Para los paleoantropólogos resulta un enigma algo que es, en definitiva, una condición central de la especie humana, que ya estaba en las preexistentes. No me refiero al desarrollo del lenguaje ni a la capacidad de fabricar herramientas sino al impulso por expandirse por el planeta.
En algunos casos existen explicaciones. Algunos están en tal lugar desértico porque antes no lo fue; otros migraron siguiendo a las manadas; otros fueron empujados por grupos que los hostilizaron. Pero, ¿por qué subir en bandas con mujeres y niños a débiles embarcaciones si ni siquiera se veía la costa de enfrente? ¿O cruzar montañas sin saber qué hay del otro lado ni tener certeza de poder regresar?
Pero las culturas construyeron mitos para explicar esto. Los guaraníes, que eran una tribu caribe, tienen el mito de la búsqueda de la Tierra sin Mal. Con ese mito se expandieron por el Amazonas, la Mata Atlántica, el Chaco Gualamba y llegaron hasta el Río de la Plata.
En los mitos hay una figura central: el héroe. Este puede ser solitario o tener un compañero. El compañero puede ser un asistente, alguien subalterno, o un verdadero amigo. Cuando es un amigo, puede actuar como personaje “razonable”, moderar los arrebatos del héroe, hacerlo pensar, incluso corregirlo.
En la cultura popular norteamericana -que todos conocemos por el cine, la televisión y las historietas- hay un héroe solitario: el sheriff. Luego hay otro: el justiciero, que suele tener un acompañante, aunque no es su amigo. Al extremo que el más famoso de todos lo tiene, es un indio de gran arrojo y, sin embargo, se denomina el Llanero Solitario. En el caso de El Zorro, su ladero es su valet. Le plancha la ropa, le sirve la comida y es su espía.
En la cultura argentina tenemos un caso cumbre y distinto con Martín Fierro, cuya vida da un vuelco crucial cuando conoce a Cruz, que decide ser su amigo. Cruz toma esa decisión aunque sabe que a ambos solo les queda la posibilidad del exilio en las tolderías de los indios. Allí viven como dúo de amigos y Fierro hasta le cede la palabra para que cuente su propia historia.
Pero Cruz muere víctima de la viruela y Fierro se queda sin otro destino que envejecer en forma paupérrima y solitaria en los toldos. Hasta que un día oye gemir a una cautiva que está siendo maltratada por un indio (la escena es escabrosa y la soportamos gracias a la musicalidad del poema). Fierro decide enfrentar al indio, aunque sabe que si este da un grito vendrán otros y sus posibilidades de triunfo serán nulas. Entonces recuerda a Cruz y piensa “Un hombre junto con otro en valor y en juerza crece; el temor desaparece, escapa de cualquier trampa: entre dos, no digo a un pampa, a la tribu si se ofrece”. Aquí hay una impugnación de las matemáticas, porque uno más uno no da dos.
El general José María Paz, el manco Paz, que era un militar de academia, recuerda en sus Memorias algo que le llamó la atención de la caballería de Artigas, el gran caudillo oriental y de las provincias del Litoral. Porque explica que Artigas hacía formar a sus hombres amigo con amigo, de tal manera que se asistieran en el trance del combate. Paz define esto como “el último esfuerzo del ingenio humano”.
Bien, ya se entiende que estoy hablando de la historia del Ernesto y Calica. Puede decirse que como metáfora. Pero si damos un paso más, podemos afirmar que ambos lo que hicieron fue repetir esos impulsos humanos que vienen del fondo de la historia y de la condición de la especie. Podemos decir que Ernesto y Calica salieron de viaje en busca de la Tierra sin Mal, que en el peligro de la tormenta del Titicaca, en el calabozo de una comisaría en Lima, en la mishiadura de Guayaquil (donde hasta tuvieron que vender la ropa) fueron Fierro y Cruz, fueron dos gauchos de Artigas.
Entonces, su historia, como dice Calica, es una historia de aventura y amistad. Yo agrego, también de coraje. Pero, sobre todo, es de repetición de un mito.