por Mario Morales
Hay cosas que nos unen, que nos identifican. Claro, pasan al escondido entre las refriegas proverbiales por la reelección inmediata, la burocracia a cambio de votos (y viceversa), la última encuesta de favorabilidad y hasta en el nombre del seleccionado nacional de fútbol.
Por ejemplo, y quién puede negarlo, somos un país tevecéntrico del estrato cero al siete. La categoría, estudiada por la analista simbólica de Harvard, Pippa Norris, significa mucho más que el frote de manos de la Asociación Nacional de Anunciantes y de los vicepresidentes creativos de los canales privados. Según la Norris, existe una íntima relación entre los medios preferidos y la vocación democrática de las naciones.
Por ejemplo, los países "tevecéntricos" (como Grecia, Turquía, México, Polonia y Colombia), tienen menor calidad y tradición democrática y mayor injerencia de los gobiernos sobre la prensa. A diferencia de los “diariocéntricos” (como Noruega, Japón, Islandia, Finlandia y Suecia) que tienen democracias más fuertes y consolidadas y un índice muy alto de lectores de periódicos, y se caracterizan por tener audiencias que le prestan menor atención a la televisión y a los géneros vinculados con el entretenimiento.
Esa preferencia por un medio se explica en nuestro país porque somos mayoritariamente proclives a las tentaciones de eso que los griegos llamaban “petitó” para referirse a la persuasión. A toda sociedad que trabaja en pos de la producción de adhesiones por el camino del espectáculo, se le denomina peitarquía, es decir, el gobierno de la persuasión. Este es, hoy por hoy, el modelo de poder dominante en Occidente, y como no (sintonizados como estamos con los tiempos que corren) de Colombia, donde muchos han encontrado en la televisión la chispa para encender la hoguera de las vanidades.
De ahí el boom de la creación de canales transnacionales y/o institucionales de televisión, y de la transmisión maratónica y recurrente que ha devenido en el culto a la personalidad que se percibe en varios mandatarios del área andina. Uno de los resultados en las investigaciones sobre imágenes y política adelantadas por Jesús Martín Barbero y Germán Rey, fue que la persuasión no procede por transformaciones unilaterales sino por “hablar en público”, es decir por intercambiar significaciones y sensibilidades en espacios con luz. Lorenzo Vilches, otro connotado téorico, añade que, por medio de la televisión, el Estado configura incluso a la familia.
El fenómeno es más evidente es la televisión, pero no le son ajenos los otros medios que, como anota Martín Barbero, suelen estandarizar la opinión homogenizándola a partir de la sacralización de los énfasis mayoritarios que fabrican, o con generalizaciones al desgaire (el público mediático como una ilusión escenográfica que ratifica posiciones generalizadas), o con encuestas y sondeos que se acogen sin mayores críticas o análisis.
Se entiende entonces que la hija bastarda de la unión de tevecentrismo y peitarquía sea la noticia deseada, como la dio en calificar el filósofo y periodista argentino Miguel Wiñazki. Es una construcción de la ficción donde se sumerge la sociedad con los ojos cerrados, el pulgar en la boca y los sentidos adormecidos para evitar la reflexión sobre la tragedia de la incertidumbre del presente, que se reemplaza por la creencia en supuestos complots, maquinaciones y conspiraciones urdidas en las tinieblas, y que siempre los hechos terminan por contradecir (como les consta a Aznar, Blair y el mismo Bush, para no mirar los frutos del mercado propio).
¿Qué pasa cuando la opinión pública rechaza la verdad? Se levanta como un imperio la noticia deseada, la noticia que la opinión pública elige creer. Una interesante teoría que por obra y gracia de su significado ha pasado desapercibida en nuestro medio y muy especialmente en nuestros medios y que abre “luces duras”, como diría la pensadora Hannah Arendt, sobre los fenómenos de opinión pública y comunicación de masas que hoy conmocionan a América Latina.
Señala Wiñaski que habida cuenta de la preponderancia de los medios aún en las esferas privadas, las audiencias se han convertido en una suerte de “tribus masivas” que aceptan ciertas noticias, aunque no haya elementos informativos reales para sustentarlas, y rechazan las que están bien fundadas.
Coincide entonces con Henry Poincaré al referirse a la credulidad tan extendida que llega a convertirse en unanimismo: “Sabemos lo cruel que es la verdad a menudo y nos preguntamos si el engaño no es más consolador”
Pero ¿es caprichoso ese comportamiento que vemos reflejado en los altísimos niveles de favorabilidad que hoy tienen gobiernos de distinta índole en esta parte del continente, no obstante la ausencia de soluciones reales a necesidades apremiantes de la población? La amenaza terrorista, la inminente invasión imperialista o la presunta cercanía de la debacle total actúan como fantasmas que exacerban la imaginación de las multitudes que, presas de la paranoia, se aferran a sus propios delirios.
Esa actitud permite la existencia de una tendencia política que tiene todo el poder. El escritor Milan Kundera la define como kitsch, una máscara de belleza que no alcanza a ocultar todo aquello que puesto en evidencia sería políticamente inaceptable.
A mayor grado de confluencia estaremos más cerca del kitsch totalitario, esto es, el ideal estético de todos los políticos, porque las respuestas están dadas de antemano. El único antídoto posible es entonces el hombre que pregunta.
Ese es el feudo sin colonos que tiene el periodista. Porque como decía la recientemente fallecida escritora norteamericana, Susan Sontag, una de nuestras tareas es formular preguntas y elaborar afirmaciones contrarias a las beaterías reinantes.
Tal diagnóstico puede ser visto, con otra óptica como una crisis de representatividad. Porque, como señala el profesor Alain Touraine, ingresamos a un sistema de democracia de opinión. Existen corrientes de opinión en donde la televisión, la radio, los diarios, un individuo, un grupo o un líder carismático tienen más influencia que un partido político.
Tenía razón el comunicólogo Marshall McLuhan: persuaden los formatos mediáticos más que sus contenidos, y "El medio es el mensaje".
Con frecuencia el debate se cierra en torno a la tematización o maneras como se privilegian los contenidos en los medios y se ignoran los efectos latentes y las reacciones aún no intencionadas de las audiencias. Tiene razón el sociólogo español Manuel Castells: “...No se puede jugar con fuego mediante el desprecio de las identidades históricamente construidas, por eso no se pueden poner en peligro los puentes de comunicación construidos con sangre y paciencia. Por eso es irresponsable sacrificar la posibilidad de convivencia a mezquinas estrategias electorales... Volver a las esencias imperiales es invitar a una danza de la muerte”.
No es extraño pues que con estos manejos mediáticos terminemos viviendo como en Comala, el pueblo de Pedro Páramo, es decir, rodeados de fantasmas que parecen reales. ¿O es al revés?