Ernesto Sabato fue, por lejos, el escritor argentino más leído de su época: un verdadero fenómeno mucho más allá de lo editorial. Autor complejo y controversial concibió una trilogía de novelas elogiadas por Albert Camus, Graham Greene y Thomas Mann. A su vez, dio vida a ensayos en los que expuso con lucidez los peligros que amenazaban al planeta. Su figura excede largamente el carácter abstracto de la literatura o el pensamiento y ha estado involucrada en los principales acontecimientos, inclemencias y tragedias que jalonaron el derrotero de la historia nacional a lo largo del último siglo.
Fue, al mismo tiempo, testigo incómodo del siglo XX e intérprete cabal de la idiosincrasia de los argentinos. Su pensamiento controvertido y provocador, con el que cautivaba especialmente a los jóvenes, lo llevó a fuertes confrontaciones en el terreno político, pero también a desencuentros con el mundo intelectual que, sin embargo, no mellaron el prestigio y popularidad alcanzado por este hijo de inmigrantes calabreses nacido en 1911 en el pueblo bonaerense de Rojas.
Su carácter sombrío parece emerger del drama de un hermano muerto en forma prematura: creció ahogado por una excesiva sobreprotección, rodeado de silencios y preguntas nunca respondidas que alimentaron una infancia temerosa y retraída en la que fundó su personalidad. Deslumbrado por las perfectas ecuaciones de la ciencia, durante su juventud en La Plata también descubrió el arte, la política y el amor y desarrolló una cosmovisión humanista que lo ubicó, invariablemente, en la trinchera de los que luchan por la dignidad del hombre.
Así se enamoró de la épica de los anarquistas para luego afrontar los riesgos de una militancia en las ideas prohibidas del comunismo, cuyos referentes eran perseguidos y encarcelados. Sin embargo, ajeno a todo dogmatismo, pronto se desencantó ante la evidencia de los crímenes cometidos por el estalinismo. A aquella decepción le siguió una mayor: el quiebre frente a una ciencia puesta al servicio de intereses vueltos contra el hombre mismo. Entonces, cautivado por la rebeldía antirracionalista del surrealismo, vio derrumbarse todas sus certezas de laboratorio.
Siempre dominado por sus instintos, emprendió una deriva incierta y existencial que terminó por convertirlo en escritor. Buceó en la profundidad de su alma en pos de los grandes misterios de la condición humana que, junto a la alienación del hombre y la crisis espiritual en la sociedad tecnológica, constituyen el planteo central del universo sabatiano. La creación artística fue su herramienta de expresión y, al mismo tiempo, una estrategia de supervivencia ante el problema metafísico central: la finitud de la vida. Así, tanto la novela como -en sus últimos años- la pintura le permitieron acceder a las oscuridades del espíritu, habitado por fantasmas y obsesiones, ajenas al mundo en apariencia diáfano de la razón.
Desde esta perspectiva, sus novelas –“El túnel”, “Sobre héroes y tumbas” y “Abaddón el Exterminador”– pueden ser vistas como un enorme ejercicio de autoafirmación: un proceso expurgatorio de su interioridad atormentada, a la vez imperioso y desgarrador. En esa búsqueda profunda y esencial, que indaga sobre el carácter ambiguo y contradictorio de la condición humana, radican precisamente la vigencia de su obra y el valor de su legado.
Al cabo de la última dictadura asumió un rol clave para la frágil democracia recuperada: presidió la Comisión Nacional contra la Desaparición de Personas (Conadep), órgano que documentó el horror del genocidio y dio sustento al procesamiento y condena de sus máximos responsables. Aquel protagonismo lo convirtió en un modelo de compromiso ético y ciudadano. Desde esa plataforma llevó adelante el papel grave de un pesimista habitando un país imperfecto y autodestructivo pero que, de todas formas, ante cada decepción recobraba la esperanza de poder construir una nueva utopía.
A diez años de su muerte, revisitar a Sabato, no implica solo internarse en la vida intensa y apasionada de una de las figuras más destacadas y polémicas de la literatura argentina del siglo XX, sino también aceptar el desafío que implica la ausencia de respuestas para muchas de sus preguntas sobre el destino de la humanidad.