La causa Malvinas vuelve a ser abordada por la literatura en una investigación que no sólo narra el proceso de identificación de los soldados sepultados en el cementerio de Drawin, en las Islas Malvinas, sino la lucha de los ex combatientes del Centro de ex Combatientes Islas Malvinas (Cecim) La Plata y un grupo de familiares de caídos contra un sector de las Fuerzas Armadas que buscó “silencio e impunidad”.
En el marco de las actividades por el 42° aniversario de la Guerra de Malvinas se presentó en el auditorio del Centro Cultural Islas Malvinas de La Plata el libro “Esquirlas en la memoria. Una crónica de la identificación de los soldados NN en Malvinas” (Ed. Marea) con la presencia de las autoras Gabriela Naso y Victoria Torres, miembros del Cecim e invitados especiales.
Con un diálogo entre las autoras y el escritor Sergio Olguín, quien desmenuzó durante la presentación la raíz de esta investigación que incluye testimonios de ex veteranos y familiares de los soldados caídos.
Además, la obra repasa las vivencias de los protagonistas del largo proceso de identificación de los cuerpos sin nombre sepultados en Malvinas, una iniciativa que recién 30 años después de la guerra fue atendida por el Estado Argentino.
“Es un libro que es mucho más que lo que indica el subtítulo porque habla de la guerra, de las batallas, de las personas. Es un libro que nos lleva a 1982 y también nos traslada a la actualidad y a cómo nos relacionamos con quienes murieron en territorio malvinenses, Es un libro que tiene que ver con la memoria y la identidad”, señaló durante su intervención Olguín, quien hilvanó las razones que llevaron a las autoras a componer este trabajo.
Para Torres, una de las autoras, la causa Malvinas la interesó “literalmente de una manera casi obsesiva”. La mujer indicó que la motivación no sólo es de índole “generacional, sino espacial porque los soldados eran sus vecinos”.
“Me di cuenta que Malvinas era parte de mi identidad y me fui acercando al Cecim y enseguida me sentí en mi casa”, subrayó.
Por su parte, la vinculación de Naso llegó a esta temática por el periodismo. “Me acerqué al Cecim en 2016 para una nota periodística. Hasta ese momento pensaba en Malvinas, el 2 de abril y el Cecim me propuso enfocar la cuestión en clave de derechos humanos”.
Las autoras coincidieron en la importancia de contar la historia de la identificación de los cuerpos NN en el cementerio de Darwin, y en efectuar un aporte a la memoria social y colectiva desde una perspectiva de los derechos humanos.
A lo largo del texto, se deja en claro que el gobierno militar no hizo nada para identificar a los muertos y que les mintió a sus familiares.
Es que según el relato de las Fuerzas Armadas, todas las muertes de los soldados tuvieron lugar en los combates, en una deliberada estrategia destinada a ocultar los padecimientos de hambre, frío y maltratos que sufrieron a manos de sus mandos.
En este sentido, en el libro se destacan que fueron los propios soldados los que dieron respuestas sobre el destino de sus compañeros caídos en esa contienda librada en el Atlántico Sur.
En la crónica, se relata sobre cómo los veteranos fueron obligados por los británicos a cavar tumbas comunes y enterrar a sus compañeros.
También se repasa la manera en la cual las autoridades argentinas obligaron a los familiares que viajaron al cementerio de Darwin a escribir con piedras en cualquier tumba el nombre de sus seres queridos.
“Soldado argentino sólo conocido por Dios”, era la frase grabada durante años en las lápidas ubicadas en ese campo santo instalado por los británicos en Darwin, en el corazón de la isla Soledad.
La presentación del libro de la que participó el escritor Sergio Olguín.. /Foto: Somos Télam.
Las autoras, a través de los testimonios recogidos, cuentan cómo los integrantes del Cecim contactaron al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 1987 para saber si era posible llevar adelante un trabajo de identificación en el cementerio de Darwin.
Luego, el libro da cuenta del largo proceso que se siguió para que, finalmente en 2011, con el asesoramiento del entonces abogado del organismo Alejo Ramos Padilla – actualmente juez federal– se iniciara un recorrido para llegar a la verdad y la identidad.
Durante la presentación, también tomaron la palabra el presidente de Cecim, Rodolfo Carrizo, y el secretario de Derechos Humanos de la entidad, Ernesto Alonso.
“Todos nacimos de una familia, teníamos un barrio, una escuela y la dictadura nos quitó la identidad”, señaló Carrizo al tomar la palabra, quien además hizo un paralelismo entre esa realidad y las políticas que implementa el gobierno del presidente Javier Milei y consideró que “este libro nos da fuerza para hacer frente a las actuales batallas”.
Por su parte, Alonso, destacó que el “libro tiene un profundo sentido humano porque nació en los lugares donde estuvieron los protagonistas”.
“Forjamos un compromiso que nos llevó a un proceso que va a terminar cuando identifiquemos a todos. Ese es un acto de justicia, algo que la dictadura les debía a esos pibes que no están, con quienes tenemos un compromiso irrenunciable”, observó.
También participaron de la presentación Ana Barletta, vicepresidenta de la Comisión Provincial por la Memoria; el juez Ramos Padilla; el poeta y veterano Gustavo Caso Rosendi y los músicos y también veteranos de guerra Fabián “Cucu” Passaro y Martín Raninqueo.
El libro, si bien tiene un final, queda abierto porque el proceso de identificación no concluyó. El Plan de Proyecto Humanitario, le devolvió la identidad a 121 combatientes argentinos y respuestas a sus familiares, pero aún resta identificar cuerpos y hay familias cuyas muestras de ADN no coinciden con los perfiles genéticos obtenidos en tumbas analizadas.
A continuación, se reproduce el primer capítulo de “Esquirlas en la Memoria”
LOS PRISIONEROS DEL LONGDON
“Son ramas que se mueven”
La antena del radar oscila. Silenciosa, se mueve simétricamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y barre la misma geografía: un terreno rocoso, dominado por estepas achaparradas, pastizales y turberas. El equipo está montado sobre un trípode hecho para soportar el rigor del clima y conectado por cables a un receptor que traduce lo que detecta hacia el frente. El sistema consiste en un monitor pequeño y varios controles, apoyados sobre una voluminosa caja plástica. Desde la cima del monte Longdon, el conscripto Carlos “Chicho” Amato controla el acceso noroeste de la isla Soledad, mientras la tarde del 11 de junio se apaga.
Amato es uno de los nueve soldados del Regimiento de Infantería Mecanizado (RI MEC) 7 “Coronel Conde” que integran el grupo del radar a cargo del suboficial Roque Antonio Nista. Se asentaron en el frente de la Primera Sección de la Compañía B a fines de mayo, cuando el mayor Carlos Carrizo Salvadores, segundo jefe de la unidad, los mandó a llamar para detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas.
El radar, un Rasit francés de vigilancia terrestre, lleva días en el mismo lugar y es la primera vez que aparece una formación en el ángulo inferior izquierdo del monitor. Amato tiene la imagen memorizada por el miedo y está seguro de que eso no estaba.
Quien le ordenó la barrida fue el subteniente Juan Domingo Baldini, jefe de la Primera Sección de la Compañía B. El día anterior, Baldini los había reunido en “la olla” del Longdon y les había contado de la llegada del papa Juan Pablo II al continente. En un ininterrumpido monólogo, el oficial les había dicho que el ataque era inminente. Para el soldado, aquellas palabras sonaron a sentencia de muerte.
Desde el semicubierto ubicado en el exterior de la posición de Nista, Amato observa la pantalla. Está convencido de que algo en la imagen se modificó y se lo comunica al jefe de grupo.
–Eso no estaba –indica el conscripto, señalando el margen inferior izquierdo del monitor, mientras Nista observa.
–No pasa nada –responde el militar.
–Pero, mi suboficial, eso no estaba –insiste el joven.
–¡Andá y decile que no pasa nada! Eso son ramas que se mueven.
Amato no tiene argumentos para contrarrestar la sentencia de Nista, quien, a fin de cuentas, está capacitado en el uso del equipo. Es un soldado que durante el Servicio Militar Obligatorio (SMO) estuvo en comisión permanente en el Círculo de Suboficiales del Ejército (CIRSE), haciendo tareas administrativas y de limpieza, y cuya instrucción en el manejo del radar fue de un día y medio antes de cruzar a las islas. Sin embargo, lleva casi dos meses abocado a detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas e intuye que algo no marcha bien.
Desconcertado, va en busca de Baldini y, siguiendo la orden de Nista, le dice que está todo bien.
Cuando regresa a la posición que comparte con el soldado Domingo Chamorro, Amato se siente terriblemente cansado y débil. Lleva noches durmiendo mal a causa de los repetidos ataques. Está seguro de que el turno del Longdon llegará pronto.
El libro que relata el proceso de identificación de los cuerpos de los caídos en las islas.
Al igual que el resto de la tropa argentina en el frente, Chicho se ha ido consumiendo por la falta de víveres. Hace días que lo único que ingieren es medio jarro de una sopa que no tiene ni el olor de la carne. No así los superiores, quienes siempre se quedan con las mejores raciones y acaparan latas de carne, botellas de whisky, chocolates y cigarrillos.
Movidos por la necesidad de comer, varios soldados se las han ingeniado para conseguir alimentos: buscarlos en las casas de los isleños que quedaron deshabitadas; escabullirse al pueblo para comprar en los comercios con los pocos pesos argentinos que tienen; pedirles a los compañeros de otras secciones, compañías o regimientos; tomarlos de las carpas de los oficiales o suboficiales, o lanzarse a la caza de ovejas y patos. A esa altura, poco les importa ser descubiertos y castigados. No pueden pensar en otra cosa que no sea comer.
La respuesta de oficiales y suboficiales frente al hambre y el agotamiento de los jóvenes conscriptos suele ser la degradación y el suplicio. Con el pretexto de castigar e intimidar a los soldados que se proveen alimentos y, por extensión, al resto de la tropa, los atan de pies y manos, sujetándolos a estacas clavadas en el piso, y los cubren con un paño de carpa que les impide la visión. Inmovilizados sobre el fango helado, quedan expuestos a la crudeza del clima e, incluso, a los bombardeos británicos. La tortura se extiende por horas, hasta llevarlos al borde de la muerte por congelamiento.
A algunos, también los entierran hasta el cuello en la turba malvinera. A otros, los obligan a sumergir las extremidades en charcos de agua helada. ¿Quién es el enemigo? ¿Acaso los oficiales y suboficiales no tienen la obligación de custodiar y cuidar a los soldados? ¿Cómo esperan que enfrenten a los británicos si apenas pueden mantenerse en pie? Mientras aguarda en su posición a que sean las 22.30 para relevar al soldado Ricardo Herrera en el radar, Amato vuelve a sentir que está condenado a muerte.
Cuando faltan quince minutos para su turno, un griterío infernal irrumpe en la noche. Los alaridos de las tropas británicas se entremezclan con el estruendo de las granadas y el chisporroteo de las bengalas. Los dos paños de carpa que cubren la entrada son lo único que lo separa del exterior.
Por primera vez desde que llegó a Malvinas, Chicho siente que perdió la fe. Piensa en sus padres y lo embarga el recuerdo de los rostros serios de Eugenia y Vicente, sentados a la mesa de la cocina, con los ojos pegados a la carta de convocatoria. Desde ese agujero en el infierno, se despide del mundo. (SOMOSTELAM)