A finales de 1949, la finalización del internado y la graduación coincidieron con la apertura de una vacante de médico interno auxiliar, a la que Favaloro accedió con carácter interino gracias a sus destacados antecedentes. Unos meses después le comunicaron que se había dispuesto su confirmación en el cargo; entonces se presentó en uno de los despachos de dirección, entonces a cargo de Homero Ernesto Osácar.
—¿Cómo le va, Favaloro? Pase, siéntese, por favor —le indicó el médico que lo recibió, a quien Favaloro nunca identificó—. Tenemos muy buenas noticias para darle. Se ha producido un puesto para médico de guardia y por su buen desempeño le corresponde a usted, por eso hemos decidido confirmarlo. ¡Felicitaciones!
—Gracias, doctor, qué alegría me da. Sobre todo, a mis padres, que han hecho un enorme esfuerzo para que yo haya podido llegar hasta acá —dijo René, sin poder ocultar la emoción.
—Vamos, hombre, no sea humilde. Sus calificaciones han sido sobresalientes. Usted ha demostrado una gran entrega y contrición al trabajo, lo cual para nosotros es muy valorable. Hágame el favor, rellene esto y pase por la administración —apuntó el directivo mientras le extendía unos papeles.
René leyó el formulario en silencio. Advirtió que, además de completar sus datos personales, debía dar fe de su adhesión al justicialismo y sus políticas. Así lo relató: “En el renglón final debía afirmar que aceptaba la doctrina del gobierno. Del otro lado, debía figurar el aval de algún miembro de trascendencia del Partido Peronista, quizás algún diputado o senador que corroborara mi declaración —relató. Y agregó—: Todos conocían mi manera de pensar, incluyendo el empleado que todo lo relató con voz queda y entrecortada. Le contesté que lo pensaría, pero era indudable que todo estaba muy claro en mi mente”.
Al día siguiente René volvió a la misma oficina.
—Mire, he trabajado mucho, tengo buenos antecedentes, no sé si los mejores, pero esto del certificado político no me gusta nada. Usted sabe bien cómo pienso. No puedo aceptar esta imposición. Discúlpeme, no puedo —dijo.
—Pero, hombre, fíjese bien, este es el trabajo que usted tanto ha esperado. Mire que yo ya hablé con un diputado y me dijo que lo va a firmar.
Hubo un silencio breve, tenso. René se puso de pie y se dirigió a la salida. Mientras cerraba la puerta llegó a escuchar la voz crispada del funcionario que intentaba explicarle que se trataba de las reglas vigentes y que no era un asunto personal.
En rigor, aquel golpe no fue su primera decepción ante un sistema colmado de arbitrariedades. En su momento, su apego a una postura ética le había impedido presentarse a concurso por un cargo de auxiliar en la cátedra de Anatomía Topográfica, donde aún oficiaba de ayudante alumno, por estar convencido de que ese cargo era incompatible con su rol como delegado, pese a que muchas opiniones le marcaban que estaba equivocado. Cuando dejó de ser delegado, esperó inútilmente un nuevo llamado a concurso que nunca llegó. Y ahora esto.
Acababa de mover una ficha que alteraba por completo todo lo que había proyectado hasta entonces para su vida. Había terminado por cansarse de los concursos amañados y de ver a médicos resignarse frente a medidas arbitrarias por temor a sufrir consecuencias en su trabajo. “Como estudiante participé de los movimientos universitarios que lucharon por mantener en nuestro país una línea democrática, de libertad y justicia, contra todo extremismo. Por ello soporté la cárcel por algunos días en dos oportunidades. La mayoría de los estudiantes de esa época éramos profundamente idealistas. No podíamos entender que la dádiva, la demagogia y el acomodo se convirtieran en un estilo de vida”, escribió luego.
En los días y años siguientes Favaloro iba a reflexionar mucho sobre aquel momento, pero jamás se arrepintió de su decisión.