Por Karina A. Felitti y María Lucía Puppo*
La muerte es una presencia constante en los escritos autobiográficos, los ensayos y las novelas de Simone de Beauvoir, una temática que invade sigilosamente el texto, a veces tras la figura de otros tópicos cercanos como la vejez o la nada. Tal como afirma en La fuerza de las cosas, la muerte es la “aventura brutal” que desde siempre la persigue en el sueño. Es el mayor límite en la existencia de la persona porque pone en juego la dualidad del Ser y la Nada. La muerte es el único accidente por el cual el para-sí se transforma en el en-sí, por lo tanto, es el único que no podemos “asumir” libremente.
En Una muerte muy dulce (1964), se describen las seis semanas de enfermedad y agonía previas a la muerte de la madre de Simone, Françoise de Beauvoir. Ese breve lapso temporal le ofrece a la autora la posibilidad de indagar sobre las intensidades, paradojas y contradicciones del vínculo que mantiene con su madre. En este relato, la muerte como situación límite es un nuevo punto de partida, un espacio de autoconfrontación con algunas reflexiones teóricas de El segundo sexo (1949).
Itinerario de una madre
En el convulsionado contexto de los años sesenta, la vida sexual de las mujeres heterosexuales cisgénero atravesó una experiencia novedosa con la aparición de la píldora anticonceptiva, que podía evitar los embarazos no intencionales y brindaba una mayor libertad y autonomía para escindir el sexo de la reproducción. A partir de ese momento, por razones de la geopolítica y la mayor presencia pública de los feminismos, el discurso favorable a la planificación familiar adquirió relevancia. De ese modo se fue generando 156 un importante consenso en relación a la maternidad como elección: la mujer no debía definirse y agotarse en su función maternal, era legítimo decidir si tener o no descendencia, cuándo hacerlo y tomar las medidas necesarias para ello. En un recorrido de feroces ejemplos, Beauvoir demostraba en El segundo sexo que no existía ningún instinto maternal, dado que la actitud de la madre se definía por la situación y el modo en que esta era asumida. A su vez, otras experiencias se incorporaban al debate: dónde ubicar la maternidad como construcción positiva, qué hacer con quienes más allá de la dominación patriarcal querían dar a luz y criar a sus hijos e hijas. [1] En este sentido, el análisis de Una muerte muy dulce nos permite no solo adentrarnos en la maternidad como una problemática clave para la teoría feminista, sino también considerar “esa relación tan delicada” que constituye el lazo que une a madres e hijas. Según la filósofa francesa, la madre no saluda en la hija a un miembro de la casta elegida, sino más bien “la recibe con esta equívoca maldición: serás mujer”. Espera redimir su inferioridad haciendo una criatura superior de aquella, “a quien mira como si fuese su doble, y tiende a infligirle la misma tara que ha sufrido”.[2]
Estas reflexiones, adscriptas a posturas psicológicas de época, describen los juegos especulares de una niña que se identifica con la madre en el proyecto de lo que quiere ser, y de una madre que se identifica en el recuerdo de lo que fue. Tal es el esquema a partir del cual comienzan a plantearse los hechos y situaciones en Una muerte muy dulce. La voz que narra recupera abundantes anécdotas del pasado, donde no se escatiman las descripciones y los juicios negativos respecto de su madre. Los rasgos de la personalidad de Françoise son frecuentemente dibujados sin ninguna piedad:
Posesiva, dominante, ella hubiera querido tenernos todos enteros en la palma de su mano. […] Si exigía ser incluida en todas nuestras distracciones, no era solamente porque ella tenía pocas por razones que se remontaban sin duda a su infancia, ella no toleraba sentirse excluida. (Beauvoir, 1995, pp. 54-55).
Sin disimular un sesgo positivista-determinista, la narradora se ve en la obligación de “explicar” la conducta de su madre a partir de su amarga niñez. Cuando interviene también la madre de la madre las perspectivas en el espejo se vuelven más complejas. Françoise de Beauvoir había tenido una madre distante y altiva, que reía poco. Luego ella se dedicó por entero a su marido, de modo que sus hijos no tuvieron más que un lugar secundario. El padre de Simone manifestaba una predilección por su otra hija Lili, una niña más pequeña, de aspecto angelical. El estigma de elegidas y rechazadas prosiguió como destino familiar, según la percepción de Beauvoir:
Hasta la cercanía de mi adolescencia, mamá me atribuyó las más altas cualidades intelectuales y morales: ella se identificaba en mí; ella humillaba y rebajaba a mi hermana: ella era la menor, rosada y rubia, sin darse cuenta mamá tomó sobre ella su revancha. (Beauvoir, 1995, p. 46).
En cuanto al sufrimiento de la vida adulta de su madre, la narradora es explícita: en una cita colmada de intimidad nos expresa que, gracias a la conducta egoísta y desconsiderada de su padre, el matrimonio burgués se le reveló como una institución contra natura. La hipocresía de la monogamia se relacionaba con lo habitual, con la rutina que corrompía el deseo. De todas maneras, una segunda revancha de Françoise contra su destino tiene lugar después de la muerte de su marido. Ella decide “dar vuelta una página” en su vida; rinde los exámenes para ser bibliotecaria, aprende a andar en bicicleta, busca nuevas amigas, recupera vínculos que había perdido. Le ha llegado el momento de ser y transformarse en sujeto trascendente a través de su acción en el mundo. Ha vencido la ilusión que le proveía la función maternal y ha retomado el camino para alcanzar la realización postergada. Pero, ¿de qué modo recuperar esos años donde su cuerpo y su corazón fueron presos de los deseos de otras personas? Si su madre había sido solo para su esposo, Françoise fue para todos menos para sí misma, permaneció como “una mujer de sangre y fuego, aunque mutilada”.
Su madre representaba un cúmulo de valores burgueses contra los cuales Simone combatía. El desprecio de la anciana por las enfermeras “que trabajan solamente por el dinero”, a diferencia de su fiel criada, “mujer del pueblo”, le ha arrancado una mueca de disgusto. Pero la mirada de la hija mayor junto al lecho es ahora indulgente, compasiva, desbordante de ternura. Algunos de los elementos cotidianos que conforman la petite vie de Françoise de Beauvoir devienen símbolos en el relato. Tal es el caso de la vestimenta, que se inserta en un proceso de degradación paralelo al de su dueña.
Cuando los vecinos encontraron a la anciana en el piso del cuarto de baño llevaba puesta su robe de chambre de terciopelo colorado. Una vez internada, las enfermeras le 159 pidieron a Simone que le comprara camisones “cortos”, más cómodos. No sin ironía cuenta su tristeza en el momento en que las vendedoras le ofrecían camisones baby-doll, “hechos para cuerpos jóvenes y felices”. Signo de pertenencia a una clase social y a un determinado estatus, la vestimenta es también una vía para expresarnos y afirmarnos distintos/as de los otros/as. La ropa femenina coopera en la obligación de que la mujer se vuelva objeto, “la entrega ilusoriamente al mundo y a su propio yo a la vez”[3]. Pero una mujer vieja y enferma ya no es objeto de deseo. A partir de ese punto, la voz que narra comprueba dolorosamente que la mujer agonizante jamás volverá a vestirse. El cuerpo de la madre, que alguna vez fue deseado y admirado, se ve totalmente desnudo ante una hija avergonzada.
Ver el sexo de mi madre: eso había sido un shock. Ningún cuerpo existía menos para mí – ninguno existía más. De niña, lo había querido; de adolescente, me había inspirado una repulsión inquieta; es clásico; y yo encontraba normal que hubiera conservado su doble carácter repugnante y sagrado: un tabú. Con todo, me sorprendía la violencia de mi desagrado. (Beauvoir, 1995, p. 27)
A pesar de la resistencia instintiva de la hija, esa revelación de la madre ya “sin pudor” la desnudó en su mente para siempre. El paulatino despojamiento de los accesorios exteriores acompaña el deterioro de sus signos vitales. No sorprende entonces que el cuerpo sufriente vaya perdiendo su aura subjetiva, tal como lo pone de relieve la degradación que va de los sintagmas “pobre cosa dolorosa” y “cadáver viviente” hasta la afirmación casi final: “Ella se pudre en vida”.