviesa todo el relato de Las mil vidas de Gabriela: el deseo en relación a la familia, la libertad, la independencia. En relación al proceso creativo: los momentos de avance y los de repliegue. En relación al amor y a la maternidad. En relación a la residencia: algunas veces quedándose; otras, yéndose. La sensación que queda tras la lectura de esas páginas es la de haber conocido a una mujer con un vínculo muy visceral con el presente: cada una de esas mil vidas es la confirmación de un presente absoluto. En uno de los capítulos, habla de “no correr detrás del tiempo, más bien tomarlo, acariciarlo, retenerlo” y esa construcción permanente del presente llega hasta la actualidad: “Mi tiempo es hoy. Es lo único que me queda. No sé cuánto. No lo pensaba antes, cuando era más joven, lo pienso ahora, porque me despierto todos los días y cada uno es como un regalo. Antes era una especie de tolva del deseo, que quería conseguir las cosas a toda costa y no paraba hasta que no las conseguía. Ese deseo, esa ambición, esa polenta, hoy ya se fueron. Tuve que cambiar muchas cosas por las circunstancias de la vida. Uno tiene que aceptar sus propios cambios, aunque sea difícil, porque vos tenés una imagen de vos misma y de golpe no sos más esa persona. Queda una esencia".
-Tu vínculo con la creación fue muy intermitente. A momentos muy productivos le siguieron largos períodos de silencio musical.
-El desvínculo con la creación es maravilloso. Porque yo no soy famosa. Soy prestigiosa, pero no famosa. Entonces ocurre que nunca nadie me espera: ni una discográfica ni una editorial. Y tengo todo ese tiempo en mis manos para dibujar realmente lo que quiero, sin apuros. En un momento, en lugar de verlo como lo veía antes, que me preocupaba porque nadie se interesaba por mí, empecé a verlo como una ventaja. Total no vivo de esto; nunca viví de la música porque no me daba, siempre tuve que trabajar de otras cosas. Entonces, ese desvínculo hizo que, cuando me vinculaba, lo hiciera mucho más profundamente y de verdad. Quizá pasaban años sin tener ese impulso y de golpe un día me despertaba con una melodía en la cabeza y, en lugar de seguir durmiendo, me levantaba de la cama y escribía. Así empezaron todas mis cosas. Con esa sorpresa que de repente aparece, entonces lo sigo un poco y esto no está tan mal, voy a probar esto otro y, sin darme cuenta, estoy otra vez en un proyecto, pero sin que nadie me espere.
Tocó con León Gieco, David Lebón, Oscar Moro, Gustavo Santaolalla, Pedro Aznar, Dino Saluzzi, Alex Acuña, Bill Frisell y David Lindley, entre muchos otros. Vivió en Rauch (Provincia de Buenos Aires), Lisboa, Ankara, Dublín, Río de Janeiro, en París durante el año 1968, en Los Ángeles. Fue azafata, trabajadora en una fábrica de camisas en California, vendedora ambulante, empleada de limpieza, administrativa, traductora, intérprete para pacientes latinos en una clínica psiquiátrica en los Estados Unidos. Y es música, claro: la primera mujer del rock en la Argentina. Las vidas de Gabriela Parodi fueron mil y cada una de ellas está retratada en la autobiografía que acaba de publicar a través de Marea Editorial. “Lo vi de esta manera: voy a dejar registro de mi paso por esta tierra. Es un libro largo porque tengo una vida larga. Pero me parece que todos somos como novelas andantes. Y todos deberíamos escribir nuestras memorias para las próximas civilizaciones que vengan. Hay mil versiones de mi persona. En este libro, sentí que podía contar la verdad y aclarar todo, lo cual me hizo mucho bien porque ahora siento que soy una con quien soy. Y no una entre todas las que se cuentan de mí”. La artista atiende a Página/12 por zoom, desde su casa en la Ciudad de Buenos Aires, donde reside desde 1992.
“Mi nombre es Gabriela. Atravesé mi vida con demasiados apellidos, obstáculos y explicaciones constantes cada vez que me tocaba hacer algún trámite. Parodi, Parodi Cantilo, Parodi Quesada, Molinari, Marrone. Apellidos de padres, madres, abuelas, maridos (...) Cuando grabé mi primer disco y me preguntaron qué nombre artístico deseaba usar, sin dudar un segundo dije: ‘Gabriela’”, relata al comienzo del capítulo dedicado a su primer álbum. Gabriela fue grabado y editado en 1972. La banda que la acompañó fue: Edelmiro Molinari -su marido en ese momento- en guitarra, David Lebón en bajo y Oscar Moro en batería. Ese mismo año, tocó en el BA Rock y en el Acusticazo. La única mujer sobre esos escenarios.
En 1974, la situación en la Argentina se le tornó insostenible y, con el envión que le generó la exitosa respuesta a su primer disco, emigró junto a Molinari a los Estados Unidos. Tras meses de intentarlo infructuosamente allí en la industria de la música, Gabriela, sin dinero ni permiso para trabajar, comenzó su experiencia de ilegal-en-USA como Ina Hammoudi, nombre que figuraba en la tarjeta de seguridad social trucha que consiguió y con la que accedió a un puesto entre otros inmigrantes en una fábrica textil. Su vida se transformó en la de Ina y su carrera artística se puso en pausa: “Siento que ahí conocí el lado oscuro de la vida, lo cual fue un aprendizaje enorme para mí, porque no era todo luz, escenarios, había otro lugar, que yo no había tenido la oportunidad de conocer. Y en ese lugar no había espacio para hacer el tipo de música que es el que hago, que es toda relacionada con la naturaleza, con cosas bellas, porque estaba viendo mucho dolor. No es que no quisiera conectarme con el dolor: estaba conectada sí o sí: gente muy pobre, que quería una vida mejor y quizá no lo estaba logrando. Hubo una gran enseñanza para mí en eso: aprendí a ser mucho más empática con todos, pero sobre todo con la gente más desposeída”, recuerda la cantante, que hasta ese momento había vivido una vida más holgada, digna de la hija de diplomático que era.
Muchos años pasaron hasta que Gabriela volvió a sacar un disco. En el medio fue madre en California, consiguió un permiso de trabajo y residencia con el que pudo acceder a un trabajo de oficina que le permitió volver tener ese espacio mental que precisaba para la inspiración. En Ubalé, editado en 1981, Gabriela comenzó el viraje de su estilo hacia otro tipo de composiciones: la contundencia (y la irreverencia) zeppeliniana de “Voy a dejar esta casa papá”, incluída en Gabriela, fue progresivamente reemplazada por un espíritu musical ingrávido, casi espectral. Los siguientes discos de Gabriela son como las exhalaciones de esa extensa meditación que es la vida. Sus canciones están hechas de paisajes, sabores, texturas, colores y de una calidez casi uterina: “Lo mío fue una búsqueda de paz y cada vez más paz, y eso hizo que mi música se fuera volviendo cada vez más etérea", reflexiona. "En un mundo tan convulsionado como el que vivimos -no el de ahora sino desde hace bastante tiempo-, yo quería generar un hueco desde el que pudiera sentir cierta paz y desde el que quizá pudiera aportar mi granito de arena al universo”.
El deseo es un tema que atraviesa todo el relato de Las mil vidas de Gabriela: el deseo en relación a la familia, la libertad, la independencia. En relación al proceso creativo: los momentos de avance y los de repliegue. En relación al amor y a la maternidad. En relación a la residencia: algunas veces quedándose; otras, yéndose. La sensación que queda tras la lectura de esas páginas es la de haber conocido a una mujer con un vínculo muy visceral con el presente: cada una de esas mil vidas es la confirmación de un presente absoluto. En uno de los capítulos, habla de “no correr detrás del tiempo, más bien tomarlo, acariciarlo, retenerlo” y esa construcción permanente del presente llega hasta la actualidad: “Mi tiempo es hoy. Es lo único que me queda. No sé cuánto. No lo pensaba antes, cuando era más joven, lo pienso ahora, porque me despierto todos los días y cada uno es como un regalo. Antes era una especie de tolva del deseo, que quería conseguir las cosas a toda costa y no paraba hasta que no las conseguía. Ese deseo, esa ambición, esa polenta, hoy ya se fueron. Tuve que cambiar muchas cosas por las circunstancias de la vida. Uno tiene que aceptar sus propios cambios, aunque sea difícil, porque vos tenés una imagen de vos misma y de golpe no sos más esa persona. Queda una esencia".
-Tu vínculo con la creación fue muy intermitente. A momentos muy productivos le siguieron largos períodos de silencio musical.
-El desvínculo con la creación es maravilloso. Porque yo no soy famosa. Soy prestigiosa, pero no famosa. Entonces ocurre que nunca nadie me espera: ni una discográfica ni una editorial. Y tengo todo ese tiempo en mis manos para dibujar realmente lo que quiero, sin apuros. En un momento, en lugar de verlo como lo veía antes, que me preocupaba porque nadie se interesaba por mí, empecé a verlo como una ventaja. Total no vivo de esto; nunca viví de la música porque no me daba, siempre tuve que trabajar de otras cosas. Entonces, ese desvínculo hizo que, cuando me vinculaba, lo hiciera mucho más profundamente y de verdad. Quizá pasaban años sin tener ese impulso y de golpe un día me despertaba con una melodía en la cabeza y, en lugar de seguir durmiendo, me levantaba de la cama y escribía. Así empezaron todas mis cosas. Con esa sorpresa que de repente aparece, entonces lo sigo un poco y esto no está tan mal, voy a probar esto otro y, sin darme cuenta, estoy otra vez en un proyecto, pero sin que nadie me espere.